Zakurrak





La noche que tuvimos que llevar al abuelo al Hospital mi padre me despertó de madrugada. Se lo había encontrado tirado al pie de las escaleras que bajaban a la cuadra y necesitaba que le ayudara a meterlo en el coche.

—Tienes que acompañarnos, Andoni me dijo someramente a la vez que me destapaba. Ya eres un hombre.

Discurría 1988 y a mis doce años de entonces distaba mucho de “ser un hombre”, tal y como afirmaba mi padre, pero de todas formas, aún en duermevela, me vestí con la misma ropa del día anterior que descansaba sobre una silla y bajé a por el abuelo. Mi padre le había acomodado sobre el sofá de chenilla granate con volutas blancas que mi madre comprara hacía una eternidad, lo que acentuaba su extrema palidez. Al habitual aspecto coriáceo y apergaminado de su rostro se le había añadido un lívido tono amarillo como de estantigua. Su nariz vasca, ya curva, parecía arquearse hasta introducirse en su boca y sus característicos ojos relampagueantes, despojados ahora de su habitual arrogancia, aparecían mustios y asustados. Estaba más anciano, más frágil, más gris. Y se quejaba de los riñones.
 

—Me duele la espalda, Bitxo así me llamaba de siempre mi abuelo aunque me bautizaran Andoni. He cogido frío tirado en el suelo.
 

Apareció entonces por la puerta mi padre con el coche encendido para ordenar:

—Basta de charlas, venga. Nos vamos a Cruces.
 

Con mi abuelo a hombros salimos del caserío y bien que mal le cargamos como pudimos en la parte trasera del Renault 9 de mi padre. A pesar de su lastimoso estado nos costó lo nuestro dado que aún mantenía parte de la corpulencia de su juventud y en su dolor parecía costarle esfuerzos inmensos doblarse sobre los asientos. Era una hora difusa e indefinida de la madrugada, no diseñada para grandes esfuerzos, y pronto rompimos a sudar, dibujando con nuestro calor corporal una opaca capa de vaho en los cristales del coche en contraste con el frío del exterior.
 

Como un autómata, mi padre encendió el motor del Renault 9 y salimos de Balmaseda rodeados de un silencio categórico. El motor carraspeaba y borboteaba con el estribillo de fondo del plástico del salpicadero repiqueteando, pero nada que no fuera su ruido habitual de carraca. En esa atmósfera de vaharadas, acompasados por el tonto ronronear del coche, mi padre, solemnemente serio y con la mirada soldada a la carretera, se limitaba a conducir mientras en la parte de atrás yo le daba ánimos al abuelo. 

—Ánimo, aitite le arengaba. Aguanta un poco que ya llegamos. Si ya verás cómo no será nada…

De esta manera, pasamos al lado de puente de la Muza, atravesamos Gueñes, dejamos atrás Sodupe y Zaramillo y estábamos a punto ya de entrar en Alonsótegi cuando un sordo repique, un clonc, estalló en nuestro vehículo para romper la monotonía, tras lo cual el motor del Renault 9 se extinguió laxamente dejándonos en una solitaria y boscosa zona a la derecha del río Cadagua. Rodeados de silencio y hayedos, mi padre salió del coche y levantó el capó para regresar al de un instante y constatar lo que ya sabíamos: que no tenía ni idea de mecánica.


—Eres un calamidad, Gabino no dejó pasar mi abuelo la posibilidad de recriminar a mi padre a pesar de su dolor y aspecto macilento. Carmelo hubiera sabido qué hacer.

Pero mi padre no estaba dispuesto a claudicar esa noche.


—Pues que venga Carmelo a arreglar el coche y ya de paso que te lleve al Hospital, ¿eh, aita? 

Carmelo era el hermano menor de mi padre y llevaba varios años encerrado a un mundo de distancia, en Herrera de la Mancha, por pertenencia a banda armada. Demostrada y ponderada. Mi abuelo no sólo estaba orgulloso de él, el gudari de la familia, sino que era a todos visos su hijo favorito y no dejaba pasar ni una ocasión de echárselo en cara a mi padre, de carácter más pragmático y ajeno a toda política. Para más inri, mi padre se había casado en su día con mi difunta madre, salmantina de Mancera de Abajo, la cual siempre en palabras de mi abuelo había traído el castellano a su hogar, cosa que aún no le había perdonado.
 

