Donde los caimanes






Los hombres. Hay que amar a los hombres. Los hombres son admirables. Tengo ganas de vomitar. Y de pronto ahí está: la Náusea.
—La Náusea, Jean-Paul Sartre—


¿Es imaginable un ciudadano
que no posea un alma de asesino?
—Ciorán—





Ese resquicio tuyo de maldad:
el iracundo ciego,
el receptáculo intemporal del asco,
el reverso oscuro de un anverso con poca luz.
El sociópata tan lleno de desprecio
—incluso, en ocasiones, auto-desprecio—,
proyectando a diario magnicidios
que en su cobardía nunca llevará a cabo.
Allí en el intersticio perverso,
en la arista violenta de tu personalidad,
en el lugar donde habitan demonios
que sin voz no cesan de gritar.
En la mazmorra más profunda,
bien enterrado y, sin embargo, vivo:
el sentimiento zombi de superioridad
(¿de qué? ¿con respecto a qué?).
Bajo las paredes tapizadas de cucarachas
ahítas de ansiedad por su insignificancia,
insectos de áspero tacto familiar.
Entre las heces de tus bondades (¡pffh!),
en ese lugar que no debe ser nombrado
—que no existe, señor juez, ¡se lo juro!—,
pero se respira un insoportable olor a fiemo,
una densa y podrida atmósfera
irrespirable,
inhabitable.


Donde los cadáveres de naufragios

Donde los caimanes.



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Me gusta la palabra








Me gusta la palabra amalgama porque tiene muchas aes;
     la palabra albur porque es sinónimo de vida;
                 la palabra inmarcesible porque sirve para definir todo rencor;
                 la palabra lamentable porque resulta útil en muchas ocasiones.


Me gusta        la palabra oxímoron porque testimonia la hipocresía;
                 la palabra hipocorístico porque corrige crímenes nominales;
                 la palabra librería porque la presiento llena de libros y de olor;
                 la palabra ininteligibilidad porque resulta paradójicamente ininteligible.


Me gusta la palabra lucidez porque es luminosa y ofrece esperanza;
                 la palabra desvalido porque me incita ternura y compasión;
                 la palabra acercanza porque deseo que perdure (y su significado);
                 la palabra evocar porque implica  el regreso de buenos recuerdos.


Me gusta        la palabra absurdidad porque constituye la única ciencia exacta;
                 la palabra expurgo porque entiendo la escritura como una limpieza;
                 la palabra marginalidad porque incluye desobediencia y virtud;
                 la palabra tristeza porque atesora cierto color apagado y gris, hermoso.


Me gusta la palabra amor porque —parcialmente— nos resarce de la muerte;
                 la palabra calorcito porque sólo pronunciarla proporciona calor;
                 la palabra nistagmo porque relampaguea en tus ojos nerviosos;
                 la palabra serendipia porque siempre, siempre… me traslada a ti.


Me gusta la palabra rielante,

                 esmeril,                                        hojaldrado,
inasible,                                 coriáceo,                                            alabear,
                        inane,                                                auspicio,
            melancolía,                ponderar,                   murmullo,
fulgor,             dipsómano,                malabarismo,                        inerme,
                 retintín,                 nasogeniano,                                                trémulo,
              pezón,                                             estalactita…



Me gusta la palabra silencio porque prevalece sobre todas.






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Mis juguetes








Yo, de niño, tenía un cerdito de Lego, Manolo,
al que conferí todos los poderes de Superman.


De forma necesaria, Manolo luchaba día tras día
contra un malvado indio crestado, Ochovidas,
¡inteligente, ágil y escurridizo piel roja!,
que a lomos de su caballo negro, Relámpago,
¡indestructible y arcana fuerza de la naturaleza!,
trataba siempre y sin ningún motivo
de acabar con la vida del pobre Manolo.


La lucha era desigual y pronto Manolo
obtuvo también su caballo compañero
(tanto creía yo en el equilibrio):
un ejemplar dorado, su nombre Lucero,
de enjaezadas crines rubias.


Manolo contra Ochovidas, Lucero vs. Relámpago,
la sempiterna lucha del bien contra el mal,
el viejo conflicto de gorrinos contra iroqueses,
se escenificaba programáticamente
—¡pim, fum, pam, pumba, zasca!—
en el coliseo verde y áspero de mi alfombra.


A veces Ochovidas tornaba invisible
a veces Relámpago echaba fuego por la boca,
a veces ambos aprendían cómo ser intangibles…
¡era la hostia!, pero claro, al final
siempre ganaban los “buenos”
(el maldentado salvaje de Comansi
nunca tuvo la menor opción).


Los buenos, aquellos que determinaba yo.
¡Qué simpleza! ¡Qué satisfacción!
Caprichoso y vanidoso con mi poder,
feliz como no se vuelve a ser feliz.



Como un Dios.




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Cómo fabricar un independentista basko







Coge una noche electoral, 26 de Junio,
y llénala de 137 escaños de ranciedad:
siete millones y medio de disminuidos
que financian las privatizaciones
que apadrinan la corrupción
que dan su aquiescencia a la destrucción
de todo lo público, colectivo o social,
mientras aúllan como retardados
«yo soy español, español, español».


