Credo






(Escena: funeral de mi tía Luisa, iglesia de Nazaret, Portugalete. Durante la liturgia, decenas de adultos entonan cánticos de misa a las paredes amarillas, desconchadas, indolentes, y de repente todo se me aparece claro: la vacuidad del gesto, la solemne ridiculez de cantar a la nada, mi absoluta pérdida de fe. Observo la escena en tercera persona, recreándome en el rito compartido de la despedida, ajeno —al fin— del significante católico que se le supone. «Dios es un concepto con el que medimos nuestro dolor», vienen a mí las palabras de Lennon. Pero, ahora que no creo en Dios, ¿creo en algo? ¿En qué creo?, me indago. De esa escena, de esa necesidad de creer en algo, nace este credo.)






Creo en el parentesco
como fuente de amor incondicional.
Creo en el amor incondicional, por tanto.


Creo en el deseo como fuerza motriz,
en el espíritu de los apetitos,
en la comunión de los cuerpos.


Creo en la desobediencia como dogma,
en el paganismo de la acracia,
en la rebeldía ante lo injusto.


Creo en ideologías no individualistas,
en utópicos horizontes inalcanzables.
Creo, al menos, que vale la pena intentarlo.


Creo en la memoria inmemorial,
en el pasado como derivación del presente.
Creo que “mañana” supone siempre una evasiva.


Creo en la virtud sanadora de las palabras,
en la fuerza redentora de la escritura.
Creo, así mismo, en su poder destructor.


Creo, con mucha fuerza, en la risa,
en el alcohol, en las drogas, en la eutanasia.
Creo en intentar aplazar, adormecer, mitigar,
aminorar o sepultar todo sufrimiento.


Creo que un individuo jamás ocupa más espacio
que el que comprende su propia piel.
Creo en la vida finita, en la muerte,
y creo que así está bien.

Creo en la solidez de las montañas,
en las lindes del mar.


Creo en el fin del universo.


Creo en mi colección de recuerdos.


Creo en mí.
(todavía)


Creo que debería de ser suficiente.





.

Ápex






No lo vendo.
No lo cedo.
No lo regalo.


Hablo de  esa parte
que no entrego a nadie:
un diamante oscuro,
un ápex luminoso
que nadie jamás
me logrará arrebatar.


Llámalo integridad,
llámalo carácter,
equivócate llamándolo orgullo,
ese pequeño ápex
será cuanto quede de mí.


Sobrevivirá a las llamas del crematorio,
ni el núcleo del sol podrá hacerlo cenizas;
un fragmento de indestructible dignidad
capaz de surfear sobre ríos de magma.
Tampoco permitirán mis restos mortales
que me lo quiten: observa a los gusanos
rompiéndose los dientes contra él,
a cientos de buitres masticando confundidos
—ya probaron, en vida—,
intentando, en vano, mellarlo.


La partícula más pequeña
y sin embargo más inalterable:
el ápex prevalecerá arrogante
emitiendo destellos,
poliédricos guiños,
ufano en su invulnerabilidad.


Los brillos negros sobre su superficie
reflejan un pasado de desobediencia.
Su rostro es la máscara del desprecio,
nace el relámpago de sus ojos,
la violencia de su mandíbula
escupe sobre la servidumbre.


Centímetro de acracia,
irreductible corazón de obsidiana,
¡fortaleza de lonsdaleíta!,
su interior adamantino, impenetrable,
sabe deshacer una conjetura:


«¿La forma más simple de ser libre?
Negarse a ser súbdito.»


Imagina su poder.
El ápex meándose
sobre las gemas del infinito.


«No lo vendas.»
«No lo cedas.»
«No lo regales.»


Refulge.




.








