Ese libro deshojado







Lo encontré, por casualidad,
en una librería de viejo:
la portada era atractiva,
la sinopsis, sugerente;
su interior anunciaba
aventuras, pasiones,
remolinos encendidos,
verdades universales…
Me lo llevé, ¡cómo no!,
pagando un precio desorbitado,
hipotecándome la vida
de facto, por aquel ejemplar
y mi conjetura en su unicidad.
Mas, según fui caminando,
a cada paso que avanzaba
cayeron por el camino
todas las descosidas hojas
de aquel libro tan caro.
Páginas y páginas sin leer
declinaron por el suelo,
enmoquetando el otoño
con su frazada de papel.
Esforzadamente loco,
como un cazador de aire,
intenté en vano rescatar alguna,
limpiándolas el fango
con lágrimas de lector.
Pero, ¡ay!, qué desespero,
mi chiribita deshojada:
aquellas que logré salvar
estaban todas en blanco.

De la misma manera
que un ciego mira el Sol,
es a veces, aún hoy,
que observo aquel libro
que nunca llegué a leer.
Ahora ocupa un lugar
de privilegio en mi biblioteca,
junto al Libro del Desasosiego
y los Diarios de Pizarnik,
cerca de La balada del café triste
y letras de análogo dolor.
Y sucede, mi anhelo incunable,
así, algunas noches,  
que me da, desde lejos,
por escrutarlo sobre su templo
de melamina y ácaros,
e inicio con él un diálogo silente:
entonces fantaseo, transmigro,
viajo por las serifas invisibles
de su tipografía de nunca,
donde personajes bizarros,
metaliterarios y absurdos,
conversan intrincados diálogos
con pretensiones de conducir
a enclaves de física solidez;
imagino hasta la arcada, vaya,
los mil y un argumentos
más medio centenar de elipsis
que podría haber contenido
en su inabordable vacuidad
y muy incluso a su pesar.


Y es la cosa, cada noche,
la misma lastimera conclusión:
«¡NO! —braceando ante lo inasible—.
No es posible, no, asúmelo…

no vas a poder pasar página

en ese libro sin hojas.»









What else?








Esta historia comienza con un rayo de Sol madurando una minúscula semilla que duerme dentro de una mazorca perteneciente a una preciosa planta del Theobroma Cacao, la planta del cacao. ¿Dónde? No sabría decir con precisión dónde nos encontramos. El hermetismo de este Continente es legendario y los niños esclavos son todos iguales, clónicos en sus semblantes tristes. En cualquier caso, estamos en África; en Costa de Marfil, probablemente.

Oh, el cacao. También llamado el “Alimento de los Dioses”. Observad esa mazorca de medio kilo cómo es arrancada enérgicamente de su planta por una mano infantil. Coriácea a pesar de su corta edad. Endurecida en un movimiento repetido un millón de veces, mil millones de veces, cien mil millones de veces. Pero esa mano que la recoge apenas disfruta un segundo de su posesión, es fugaz el instante de quien la ha cuidado y visto crecer. La mazorca que contiene la semilla protagonista de esta historia va a un cesto donde le aguardan sus semejantes y de ahí rápidamente a otro montón, al poblado donde dunas de mazorcas se amontonan hasta el horizonte a la espera de que otros niños, ni siquiera adolescentes, abran sus vainas con afilados machetes. Es en este punto donde la semilla ve por primera vez la luz, donde se mezcla con otras variedades, donde unos y otros granos de cacao, traídos de no se sabe dónde, se arremolinan entre la confusión y su procedencia se difumina. Aquí ¡oh, milagro! nuestra semilla ha extraviado por ensalmo su identidad de producto “hecho por esclavos”. La catalogación es imposible en este anárquico maremagnum de semillas.

Es entonces cuando llega él: el intermediario. La mera mención de su nombre suscita terror. Es él quien marca el precio del “oro marrón”, el demiurgo que chantajea y asfixia a los productores. Nunca pregunta de dónde proviene, al contrario. Es su labor y no otra lograr que ese cacao huérfano de origen sea incluso más anónimo. Y hace bien su trabajo: lo compra y lo traslada a gigantes almacenes propiedad de una multinacional que mediante este subterfugio, a través de él, su títere, ha sabido lavarse las manos, fingiendo inocencia, amparándose en una pretendida ignorancia que en realidad no es tal. Pero se lo han sabido montar bien. No en vano son suizos, su precisión es legendaria.

