Es
febrero y hace frío. El aire huele a castañas y metal. La niebla y el cierzo dibujan
sombras sobre el empedrado de la Plaza Navarra. Hace tanto frío que la realidad
parece filtrada a través de una gasa, desde una dimensión feérica.
Esta
ciudad en invierno, piensa, es una película sepia.
«¿Cuánto
tardará?», y repasa de nuevo la hora. Altanero y majestuoso, el Edificio del
Círculo Oscense le observa con su arrogancia finisecular. Las luces de las farolas
parpadean con reflejos naranjas, rielantes, tiritando ellas también. Se frota
las manos, ¡qué frío hace! Pronto anochecerá, una noche oscura como el
desamparo.
Café del Arte, reza un rótulo a su derecha, pero él
interpreta: Café de Helarte. Y entonces, subiendo por la Calle Alcoraz, trayendo
consigo —o eso le parece a él— el dulzor del marrón glacé de Vilas, aparece
ella. No se lo piensa, la aborda:
—Hagamos el calor —todos sus discursos
preparados se refunden, ¡ay!, en esa frase espontánea.
Ella
hace un aspaviento, probablemente asustada. ¿Por qué habrá dicho semejante boutadé?, se lamenta él. Sus lagrimales
congelados le impiden llorar; se siente empequeñecer, avergonzado, hundiéndose en
un color opaco y esfumado. Entonces, inopinadamente, con la boca levemente
arqueada, ella esboza una sonrisa: una sonrisa que no es grotesca ni burlona,
sino simplemente indulgente. Simpática, incluso.
—Hagamos el calor —repite ella.
La
antigua cafetería deja entrar a la improvisada pareja. Anónimos y desconocidos,
piden un café, eligen con timidez una mesa, se miran. Hablan.
Y
hacen el calor.
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