Los dos hijos de Doña Petra





A la margen minera,
vientre de metal de mi amada margen izquierda…



I.
» De la historia que te voy a contar, querida nieta, apenas quedan ecos en las páginas de los relatos que nadie quiere leer y en las mentes de los abuelos que nadie quiere escuchar, pero precisamente por ese motivo escucha a este anciano y su historia olvidada.
Discurría septiembre de 1896 cuando llegaron Doña Petra y su marido a La Arboleda, procedentes de Castilla La Vieja. Llegaron como tantos, a trabajar las minas de Triano. Para eso vinieron, para trabajar en el sentido más puro del verbo, sin apenas verse más que de noche. Para trabajar en jornadas de catorce horas, eternas, interminables. Para sacar en un día el sustento necesario para pasar ese día. Para trabajar en años de cansancio y hambre, de fatiga y frío, que pasaron como un suspiro, de la mina al hogar, a una cama caliente en el peor de los casos, rezando al cielo antes de acostarse para que un aguacero no estropeara el jornal del día siguiente.
En esas circunstancias, en el miserable barracón de madera que les hiciera las veces de casa, dio a luz Doña Petra a sus dos hijos. Poco después, en el Hospital de Triano, enviudaría de viruela. Pese a ser su marido atendido en persona por el mismísimo Doctor Enrique de Areilza —y te aseguro que bien ganadas tiene ese hombre cuantas calles se le quieran poner a su nombre—, nada se pudo hacer por él. Pero no trata esta historia de la viudez de Doña Petra sino de sus dos hijos.
Recién despertaba el nuevo siglo, como he dicho ya.

II.
» Y es que las cosas a veces son así, inexplicables. Créeme si te digo que muy a menudo en este mundo no hay nada más encontrado que los miembros de una familia.
Créeme, querida nieta, porque exactamente así, antagónicos, fueron los dos hijos de Doña Petra. Sin apenas sacarse un año entre sí, tan diferentes como solo pueden serlo dos hermanos. Pedro, el mayor, un niño serio, solemne, de profundos ojos negros que le hacían aparentar muchos más años de los que tenía, creció convirtiéndose en un niño astuto y robusto. Joaquín, el pequeño, en cambio, dentro de sus ojos nunca crecería. Pedro y Joaquín. Uno un hombre que fue un hombre incluso cuando le tocó ser un niño y el otro un niño que siguió siendo un niño incluso cuando le tocó convertirse en un hombre. Nada más que eso.
Pedro y Joaquín, las dos caras de una moneda, la cara y la cruz, ambas conformando una misma moneda, este relato…

III.
» Pero perdona a este viejo caduco. Ya he vuelto a caer en mis ensoñaciones, ¿a que sí? Es la edad acumulada en mi cerebro —tanta—, que triza mis recuerdos, los fragmenta, los descompone y me devuelve a cambio algo que se asemeja la realidad. Tal vez a causa de ello siempre resultan recuerdos y añoranzas benignos de tiempos que muchas veces no fueron mejores…
Doña Petra, por ejemplo, fue una mujer de las que ya no quedan, una señora cuando esa palabra aún valía su significado. Una etxekoandre que, viuda de necesidad y menesterosos como estaban, envió a sus hijos pequeños a trabajar. Hacia la humedad de una mina a cielo abierto, hacia nubes de hormigón, hacia lluvia de cemento. Codo con codo junto a rostros apergaminados, manos ebúrneas y miradas grises. Hombres. Mineros. Vagonetas y picos, canteras y sudor. Necesitaban el dinero, ¿qué otra cosa se podía hacer?
De esa manera, apenas tuvieron tiempo Pedro y Joaquín de olvidar su niñez cuando fueron enviados por Doña Petra al lavadero de la mina. Un trabajo sencillo pero que el frío y la humedad se encargaban de hacerlo de una dureza extrema. Quizá por ese motivo todas las mañanas se repetía la misma historia en el barracón que les servía de hogar. En cuanto Doña Petra despertaba a sus dos hijos, Joaquín se ponía a llorar, a berrear, que no quería ir, por favor, no, que le dolían mucho las manos, ahítas de sabañones. Tenía entonces Pedro que cogerle firmemente del brazo, arrastrarle hacia el lavadero y obligarle a trabajar.
Era sin embargo que Joaquín se escaqueaba en cuanto podía. A él no le gustaba el hierro, ni la mina, ni el lavadero de mineral. A él lo que le gustaba eran las estrellas y afirmaba que él lo que realmente quería ser era minero de estrellas. ¿Te lo puedes imaginar? ¡Minero de estrellas, como si éstas se pudieran recolectar! El bueno de Joaquín y sus ocurrencias, escapándose las noches más claras a los montes a verlas —no faltaba monte cerrado en La Arboleda para esconderse—, para luego, al regresar, recibir una buena y merecida tunda de Doña Petra, tras la cual lloraba y Pedro tenía que reconfortarle.
Una y otra vez, cíclica, orbicularmente, el final de cada fuga terminaba con Pedro intentando consolarle, abrazándole incondicionalmente, incapaz de entender qué pasaba por la mente distinta de ese hermano suyo que no asumía su naturaleza de obrero en la mina de hierro…


