Archipiélago



Las residencias de ancianos acontecen como no lugares habitados por no personas, espacios fuera del mundo ocupados por no individuos que se se desecan y mueren en esa no nada adimensional tan suya. Sucedáneos de seres humanos, la sociedad capitalista primero los aparta y luego los olvida: su vida en comunidad nos resulta tan ajena como la de monjas en clausura. Suponen un archipiélago al que ningún Ulises añora ir (o regresar), islas inanes en el océano de la longevidad, temibles arrecifes de coral. Su insularidad compartida solo les atañe a ellos.

Los trabajadores de dichos archipiélagos conforman heraldos invisibles, barqueros del Estigia navegando a diario entre el reino de los vivos y el de los difuntos. Como augures, esos emisarios nos traen noticias desde el más allá: ¿sabéis que la mitad de fallecidos durante esta crisis tuvo lugar en residencias? ¿que los asistentes de dichos centros lo hacemos a menudo sin los equipos de protección necesarios? ¿que los buitres también quisieron privatizar la antesala de la muerte? 

Pero sus voces son ecos abstrusos, sucesos olvidados de la dimensión desconocida, guarismos en una radio mal sintonizada que escuchamos a lo lejos. Porque ¿acaso esos muertos no los habíamos contabilizado ya? Nosotros, los vivos, hacemos de la distancia nuestro parapeto. Somos condescendientes, nuestra indolencia un espejo de monstruosidad, nuestra defensa una pedregosa ausencia de empatía.

¡Mierda!, se hace necesario gritar a los dioses sordomudos. 

¡Mierda!, no estamos muertos si sabemos hacer del archipiélago nuestra rabia. 

Qué ganas de recuperar lo perdido. 

Qué putas ganas de matar buitres a dentelladas.


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