Seguro que a estas alturas sabes ya de quiénes se tratan, ¿necesito decir su nombre? Es fácil, es el primer grupo alimentario del mundo, esa misma compañía que hace tres décadas empleó marketing engañoso en el Tercer Mundo para convencer a las madres de que su leche en polvo era mejor que amamantar a sus hijos. Esa que  hace no mucho reclamó 6 millones de dólares a una Etiopía en hambruna por una nacionalización de 1975. Ya sabes quiénes son, sí, ¿verdad?  
   
Pues bien, es esa compañía quien coge la semilla protagonista de nuestra historia, la tuesta, la muele y la divide en miles de partículas de cacao. Pero a estas partículas infinitesimales aún le queda un largo viaje. Este “oro marrón” aún se dividirá y viajará a lejanas factorías donde la multinacional elaborará sus famosos y deliciosos chocolates con leche (mire en su nevera, probablemente tenga una tableta), los yogures más cremosos, los más exquisitos helados, el café expreso más intenso… El término “Comercio Justo” es un eufemismo tratándose de ellos, ¿pero a quién carajo le importa? Son dioses, es imposible sustraerse a la calidad de sus productos. Su imagen corporativa es inmaculada; el chocolate que hacen, cojonudo. Eso es lo importante.

Así, dado su poder, no es de extrañar que en un alarde mediático sean incluso capaces de gastarse una millonada nota ‘ad hoc’: 50 centavos al día cobran algunos niños recolectores, los más afortunados, a un mundo de distancia de allí en contratar a ese guapo actor de Hollywood para que promocione su marca. Obsérvenle: es fornido, morenazo, apuesto, su mirada masculina derrite glaciares. Y sostiene en su mano un humeante y espeso capuchino, ¡qué delicia de anuncio! Fíjense bien en él porque a ese capuchino ha ido a parar una subatómica parte de aquella semilla de cacao con la que comenzaba nuestra historia ¿se acuerdan aún?, así que no dejen de advertir cómo ésta se introduce en su boca, cómo tizna levemente sus incisivos perfectos, cómo baja por su esófago mientras ensaya ante la cámara la sonrisa del millón, arquea levemente una ceja y desde el otro lado del televisor y esto es lo peor, lo más insoportable, el hecho de que nos lo pregunte como si conociera todo el proceso y le diera igual, como si todavía nos estuviera vacilando el muy cabrón el comprometido actor nos inquiere seductoramente:

¿Y qué más?

















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Este relato obtuvo un áccesit-mención especial n el IV Certamen de Relatos Solidarios "Osmundo Bilbao Garamendi" convocado por la Asociación Alez Ale de Muskiz en el año 2010.



Algo que decir sobre el club de fans de Glenn Medeiros







La única diferencia entre un capricho y una pasión eterna
es que un capricho dura un poco más
—Oscar Wilde—


¡Huid, muchachas, del amor eterno!
Huid de los hombres que os lo prometen,
embusteros de solemne imbecilidad
que creen poder reconocerse en el futuro;
príncipes azules de lengua rosa, almidonada,
de peluche, escupiendo falacias
como un payaso hincha globos.
¡Escapad, chiquillas, de ellos!
Anémicos sentimentales sin media hostia,
mendaces trasuntos de Glenn Medeiros,
pusilánimes gurruminos de su club de fans
—«nada cambiará mi amor por ti»—,
más cursis que un powerpoint con arcoíris,
y maripositas, y estrellitas, y esas cosas.


¿Es que no lo veis, tras sus fuegos de artificio?
Tan solo os quieren follar (igual que todos,
por otra parte); pero puestos a elegir
quedaros con alguien que os cante
verdades absolutas: que los bancos
de los cementerios traslucen salas de espera,
que la lluvia es un estado de ánimo,
que respirar no supone necesariamente
un acto voluntario o que la felicidad habita
donde siempre ha habitado: en los anuncios.
El Amor y vuestra unicidad, mocitas,
son algo efímero, esa es otra verdad;
prosaica y poco amable —lo sé, joder—,
pero con ese tacto coriáceo de las certezas.


Lo demás, princesas,  ya son putas ganas
de engañarse y de dejarse decepcionar.





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