Con los ánimos soliviantados, mi padre se aprestó en la puerta del coche a esperar el milagro de encontrar otro vehículo que pasara por ahí a esas horas de la madrugada, mientras mi abuelo rumiaba su mala hostia y sus dolores en el interior.
 

—Me muero, Bitxo se estiraba cuan largo era, rígido como una piedra, sobre los asientos. He pillado frío en los riñones. Me muero…

Para empeorar las cosas, un fino sirimiri que pronto se convirtió en una lluvia profunda y plana empezó a caer empapándolo todo, hisopando a mi padre en el exterior. Esa noche parecía que el mundo se hubiera salido de sus goznes. Todo salía rematadamente mal.


Así debimos permanecer varios minutos, minutos con la envergadura de horas, hasta que entonces, como un milagro, más sorprendente que una aparición mariana, los focos de un coche alto, probablemente una furgoneta, se avistaron tras la cortina de lluvia. Mi padre aleteó con los brazos para hacerse ver y el coche fue a detenerse detrás de nosotros.


—Ha parado un coche, aitite grité de entusiasmo. Estate tranquilo, no vas a morir, ya lo verás.
 

Salí del coche para agradecer nuestra suerte y pedir que me ayudaran a sacar al abuelo y casi me caigo de espaldas. El mundo no se había salido de sus goznes esa noche, se había desvencijado del todo. Desde la ventanilla de su coche, mi padre conversaba con el conductor de un Land Rover a la vez que con el dedo señalaba nuestro coche. Un Land Rover caqui con el emblema de fasces en la puerta. Una furgona de la Guardia Civil. Mierda, reflexioné, esto va a traer problemas con el abuelo. 

Temerosos y con ojos hasta en la nuca, de la furgona bajaron dos Guardias Civiles de uniforme. El picoleto que conducía, el que parecía de más rango, era un hombre de grandes brazos y barba compacta con aspecto de oso, de unos cuarenta años. A su lado, un joven que caminaba con aspecto más indeciso, se aferraba a su subfusil y movía nerviosamente los ojos lateralmente, como un ratón acorralado. Un oso y un ratón, eso parecían. Ambos se acercaron hasta donde nosotros y miraron hacia los asientos traseros, hacia el abuelo.
 

Esté tranquilo, señor —abrió la puerta el Oso dirigiéndose directamente a él. Su hijo nos ha explicado la situación. Le llevaremos nosotros al Hospital.

Paralizado ante la impresión de la imagen de un Guardia Civil en la puerta, mi abuelo palideció aún más, confiriéndole el aspecto de un embalsamado. Lenin en su mausoleo no estaba más blanco o más quieto que mi abuelo en ese momento. El Oso se tomó su mutismo y lechal blancura como una demostración de la gravedad de su estado y nos pidió al Ratón, a mi padre y a mí mismo que le ayudáramos a sacarle del Renault 9. Sin embargo, fue ponerle el Oso sus manos bajo la espalda para tirar de él que en mi abuelo resucitó el control sobre sus actos y su esencia misma.


¡Suéltame, suéltame, asesino cabrón! berreó desde el interior del coche. ¡Asesino! ¡Cabrón! ¡Hijoputa!
 

El Oso soltó a mi abuelo de un respingo y pidió explicaciones a mi padre con la mirada. Una mirada que no entendía la situación y buscaba una respuesta racional. ¿Quizás le había hecho daño al cogerle?, preguntaba esa mirada. ¿Tiene acaso su padre algún hueso roto o tal vez esté loco?, inquiría con la misma. Mi padre, por su parte, arrebolado de vergüenza, se dirigió hacia donde mi abuelo y le espetó.

Mire, padre mi padre sólo llamaba “padre” al suyo para sacarle de sus casillas, no me toque por hoy más los cojones. Me entiende, ¿no?


Recuerdo entonces que mi abuelo, negándole como hijo en un relampagueante rictus de cólera, le miró como si éste fuera el traidor más grande sobre la faz de la tierra. La arrogancia había vuelto a su carácter y no se mostraba dispuesto a ceder. Antes moriría sobre los asientos traseros del Renault 9, decía su gesto hosco, que aceptaría la ayuda de un Guardia Civil.


