Ese libro deshojado







Lo encontré, por casualidad,
en una librería de viejo:
la portada era atractiva,
la sinopsis, sugerente;
su interior anunciaba
aventuras, pasiones,
remolinos encendidos,
verdades universales…
Me lo llevé, ¡cómo no!,
pagando un precio desorbitado,
hipotecándome la vida
de facto, por aquel ejemplar
y mi conjetura en su unicidad.
Mas, según fui caminando,
a cada paso que avanzaba
cayeron por el camino
todas las descosidas hojas
de aquel libro tan caro.
Páginas y páginas sin leer
declinaron por el suelo,
enmoquetando el otoño
con su frazada de papel.
Esforzadamente loco,
como un cazador de aire,
intenté en vano rescatar alguna,
limpiándolas el fango
con lágrimas de lector.
Pero, ¡ay!, qué desespero,
mi chiribita deshojada:
aquellas que logré salvar
estaban todas en blanco.

De la misma manera
que un ciego mira el Sol,
es a veces, aún hoy,
que observo aquel libro
que nunca llegué a leer.
Ahora ocupa un lugar
de privilegio en mi biblioteca,
junto al Libro del Desasosiego
y los Diarios de Pizarnik,
cerca de La balada del café triste
y letras de análogo dolor.
Y sucede, mi anhelo incunable,
así, algunas noches,  
que me da, desde lejos,
por escrutarlo sobre su templo
de melamina y ácaros,
e inicio con él un diálogo silente:
entonces fantaseo, transmigro,
viajo por las serifas invisibles
de su tipografía de nunca,
donde personajes bizarros,
metaliterarios y absurdos,
conversan intrincados diálogos
con pretensiones de conducir
a enclaves de física solidez;
imagino hasta la arcada, vaya,
los mil y un argumentos
más medio centenar de elipsis
que podría haber contenido
en su inabordable vacuidad
y muy incluso a su pesar.


Y es la cosa, cada noche,
la misma lastimera conclusión:
«¡NO! —braceando ante lo inasible—.
No es posible, no, asúmelo…

no vas a poder pasar página

en ese libro sin hojas.»









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