Esta historia comienza con
un rayo de Sol madurando una minúscula semilla que duerme dentro de una mazorca
perteneciente a una preciosa planta del Theobroma
Cacao, la planta del cacao. ¿Dónde? No sabría decir con precisión dónde nos
encontramos. El hermetismo de este Continente es legendario y los niños
esclavos son todos iguales, clónicos en sus semblantes tristes. En cualquier
caso, estamos en África; en Costa de Marfil, probablemente.
Oh, el cacao. También llamado
el “Alimento de los Dioses”. Observad esa mazorca de medio kilo cómo es arrancada
enérgicamente de su planta por una mano infantil. Coriácea a pesar de su corta
edad. Endurecida en un movimiento repetido un millón de veces, mil millones de
veces, cien mil millones de veces. Pero esa mano que la recoge apenas disfruta
un segundo de su posesión, es fugaz el instante de quien la ha cuidado y visto
crecer. La mazorca que contiene la semilla protagonista de esta historia va a
un cesto donde le aguardan sus semejantes y de ahí rápidamente a otro montón,
al poblado donde dunas de mazorcas se amontonan hasta el horizonte a la espera
de que otros niños, ni siquiera adolescentes, abran sus vainas con afilados
machetes. Es en este punto donde la semilla ve por primera vez la luz, donde se
mezcla con otras variedades, donde unos y otros granos de cacao, traídos de no
se sabe dónde, se arremolinan entre la confusión y su procedencia se difumina.
Aquí ─¡oh,
milagro!─ nuestra semilla ha extraviado por ensalmo su identidad
de producto “hecho por esclavos”. La catalogación es imposible en este
anárquico maremagnum de semillas.
Es entonces cuando llega él:
el intermediario. La mera mención de su nombre suscita terror. Es él quien
marca el precio del “oro marrón”, el demiurgo que chantajea y asfixia a los
productores. Nunca pregunta de dónde proviene, al contrario. Es su labor ─y no
otra─
lograr que ese cacao huérfano de origen sea incluso más anónimo. Y hace bien su
trabajo: lo compra y lo traslada a gigantes almacenes propiedad de una
multinacional que mediante este subterfugio, a través de él, su títere, ha
sabido lavarse las manos, fingiendo inocencia, amparándose en una pretendida
ignorancia que en realidad no es tal. Pero se lo han sabido montar bien. No en
vano son suizos, su precisión es legendaria.
Seguro que a estas alturas
sabes ya de quiénes se tratan, ¿necesito decir su nombre? Es fácil, es el
primer grupo alimentario del mundo, esa misma compañía que hace tres décadas
empleó marketing engañoso en el Tercer Mundo para convencer a las madres de que
su leche en polvo era mejor que amamantar a sus hijos. Esa que hace no mucho reclamó 6 millones de dólares a
una Etiopía en hambruna por una nacionalización de 1975. Ya sabes quiénes son,
sí, ¿verdad?
Pues bien, es esa compañía
quien coge la semilla protagonista de nuestra historia, la tuesta, la muele y
la divide en miles de partículas de cacao. Pero a estas partículas
infinitesimales aún le queda un largo viaje. Este “oro marrón” aún se dividirá
y viajará a lejanas factorías donde la multinacional elaborará sus famosos y
deliciosos chocolates con leche (mire en su nevera, probablemente tenga una
tableta), los yogures más cremosos, los más exquisitos helados, el café expreso
más intenso… El término “Comercio Justo” es un eufemismo tratándose de ellos,
¿pero a quién carajo le importa? Son dioses, es imposible sustraerse a la
calidad de sus productos. Su imagen corporativa es inmaculada; el chocolate que
hacen, cojonudo. Eso es lo importante.
Así, dado su poder, no es de
extrañar que en un alarde mediático sean incluso capaces de gastarse una
millonada ─nota ‘ad hoc’: 50 centavos al día cobran algunos niños
recolectores, los más afortunados, a un mundo de distancia de allí─ en
contratar a ese guapo actor de Hollywood para que promocione su marca.
Obsérvenle: es fornido, morenazo, apuesto, su mirada masculina derrite
glaciares. Y sostiene en su mano un humeante y espeso capuchino, ¡qué delicia
de anuncio! Fíjense bien en él porque a ese capuchino ha ido a parar una
subatómica parte de aquella semilla de cacao con la que comenzaba nuestra
historia ─¿se acuerdan aún?─, así que no dejen de
advertir cómo ésta se introduce en su boca, cómo tizna levemente sus incisivos
perfectos, cómo baja por su esófago mientras ensaya ante la cámara la sonrisa
del millón, arquea levemente una ceja y desde el otro lado del televisor ─y
esto es lo peor, lo más insoportable, el hecho de que nos lo pregunte como si
conociera todo el proceso y le diera igual, como si todavía nos estuviera
vacilando el muy cabrón─ el comprometido actor nos inquiere
seductoramente:
—¿Y
qué más?
_____________________________
Este relato obtuvo un áccesit-mención especial n el IV Certamen de Relatos Solidarios "Osmundo Bilbao Garamendi" convocado por la Asociación Alez Ale de Muskiz en el año 2010.
¿Qué más? Pues nos queda el comercio justo, al menos, si no podemos prescindir ni del oro marrón ni del negro (y no me refiero al petróleo sino al café, por poner otro ejemplo). Y quedan los Iphone, los IPad, los móviles de cualquier factura... Y el infinito.
ResponderEliminarSuscribo de pé a pá.