¡Guardia Civil hijosdeputa! exclamó impúdico sin venir a cuento, a voz en grito y con su puño en alto, el dolor de su espalda ya un recuerdo del pasado. ¡Hijosdeputa todos! ¡Fascistas! ¡Cabrones! ¡Españoles! ¡Me cago en España!


Este exabrupto de mi abuelo nos pilló por sorpresa a todos. El Oso, con los ojos muy abiertos y los brazos y las manos pendiendo lánguidos como si no supiera qué hacer con ellos, presentaba un aspecto inerme bajo la lluvia, incapaz de aprehender tanta ingratitud. El Ratón, quien instintivamente reaccionó asiendo con más fuerza su subfusil, movía a su vez los ojos lateralmente con más rapidez, en guardia, atento tan sólo a que alguien le ordenara disparar. Pero el que peor parecía estar pasándolo era mi padre. Completamente empapado para ese entonces, densas lágrimas de drupa colgándole de la cara como calamocos, su imagen se anegaba de furia. Si en ese momento el subfusil lo hubiera llevado él y no el Ratón, habría ejecutado a mi abuelo en ese mismo instante, estoy seguro.


Conmigo completamente desaparecido en el papel de mero observador de esta escena irreal y violenta, me veía incapaz de decir o hacer nada. De hecho, nadie parecía capaz de decir o hacer nada. Sin embargo, rehaciéndose de su cólera abierta o por lo visto después, tal vez a modo de represalia—, mi padre supo recuperar la compostura para orientar su mirada hacia el Oso.


En nombre de mi padre les pido perdón su voz, un tremor de vergüenza, rielaba bajo el aguacero. Agradezco en su nombre el favor que nos ibais a hacer, pero entendería si ahora mismo marcháis y os olvidáis de nosotros pero añadió: No obstante, si aún queréis ayudarnos, no tengo problema en utilizar la fuerza con mi padre para obligarle ir al Hospital. Grite lo que grite. Como hay Dios.


El Oso sostuvo la mirada a mi padre mientras éste habló. Luego miró al Ratón, quien seguía en su estado de constante alerta, y por último me miró a mí. El Oso había comprendido. Y sabía lo que había que hacer.


—Si colaboramos entre todos dijo, por mi no hay problema.

Un silencio otorgante acompañó a su frase. Estábamos dispuestos. Todos. Así, con nuestro pacto en silencio nos dirigimos los cuatro hacia el Renault 9 y, con menos delicadeza y cuidado que lo que el momento y un enfermo hubieran requerido, sacamos a trompicones a mi abuelo del coche y le acomodamos en el Land Rover de la Guardia Civil, operación ardua y laboriosa dada la poca colaboración y agónica rigidez de mi abuelo. No sabíamos si gritaba de dolor o de rabia, pero durante todo el proceso no paró de gritar. La barahúnda de insultos que nos dirigió bajo la lluvia, todo su repertorio, no estoy por la labor de reproducirla, pero sí me acuerdo que una vez domesticado su ímpetu no dejó de tararear: «Bitxo, Bitxo, tú no, Bitxo, tú no…», durante un buen rato, hasta que cerramos la puerta y constató que no podría salir.

Zakurrak* musitó entonces en un tono poco más que inaudible, su entrecejo formando una V perfecta en su frente.

El Land Rover de la Guardia Civil se puso en marcha dejando atrás a toda velocidad nuestro coche y los hayedos. El Oso conducía con una sonrisa revirada como si él, y sólo él, entendiese del todo la situación mientras que el Ratón, con el subfusil sobre las piernas y más asustado que otra cosa, nos vigilaba con el rabillo del ojo. Durante lo que quedaba de trayecto hasta el Hospital no se dijo nada más, todos guardando silencio de eucaristía. Mi padre parecía satisfecho con la situación, pero a mí multitud de imágenes me asaetaban la cabeza y no podía dejar de pensar en mi abuelo y en sus historias sobre su hijo favorito, mi tío Carmelo, al que tantas veces torturaron en cuarteles de la Guardia Civil e incluso una vez nos contó que le habían metido la punta de un paraguas por el culo. Pensaba en su chiste favorito: «el río más largo de España es el Guardiacivil, que nace en Andalucía y muere en el País Vasco», y en ese rencor sempiterno e inmarcesible que sentía hacia todo “lo español”. Recordaba a mi abuelo en su esencia y en su conjunto y no podía dejar de ver a un ser endeble y anulado, sometido a la mayor humillación que para él se pudiera imaginar.


