Hagamos el calor





Es febrero y hace frío. El aire huele a castañas y metal. La niebla y el cierzo dibujan sombras sobre el empedrado de la Plaza Navarra. Hace tanto frío que la realidad parece filtrada a través de una gasa, desde una dimensión feérica.

Esta ciudad en invierno, piensa, es una película sepia.

«¿Cuánto tardará?», y repasa de nuevo la hora. Altanero y majestuoso, el Edificio del Círculo Oscense le observa con su arrogancia finisecular. Las luces de las farolas parpadean con reflejos naranjas, rielantes, tiritando ellas también. Se frota las manos, ¡qué frío hace! Pronto anochecerá, una noche oscura como el desamparo.

Café del Arte, reza un rótulo a su derecha, pero él interpreta: Café de Helarte. Y entonces, subiendo por la Calle Alcoraz, trayendo consigo —o eso le parece a él— el dulzor del marrón glacé de Vilas, aparece ella. No se lo piensa, la aborda:

—Hagamos el calor —todos sus discursos preparados se refunden, ¡ay!, en esa frase espontánea.

Ella hace un aspaviento, probablemente asustada. ¿Por qué habrá dicho semejante boutadé?, se lamenta él. Sus lagrimales congelados le impiden llorar; se siente empequeñecer, avergonzado, hundiéndose en un color opaco y esfumado. Entonces, inopinadamente, con la boca levemente arqueada, ella esboza una sonrisa: una sonrisa que no es grotesca ni burlona, sino simplemente indulgente. Simpática, incluso.

—Hagamos el calor —repite ella.

La antigua cafetería deja entrar a la improvisada pareja. Anónimos y desconocidos, piden un café, eligen con timidez una mesa, se miran. Hablan.


Y hacen el calor.







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Hacia el alelo único







El locutor de radio en el manicomio de sordos,
gritando:
«Los escritores destrozamos el mundo»


Todos los que alguna vez enlazamos palabras,
quienes buscamos una intención reflexiva tras ellas,
creando una ficción que defina de algún modo la realidad,
destrozamos el mundo.
Los aduladores vacuos que redactamos los panegíricos,
las leyendas vulgares que darán forma a las religiones,
los discursos matrimoniales que harán llorar a las viejas,
nosotros, destrozamos el mundo.


¿No lo advertís? Este coto de existencia
es un lugar tosco, un calabozo grosero,
y  nosotros meros comerciantes bereberes,
vendiéndoos hipótesis, cuentos, fantasías,
la entelequia de una profundidad oculta
tras el ser humano.


El Humanismo es un invento nuestro,
como lo es la fe, cualquier fe, la tuya,
esa a la que tu miedo hace aferrarte.
No hay grandeza en el ser humano;
el “amor romántico” es un postulado,
juegos florales, humo, mero artificio.


El poeta es un fingidor, que dice Pessoa.
Pero no, peor, ¡el poeta es un impostor!
Impostores todos, escribas fariseos,
incluso aquellos que habitan los espejos.


No más mentiras, frustraciones, quimeras,
se hace necesario un pogromo sanador:
¡que alguien derribe nuestras ínfulas!
¡Que entierren bajo el barro nuestra presunción!
Mátennos, aniquílennos, a la hoguera con nosotros,
hasta erradicar las deletéreas ideas de mierda,
hasta apagar el germen del último juntaletras,
holocausto de sangre hacia la completa extinción.


Que la sociedad muestre el desierto que esconde,
adaptación al medio, alelo único, homogeneidad,
el futuro pertenece a los ignorantes.


Un retorno a la caverna sin Platón;

un regreso a la felicidad de los primates.









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