Elogio de la desobediencia







Obedecer para ser querido.
Obedecer para encajar.
Ápex y dogma de los mansos,
evangelio ideal de los cabestros.
La obediencia como don primero.


Obedecer para no perder el camino.
Obedecer para ignorar otro camino.
Obedecer para ser camino.
Baldosas alineándose para ser pisadas
mientras celebran su condición de baldosas.


Una, dos, diez mil pruebas de obediencia
tendrán preparadas los dioses antiguos para ti.
A cambio solo demandan adoración,
sometimiento, idolatría dócil,
que su disciplina sea la tuya,
que tornes un fanático de la obediencia,
que bebas de la leche primípara de la obediencia.


¿Ves aquellos, allá arriba?
Míralos, los más obedientes,
los llamados triunfadores,
mayordomos de filisteos,
aquellos que supieron hacer
de su garganta un pórtico,
la angostura de su moral
inversamente proporcional
a lo pródigo de su recto.


Obedecer acarrea honores.
Obedecer cuelga medallas.
Obedecer trae paz conyugal.


¿Deseas ser uno de ellos?
¿Otro súbdito mundano?
¿Otro vencido vencedor?


De acuerdo, empero jamás olvides
que por encima del poder del que hace obedecer
prevalece el poder del que desobedece.




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Elogio del rencor








El rencor es inmortal.
El rencor es una garantía de memoria,
de continuidad.


El rencor es patrimonio.
El rencor es la certeza
del fracaso del perdón.


El rencor es fuego frío,
fuerza que impele
y doctrina política.


El amor también es rencor.


Incluso hemos inventado una palabra
—“inmarcesible” (que no se puede marchitar)
para poder definir al rencor.


El rencor como manto freático.
El rencor como movimiento perpetuo
de la polea del alma.


Desconfía, hijo mío, de aquellos
que niegan arrastrar algún rencor.
Mienten.




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Bokeh








Bokeh significa desenfoque.


La realidad fuera de foco,
un juego de colores
y sombras chinescas.


Bokeh es como vemos los miopes.


O como vemos en verdad todos
cuando apuntamos a un objetivo
con la cámara de nuestra arbitrariedad.


Bokeh es una forma de mirar.
¡Nuestra forma de mirar!


Recela, pues, de tus observaciones,
súmate a la desconfianza colectiva.
La vista acostumbra a ser engañosa.


Bokeh significa equivocarse.


Fíjate en el apocado protagonista
de esa película islandesa,
construyendo su realidad
Bokeh!
para descubrir al final
en una instantánea
toda la verdad:


que no te quieren así seas
el último hombre sobre la tierra.




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Los ancianos





¿Qué va usted a inventar? Los ancianos rechazamos ungüentos mágicos y píldoras milagrosas. Guarde esa pastilla azul que a mi edad nadie necesita, los ancianos apenas demandamos alguien que nos arrope, una presencia con quien compartir calor. Este cansancio añoso precisa ternura, no sexualidad. Su juventud no lo entenderá, pero hay un tiempo en que todo fatiga, hasta conocer nueva gente supone un esfuerzo trabajoso. Observe nuestra piel hojaldrada, nuestros ojos entrecerrados, los movimientos lentos de quien sabe que la vida es un paréntesis, una tregua entre nadas, un rato de aliento sobre las ruinas. Cumplir años es diabólico. ¿Quiere usted despedir amigos? Sume años y verá. Sí, joven, los ancianos fuimos vosotros; o lo somos aún, ocultos tras este espejo deformante que provoca rechazo. Escúcheme usted y recele de un futuro colmado de miedos y promesas de muerte. Teme la longevidad, muchacho, porque cualquier mañana prolongado es una maldición.

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Panóptico benthamiano






Nada se cierne más oscuro sobre nosotros que nuestros propios ojos.
—Marina Tsvetaeva—


Un labio acorralado
donde crece el esparto.
Un baladrar confundido,
flecha de luz en la voz.
Un anuncio administrativo
sobre la puerta de la piel:
«caminantes, sabed esto,
todo modo de pensamiento
fue expulsado de la ciudadela».
Un hueco en el pecho
donde anida el yacaré.
Un territorio soterrado
para esconder la culpa,
pantanoso hogar del fantasma
del deseo imperecedero.
Un refugio para el gozo
del hambre y la tristeza.


Nada más oscuro que tus ojos
y son un espejo.


Donde flota el aire muerto,
panóptico que me habita.


Aclaración: tú eres
mi angustia favorita.






Muchacha en el umbral





Se le diagnosticó agorafobia y claustrofobia, por lo que decidió alojarse en el umbral. Ahí, bajo el dintel, yo le preguntaba si podíamos quedar y ella siempre me contestaba que entre semana no —¿y el fin de semana?— y el fin de semana tampoco. Vegetariana convencida, recuerdo verla hartarse de langostinos en su imperecedero soportal, depositando las cáscaras sobre el felpudo. Ni dentro ni fuera, contradictoria y lejana, en el porche hacía toda su vida. Yo insistía en sacarla de su incoherente existir, en raptarla de su baldosa, a lo que ella siempre respondía con evasivas. El umbral era todo su universo, no había espacio para mí en esa no-nada adimensional tan suya. Me sacaba de quicio bajo el quicio, pero ¡ay!, yo la amaba. Sólo una vez le pregunté si alguna vez ella también me había amado y me dijo que sí. Pero luego añadió: bueno, no. No sé.