Ellos son, ahí están
los copleros del cretinismo,
la raigambre de la caspa.


Y tú, frente a tu televisor, atónito,
incrédulo, confundido, contrito,
como en una pesadilla de Clive Barker
reprimiendo las arcadas, el gran asco,
intentando ignorar, sin éxito,
ese sabor amargo en la boca
y esa nube negra en los ojos.


¡No quiero tener nada que ver con ello, con ellos!
¡Odio infinito hacia mis conterráneos!
No me duele España, ¡me cansa!
Gora Euskadi! Independenztia!



Y a tomar por culo.




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Radio Dos





02:00 a.m.
El locutor rompía la noche con su voz grave. Ella, insomne, le escuchaba desde la cama.
03:00 a.m.
Él ahuecaba la voz, susurrándole al micrófono palabras tiernas. Ella se dejaba arropar por sus mensajes noctámbulos.
04:00 a.m.
Él, desde la pequeña emisora, alcanzaba a ver la luz de su ventana. Ella, bajo las sábanas, se preguntaba si ningún otro oyente sentiría ese tremor de emoción.
(…)

Él no; él sabía que la cobertura de su señal sólo llegaba hasta su casa.





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Et in arcadia ego?









Ahora que casi parecemos seres racionales.
Ahora que el cerebro reptiliano duerme
en la felicidad primípara de los mamíferos,
en ese líquido amniótico de la correspondencia.
Ahora que no esbozamos simulacros de guerra,
ni treguas puente, ni armisticios endebles,
y en Stalingrado —¡milagro!— impera la paz.
Ahora que nuestra existencia ofende a los dioses,
a los súbditos de la envidia, y a las comadres:
la Santa Milicia de la Correcta Urbanidad.
Ahora que mi personaje alcanzó fisicidad,
terco, utopista y victorioso Augusto Pérez ,
y fuera de las novelas se regocija tangible.
Ahora que el miedo venció, cayó, prescribió,
y bajo el hielo inhóspito se descubrió ternura,
un inesperado mamut de acercanza y calor.
Ahora que un recuerdo vale más que mil quimeras,
y el aliento se engulle crudos los eufemismos,
y el vaho es más elocuente que la desazón.
Ahora, en fin, que aprendimos a apropincuarnos,
y tú no te alejas cuando me acerco yo,
y yo no me alejo si acaso no te acercas tú.



Ahora… ejem,
ahora también tengo miedo:
miedo de que nos caiga un rayo,
miedo de un apocalipsis zombie,
del cáncer, de la bomba H,
o cualquier deus ex machina
que acabe con nosotros:
que muera o que mueras
(si acaso no es lo mismo);


ya sabes, cualquier fatalidad
que confirme el malditismo
y haga buenos los presagios

de los augures del dolor.




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¡Feliz cumpleaños, desgraciado! (expurgo pre-cuarenta)





En el tiempo en que festejaban el día de mi cumpleaños,
yo era feliz y nadie había muerto.
—Fernando Pessoa—



El desgraciado no imagina, proyecta.
El desgraciado no respira, suspira.
El desgraciado no descansa, teme.
El desgraciado no escribe, expurga.


(…)

El desgraciado recuerda, evoca,
habita siempre en su memoria,
próspera en suertes esquivas,
encrucijadas a la izquierda
y albures al reverso.

El desgraciado es un ser autoconsciente,
quizá y desgraciadamente,
la cosa más lamentable.


(…)

Porque el desgraciado conoce su lugar en el universo,
se muestra lúcido con respecto a su insignificancia
y aun así se rebela terco contra su poquedad.

De tal manera,  el desgraciado lamenta y llora,
y, para más inri, de forma culpable, añora 
aquellos tiempos infantilmente imbéciles
cuando sus tristezas se le antojaban elevadas.


(…)

Y es que el desgraciado es (casi)
un anciano de cuarenta años,
espantado por la idea de convertirse en anciano,
una criatura decrépita, doliente y vetusta.

¡Porque el desgraciado ansía ser inmortal!,
¡porque la vejez le acojona!,
¡porque la muerte le asusta!

(tanto si es el final de todo como si no lo es)


(…)

El desgraciado sólo querría meterse en una cama,
escondido a buen recaudo del resto de sus “semejantes”
(nótese la fina mordacidad entrecomillada)
y taparse bajo la frazada por el resto de la eternidad,

Pero el desgraciado, en fin, también teme a la soledad.


(…)

Ya lo veis:
El desgraciado es un pusilánime.
El desgraciado es un puto llorón.
El desgraciado va de guay,¡ay!,
pero es un aprensivo de mierda.

El desgraciado, él,
el antónimo de indulgente.


(…)

En verdad os digo:
¡qué desgracia tan grande
nacer un desgraciado!

El desgraciado, sabedlo, que a estas alturas
se ha comido la mitad de la tarta,
la mitad mejor, más rica, más jugosa…
y concluye que no estaba tan buena.


