Cementerio de elefantes rosas





Cementerio de elefantes rosas,
muladar de esqueletos gigantes.
La piel de la sombra del mundo se desgaja
a través de una senda de carcasas.
Mirad, los cazadores furtivos
fueron concienzudos en su trabajo:
asesinaron los sueños,
desangraron la tierra bituminosa,
se quedaron el marfil.
A cambio dejaron este paisaje 
de repugnantes restos orgánicos:
huesos rosas, falanges rosas,
colmillos rosas de paquidermos imposibles,
¡cegadores como la llama del litio!
Cuentan que antes de despellejar la ilusión,
los carniceros dispararon ráfagas al aire;
no hubo justicia en su afán pistolero.
«Lo muerto no sabe volar»,
bramó el idioma de las balas.



No hay en el mundo osario mayor
que este páramo lejano e incomunicado.
Aquí las paredes de los pozos son rizomas;
ocurre cuando el petróleo olvida
que bajo los fondos anóxicos 
no se puede respirar.
«¡Pero no queremos no ser!», 
barritan asustados los elefantes rosas
desde sus enfermas trompas puntiagudas,
desde la probidad de sus orejas sordas.
Resulta grotesco contemplar sus fantasmas 
aferrándose con rabia a la tierra seca,
intentando dejar huellas gaseiformes
sobre esta superficie dura de hueso.
Pero, ¡ay!, lo muerto no deja huella
igual que lo muerto no sabe volar;
porque lo muerto está muerto,
lo extinto acontece insólido
y los elefantes rosas no existen.


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