Mitologías compartidas




Las historias de amor se levantan

sobre mitologías compartidas.

Como el relicario de plata

o la gota amarilla de ámbar,

somos un sumatorio de recuerdos

embellecido por el tiempo.

 

 

Pero nuestro tiempo fue tan breve

que hasta ese recurso se nos negó.

Nosotros no construimos mitologías,

sino anécdotas.

Nunca poseímos proyecto, sino discurso.

 

 

Nos creímos, quizá, un otoño frondoso

y fuimos un minuto de una hora

de una semana perdida de octubre.




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Péplum

 



El auriga, los músculos bruñidos, fija la mirada en las crines enjaezadas de bermellón. Sus caballos galopan con violencia, el Circo Máximo ruge con la fuerza de miles de gargantas. ¡Él es Cayo Apuleyo Diocles, quizá el más grande atleta que haya conocido la humanidad!

El dominus factionis felicita al auriga, hoy ha sumado otra victoria para la facción roja. Tras de ellos, el sparsior refrigera con agua el eje de las ruedas. Debe tener cuidado con los caballos, que piafan de nerviosismo tras la carrera.

El emperador Antonino Pío hace entrega al ganador de la corona de laureles. Ha sido un gran espectáculo, aunque una sombra de duda nubla sus ojos. ¿Podría la fama de este atleta hispano-lusitano competir con la del mismo emperador?

Un espectador aplaude mientras el emperador sostiene la laureola sobre Diocles. Ha apostado a rojo y esta noche se gastará los sestercios en vino y mujeres. Se divierte anticipando los placeres de la noche cuando la grada entera se viene abajo.

El director graba el desplome de la grada lateral del Circo Máximo. Se estima que murieron más de mil doscientas personas en lo que fue la mayor tragedia de la época, fechada en 140 d.c. Los cascotes de corcho caen con fuerza, pronto todo el escenario resulta reducido a polvo y escombros. Bajo las piedras, se adivinan sandalias sin dueño. Los actores ponen cara de horror.

Y usted, espectador, entre la realidad y la ficción, construye ahora este episodio en su cabeza y les hace vivir a todos.

 

 

 

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La roca sobre el río Escabas (verano de 1988)

 




Todos los niños deben superar en algún momento una prueba de valor. Lo mismo puede tratarse de una casa abandonada donde pasar la noche que de arrojarse en bici por la cuesta más asesina de la ciudad. Esa prueba de valor marcará el tránsito del mundo infantil al adolescente.

Esa prueba de valor, en mi caso, habitó en una roca sobre el río Escabas. Una vez superado el pueblo de Cañamares, el río dibujaba meandros hasta llegar a una poza donde se alzaba la roca desde la cual saltaban los mayores. La roca era majestuosa, un promontorio macizo. Desde pequeños habíamos visto a nuestros padres y tíos saltar de esa roca, siempre con admiración. La roca no era cosa de niños, nos advertían. No era suficiente con saltar. A su altura se unía el hecho de que la base de piedra se prolongaba por debajo del río, de tal manera que debías impulsarte hacia delante para evitar romperte la crisma.

La roca sobre el río Escabas daba verdadero miedo. Esa roca acontecía nuestra prueba de valor.

Nos encontrábamos en el verano de 1988 y habíamos cumplido doce años. Todos los primos presentíamos que era el momento, sin embargo nadie daba el paso. Chapoteábamos y espantábamos tábanos. Dentro del río se enfriaba una sandía que más tarde merendaríamos. Como héroes queriendo soslayar su destino, observábamos arrugarse las yemas de nuestros dedos a la vez que interrumpíamos los desplazamientos eléctricos de los zapateros. Río abajo habíamos practicado el salto con piedras de menor envergadura, pero nada comparable a la gran roca que teníamos delante. Entonces, mi primo Iván habló:

—Si tú te atreves, yo me atrevo —dijo.

Me estaba lanzando un desafío. No podía achicarme.

—Vale —respondí.

Escoltados por el resto, ascendimos hasta la gran roca. El hecho de pisar con mis chanclas la superficie irregular de su piedra me provocó un escalofrío. Aquello era territorio vedado, la demarcación de los mayores, una región adulta. Con cuidado me deslicé por su cara exterior hasta el saliente desde donde debía saltar. Comprobé que no era muy ancho y era necesario juntar mis pies para no caer. En ese punto, miré hacia abajo. Lo que nos habían advertido era cierto, la roca se prolongaba bajo el lecho del río y era necesario impulsarte metro y medio para librar el impacto. Sentí miedo. El caudal verdoso del río aparecía como un vientre amenazante. Saltar era hacerlo hacia el abismo. ¿Y si me engullía? ¿Y si una vez comenzaba a hundirme nunca lograba salir?