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Personaje








Sobre el escenario, el personaje.
Del proscenio sale una voz en off.


«Hola, personaje. Soy tu autor.
Todas las palabras que pronuncies
habrán de ser necesariamente mis palabras.
Bailarás cuando diga que bailes,
descansarás cuando yo disponga.
Personaje, ¡eres mi personaje!»


El personaje entiende
su existencia de irrealidad,
de indeleble subditismo;
la satrapía, comprende.
El autor prosigue:


            «¿Percibes mi tono?
            ¿Las inflexiones de mi garganta?
            Así deberá sonar la tuya.
            Bajo ningún concepto
            podrás desoír mis preceptos.»


Es exigencia del tornavoz
ser la única y preeminente voz.
El tirano demanda obediencia.
¡Oh, creador de todo lo que acontece!


Pero ocurre, entonces, que el personaje
se rebela contra su propia ficción.
El personaje no rinde pleitesías,
ni acata obediencias ciegas.
El personaje rompe sus cadenas,
pesadas como yugos afectivos.
Silencioso, abandona la escena
y desaparece entre bambalinas.


            «¡Personaje!
            ¿Personaje?»


El autor se desgañita,
pero sobre el escenario
sólo quedan la nada
y la dignidad.


            «¿Personaje?»


Telón.


(Aplausos)





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Cementerio de elefantes rosas





Cementerio de elefantes rosas,
muladar de esqueletos gigantes.
La piel de la sombra del mundo se desgaja
a través de una senda de carcasas.
Mirad, los cazadores furtivos
fueron concienzudos en su trabajo:
asesinaron los sueños,
desangraron la tierra bituminosa,
se quedaron el marfil.
A cambio dejaron este paisaje 
de repugnantes restos orgánicos:
huesos rosas, falanges rosas,
colmillos rosas de paquidermos imposibles,
¡cegadores como la llama del litio!
Cuentan que antes de despellejar la ilusión,
los carniceros dispararon ráfagas al aire;
no hubo justicia en su afán pistolero.
«Lo muerto no sabe volar»,
bramó el idioma de las balas.



No hay en el mundo osario mayor
que este páramo lejano e incomunicado.
Aquí las paredes de los pozos son rizomas;
ocurre cuando el petróleo olvida
que bajo los fondos anóxicos 
no se puede respirar.
«¡Pero no queremos no ser!», 
barritan asustados los elefantes rosas
desde sus enfermas trompas puntiagudas,
desde la probidad de sus orejas sordas.
Resulta grotesco contemplar sus fantasmas 
aferrándose con rabia a la tierra seca,
intentando dejar huellas gaseiformes
sobre esta superficie dura de hueso.
Pero, ¡ay!, lo muerto no deja huella
igual que lo muerto no sabe volar;
porque lo muerto está muerto,
lo extinto acontece insólido
y los elefantes rosas no existen.


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Medidas para el amor








El amor se mide en tiempo,
desconfía de presuntuosos inmortales,
procrastinadores profesionales
posponiendo sine fine vuestro encuentro.
El amor se mide en espacio,
en mera acotación tridimensional,
a saber: profundidad, altura y tacto.
El amor se mide en proximidad,
huye de quienes reniegan de la piel;
no inviertas en quásares lejanos,
evita remotas escolleras virtuales.
El amor se mide en búsqueda.
El amor se mide en saliva.
El amor se mide en recuerdos
(a veces, también, en su ausencia).
El amor se mide en esta soledad
de tarde de febrero de lluvia de domingo
preguntándote “qué podría haber sido si”,
“cómo pudo torcerse todo”, “por qué nada”.
El amor no se mide en perdón.
El amor se mide en angustias y rencores,
en maldiciones, monomanías y quebrantos
(el amor, cagüendios, es una sicopatía).
El amor se mide esencialmente en urgencia,
y maldita sea, majadero quejumbroso,
todo apremio fue siempre tuyo.




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Bando







Grisalla quejumbrosa,
palanganeros del poder,
hombres y mujeres de cartón;
en fin, individuos varios.


Por la presente hago saber
que mis opiniones no están en venta.
No negocio con ellas,
no especulo ni hago descuentos;
tampoco regateo con la vehemencia 
con que me pueda apetecer 
expresarlas.


Mi asco es mío,
también mi libertad.


Por tanto no me pidáis 
que repita eslóganes,
que alabe falsos dioses,
que me autocensure 
o ensalce trajes nuevos
del emperador.


No lo haré,
he elegido bando.
Mi espíritu crítico 
no es materia de mercadeo.


Así, tibios del mundo,
fingidos hipersensibles,
fariseos de la urbanidad,
¡dejadme todos en paz!


Huid por favor de los conflictos, 
no sea que no tengáis razón.
Buscad arrullo en la mayoría,
en el calor blandito de las multitudes,
en el fascismo de la ultracorrección política,
en ese aburguesamiento mental
tan vuestro.


También, os pido, 
encontrad una pareja,
una que jamás cuestione vuestros dogmas,
apologetas domésticos de vosotros mismos,
¡feliz dupla del pensamiento único!,
¡educados y dichosos vegetales!


Y morid ambos bien muertos
del aburrimiento.



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