Diez minutos después, llegamos al Hospital de Cruces, en Barakaldo, e ingresamos rápidamente a mi abuelo en Urgencias. Los dos Guardias Civiles, el Oso y el Ratón, nos escoltaron hasta que a mi abuelo le dieron una habitación, preocupándose sinceramente por su estado, quién sabe si por verdadera caridad humana o con algún ánimo revanchista. Luego nos despedimos dándonos la mano, mi padre con sincera efusividad, a mí resbalándose sus manos entre los dedos, escapándoseme, debiendo el Oso sostenerla con fuerza para paliar la debilidad de mi abúlica tenaza. 

Hacemos lo que debemos me apretó la mano el Oso, su prensa oprimiéndome los huesos de los dedos. Recuérdalo.


Conseguí aguantar estoicamente su tenaza, no así su mirada recriminatoria. Al marcharse aún me pareció escuchar al Ratón preguntarle al Oso el porqué de ayudar a “este tipo de gente”, mas no alcancé a escuchar la respuesta del otro. Desde su habitación, mi abuelo, con el semblante perdido, del todo vencido, su cuerpo horadado como un acerico por las sondas, ni les vio alejarse, limitándose a escrutar el verde aséptico de las paredes. No estaba ya con nosotros. No nos perdonaba ni nunca nos perdonó. Mi abuelo había tornado en una insondable oquedad hasta la que no podríamos llegar.

La noche que tuvimos que llevar al abuelo al Hospital fue una noche larga y abstracta. Tres días después de la misma mi abuelo moriría en Cruces fallo renal, infección en sangre y ataque al corazón fue todo uno sin volver a dirigirnos la palabra. Si me preguntáis, en mi opinión diría que murió hasta cierto punto satisfecho, contento de no tener que deber ningún favor a esos Guardias Civiles que aquella noche le habían acercado hasta el Hospital. La buena acción, el esfuerzo de esos zakurrak, había quedado en nada. Su odio, intacto, había perdurado hasta su último estertor y eso era lo importante para él. 

Lo único que en realidad importaba.





* Zakurrak: Perros. Chivatos. Apelativos que desde el mundo abertzale se da a la Guardia Civil.




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Este relato obtuvo el 3º premio en el XXII Concurso de Cuentos "Valle de Gordexola" convocado por el Ayuntamiento de Gordexola en el año 2010.


Se acabó la guerra







La manera más rápida de finalizar una guerra es perderla.
—George Orwell—


Se acabó la guerra,
recojo mis soldados.
Se acabó la guerra,
nada por destruir.

Soy Hiroshima, Dresde, Gernika,
¿no lo ves? Una escombrera,
ladrido de perro, trinchera vacía.
alarido en la noche y sollozo;
un personaje de Dalton Trumbo,
estatua-momia-tullida,
mirando a un cielo de escayola.
Un paisaje desolado, eso soy.
Nada por destruir.

Así, aplaca tu arsenal de obuses,
detén tus bombas racimo.
Invade otro país, destruye Polonia,
inventa nuevas masacres, exporta
tu numantina inanición o ensaya
modernos métodos de exterminio.
¡Me rindo, estúpida lucha!, me voy,
pongo fin a este pleonasmo.
Nada por destruir.

Qué imbécil, recordar ahora
con cuánto ahínco luché contra ti.
«¡Banzai!», gritaba, arrojándome
bajo las ruedas de los tanques
—como si tuviera una oportunidad—,
más porfiado y loco, entre la metralla,
que el carnicero del Somme.
Cuánta sangre derramada, ¡mi sangre!
Nada por destruir.

En fin, basta de disparar misiles al mar.
¡Basta de incendiar el mundo!
Capitulación incondicional ya:
observa tremolar mi bandera blanca.
Y no me envíes falsos heraldos de paz
con soluciones finales y armisticios.
Ninguna violencia presiente fin
y tu crueldad no recuerda principio.
Nada por destruir.

Esta derrota hoy sabe a victoria.
Este muerto se bate en retirada.
Lo proclaman los periódicos, lee:
«Se acabó la guerra, ¡se acabó!
Nada por destruir.»