IV.
» Pero no cejó Joaquín en su empeño, ya lo creo que no. Su terquedad era pareja a su ahínco por conquistar el cielo. Incluso después de la muerte de Doña Petra siguió inmarcesible en su proceder, en su afán por aprehender todas y cada una de las estrellas del firmamento. Aun cuando Pedro se casó, Joaquín continuó escapándose regularmente al monte, afirmando al volver que él lo que quería ser era minero de estrellas. Día tras día, durante el resto de su vida, para que les mantuvieran a los dos en la mina, Pedro tuvo que hacer el trabajo de tres. Llegó a asumir que así sería siempre.
Pero ay, querida nieta, no fue así siempre. Lamentablemente, no lo fue...
No lo fue porque décadas después llegó aquella época en que la minería vasca dejó de ser rentable. El hierro dejó de manar como una fuente del suelo y desde La Arboleda hasta Muskiz voces hueras pregonaron su ira a lo largo de la margen minera. La tierra pareciendo recordar aún las décadas de prosperidad, nuestro pueblo gris tornó más gris. Tanto se lloró por aquel entonces que las lágrimas ahogaron las antiguas minas, inundándolas. Época de otro tipo de hambres—entenderás esto cuando seas más mayor—, fue aquel un tiempo de pasiones y ‘Pasionarias’: los años 60. Por aquel entonces, sobre los hasta entonces paisajes lunares —abruptos de dinamita, irreales de barrena— de La Arboleda volvió a crecer la vegetación y familias de mineros de varias generaciones tuvieron que dedicarse a otras tareas —con suerte en alguna fábrica de Sestao—, bregando contra un desempleo que no les abandonaría ya.
Y ahora, por favor —noto que me falta el aire—, disculpa un momento a este anciano vetusto. Me temo que estos ojos présbitas observan mejor de lejos que de cerca y aprecian más detalles en los ayeres que en los hoy.
No se me ha metido ninguna brizna en el ojo, no. Tengo suficiente edad como para permitirme el lujo de no mentir. Sí, estoy llorando, pero ahora se me pasa…


V.
» Así, querida nieta, como te iba diciendo —y confío en terminar mi narración sin volver a emocionarme—, cuentan que a finales de aquella época tan gris se podía ver aún a los ancianos que ahora eran Pedro y Joaquín caminar noctámbulos por La Arboleda, bajando hasta la otrora mina del Carmen para ver reflejarse las estrellas, todas y cada una de las estrellas del firmamento, sobre la mansa superficie de los recién bautizados como Pozo Ostión y Pozo Parcocha.
De esta manera, cuentan también que al regresar a casa Joaquín, el enamorado hasta la obsesión de la noche, rompía siempre el silencio con sus carcajadas, dando pequeños brincos, regocijado por esos lagos artificiales, por esa luz fósil, que al mismo tiempo no eran sino el antiguo lavadero de mineral anegado, las minas inundadas de su hermano.
Entonces era Pedro quien se encogía lloroso en su abrigo, melancólico, y Joaquín quien le reconfortaba.
Una y otra vez, cíclica, orbicularmente, el final de cada paseo nocturno terminaba con Joaquín intentando consolarle, abrazándole incondicional, incapaz de entender qué pasaba por la mente distinta de ese hermano suyo que no veía la belleza que emanaba del reflejo nocturno sobre aquellas balsas, su rutilante mina de estrellas…





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Este relato obtuvo el 2º Premio en la modalidad prosa del III Certamen Literario Dolores Ibarruri Gómez convocado por el Museo de la Minería del País Vasco - Euskal Herriko Meatzaritza Museoa (año 2017).