(…)

Media existencia, siendo optimista:
la esperanza de vida de un neandertal.
«¡Cumpleaños feliz!», canta la escolanía
de niños retardados.

«…y que cumplas muchos más»,
rematan.


(…)

Kafka lo formuló de manera magistral:
«Un cansancio que no proviene de la edad».

Cuarentena preceptiva.
Happy birhday! Zorionak!


Creo que estoy deprimido.





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Tiempo vulgar






Tiempo vulgar,
color beige,
en la sala de espera de los dentistas,
buscando una rueda nueva  para tu coche,
o eligiendo una pieza para el grifo de cocina
(“aireador”, mira tú, resulta que se llama).
Tiempo vulgar,
color marrón,
trabajando para Pantagruel, El Grande,
a cambio de repugnante dinero, entelequia,
que permita pagar ese diente roto, esa rueda,
ese maldito aireador de mierda.
Tiempo vulgar,
color asco e ira,
cada trámite burocrático, cada formulario,
esa jerarquía infame de la administración,
ese funcionario imbécil, Cronos encarnado,
fabricante de tiempo vulgar.
Tiempo vulgar ante el televisor,
tiempo vulgar las redes sociales,
tiempo vulgar los debates intramonos,
tiempo vulgar, por definición,
la compañía de los vulgares.


La lectura, mi locura y tú;
mis paladines contra el tiempo vulgar,
satrapía prevalente de toda vida,
gran grisura, pecado y perversidad.
Cual rabdomante sediento, huyendo,
rastreando a tientas con mi palo de ciego:
¡LA LECTURA, MI LOCURA Y TÚ!

(si acaso no sólo fueran dos cosas)



Consanguinidad de primer grado







Eres hijo antes de abrir los ojos,
hijo incluso antes de respirar.
Ser hijo te antecede:
a tu nombre,
a ti mismo,
a lo que serás.

El hijo anticipa al ser.
La preexistencia  introductoria,
prólogo conceptual de hijo.

Condena de hijo a perpetuidad,
vínculo imperecedero.
Nunca podrás dejar de ser:

Hijo.


Adicionalmente,
en tu párvula adultez
we´re just older children,
                                   after all—,
podrás decidir ampliar al bucle,
incorporarte al círculo,
procrear.

Y heredar un nuevo miedo,
terrible y desconocido,
a la pérdida.

Eres padre.
Abraza ese recién estrenado temor,
nunca te abandonará.


Hijos que tornan en padres
que engendran nuevos hijos
que repercuten en nuevos padres…
—¡qué locura!, ¡qué simplicidad!—
el ciclo orbicular de la vida.

Y preguntar
en el más puro
y machadiano
sentido de la palabra bueno:

¿He sido un buen hijo?
¿He sido un buen padre?
¿He generado suficiente orgullo?
¿He padecido suficiente miedo?

¿He sido un buen hijo?
¿He sido un buen padre?
¿Cumplí expectativas filiales?
¿Mi niño me recordará con amor?


Y afligirme
(corifeo bramando:
«¡lo intentó!, ¡lo intentó!,
¡perdonadle!»):

Mamá, papá, ¿he sido un buen hijo?
Adrián, ¿he sido un buen padre?
¿Mi existencia valió la pena?
¿La valdrá la tuya, hijo mío?




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Instrucciones para morir correctamente






Si atendemos al hecho de morir como un trance ineludible, lo primero que debemos afrontar es la absurdidad de temerlo. Yo moriré, tú morirás, él morirá, así que procedamos a estipular el cómo acometer dicho acto forzoso, no facultativo, de forma correcta. Es importante reparar en la limpieza del deceso, considerando todas las culturas de mal gusto dejar un reguero de vísceras y sangre que otro ser vivo, reprimiendo las arcadas casi con toda probabilidad, tendrá ulteriormente que recoger, por no mencionar la costosa higienización de la zona que será necesaria. Así que, por favor, sea limpio. Tampoco conviene fallecer delante de otras personas, por educación y sana urbanidad, ni proferir crispados sonidos de alarma que alerten a miembros de la comunidad, recomendando convertir el óbito en un acto privado y personal, íntimo, como el cine y la televisión vienen escondiendo con regularidad, talmente. Morir es un hecho consubstancial suyo y de nadie más, no lo olvide. Llegado el momento de morir, si acaso éste no le sorprende antes accidentalmente, instamos desde aquí a elegir el instante precioso uno mismo, salvo que marchitarse sobre una cama de hospital u hojaldrarse de aburrimiento en algún triste hospicio de tabiques amarillos le parezcan a usted opciones satisfactorias. Si atiende nuestro consejo y elige su propio momento, no olvide con carácter previo convocar a sus seres queridos para despedirse, desprendiéndose verbalmente de todo aquello que lamentaría a futuro haber dejado sin decir: gratitudes, declaraciones de amor, arrepentimientos, lamentos y pesadumbres varias. Recuerde que después ya no tendrá ocasión, así que sea considerado y evite la descortesía de fallecer sin realizar este ejercicio. Luego ya, si eso, muérase; ordenada, higiénica, callada e intrínsecamente, como le hemos indicado. Y para siempre.





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