Tras de mí comenzaron a congregarse voces: «se va a acojonar», «no se atreve», «míralo, está cagao». Era el momento, si me echaba atrás nunca me lo perdonaría. Sin pensar, arrojé un pie hacia delante y con el otro me impulsé cuanto pude. Mi cuerpo salió despedido, me elevé en el aire y luego caí, caí, caí. Igual que el ángel caído, me pareció estar una eternidad cayendo. Y finalmente la colisión con el agua helada, la recepción de la oscuridad, la zambullida en todo su verdor.

—¡Buah, ha sido una pasada! —exclamé al emerger, y era cierto.

Estuvimos el resto del verano saltando desde la roca sobre el río Escabas. Quien más quien menos superó la prueba de valor que proponía. Teníamos doce años, sí, pero saltábamos de la misma roca desde la que saltaban los mayores. Nuestra valentía era análoga, nuestro coraje certificado por ese bautismo más significativo que cualquier experiencia que hubiésemos vivido.

Nuestras pieles estaban morenas y nuestros estómagos llenos. De nuestra boca sólo brotaban risas. Las preocupaciones del mundo adulto quedaban lejos, a la misma distancia que el amor. Las chicas no nos interesaban, sólo el río y las rocas y el sol.






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#zendalibros
#iberdrola
#elveranodemivida




Big Teddy

 




Voy a hablar de ti, Big Teddy. En ningún momento ofreceré datos personales ni coordenadas geográficas que ayuden a ubicarte, pero has de saber que eres tú.  Que se trata de ti y solo de ti, oh, burgomaestre del tedio.

Hoy mi memoria regresa a tu clase para escuchar tu voz lenta y monocorde, engolada de importancia. ¿Qué palabras salían de tu boca? ¿Qué lecciones intentabas transmitir con tus letanías interminables? En verdad resultaba imposible aferrarse a tu diálogo. Como si de un soliloquio se tratase, ni te dignabas a mirarnos a los ojos. Tampoco aceptabas preguntas, la clase reconvertida en claustro cisterciense para mayor gloria del eco de fondo de tu voz. ¡Yo he visto moscas morir de aburrimiento durante tus alocuciones, Big Teddy! Las he perseguido con la vista hasta desvanecerse y caer bajo las reverberaciones de tu garganta. Tus enseñanzas doblegaban las conjeturas pseudoeuclídeas, tu silabeo curvaba el espacio-tiempo de Minkowski: los segundos tenían envergadura de minutos, los minutos se alzaban como horas, las horas como eternidades salidas de algún pozo del infierno. Muchas veces pensé que no conseguiría escapar del bucle intemporal de tu aula, el pupitre mi condena a galeras. Sentía la pizarra venírseme encima, la tarima una frontera ineludible, mis compañeros estatuas de cera. Bajo tus chapas tornábamos alumnos de Schrödinger, vivos y muertos a la vez. Habitábamos una pesadilla lovecraftiana de aire disecado, nuestros ojos adolescentes contemplando un reloj con agujas de plomo.

Tic (….) (.…) (….) Tac. Como un diapasón cruel.

Tic (.…) (.…) (.…) Tac. Eras geológicas a cada latido.

Tic (.…) (.…) (….) Tac. Se reordenaban los continentes, se extinguían algunas especies, se apagaba el sol.

Eras grande, Big Teddy, y lo eras en muchos sentidos. Un pantagruel del hastío, el paladín de la narcolepsia, pero también un gigantón de hermosa papada. De ahí nació tu mote de osito de peluche, Big Teddy, ¿lo pillas? El Gran Tedio, así te llamábamos. Nadie prestaba atención a la radio mal sintonizada que acontecías, pero ¡ah, cuánto te debemos! Quien más quien menos se las ingeniaba para hacer llevadera tu hora. Eras la eucaristía de un tartamudo, un concierto de música sacra, cine iraní. Una tarde de infancia en casa de una tía abuela, eso eras. Se imponía utilizar el ingenio para escapar de la realidad lechosa e irrespirable que levantabas, para huir de ti y la fuerza gravitatoria de tu pesada voz.

Gracias, querido maestro, por aquellos momentos de aburrimiento perfecto. ¡A ti te debo la imaginación, Big Teddy! ¡Contigo empecé a crear mundos, a volar con la mente, a edificar historias que se alzaran sobre la inacabable vulgaridad del mundo!

Mírame, escribo.



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#MiMejorMaestro

Papaventos

 


Cojo tu mano y salimos volando. De una ráfaga abandonamos el prado y alcanzamos las montañas, cuyas cumbres sobrevolamos a golpes de aire. Tú lloras y no pareces feliz, por lo que decido utilizar los céfiros para llevarte hasta la costa. Quizá en las playas encuentres consuelo, pienso. Entonces volamos y volamos, a través de torbellinos violentos, por encima de llanuras yermas, y al final tú te desmayas y asemejas un títere de trapo, y los niños a nuestro paso señalan: «vaya Papá Noel más raro, parece una cometa arrastrando una persona».




#unaNavidaddiferente