La única diferencia entre un capricho y
una pasión eterna
es que un capricho dura un poco más
—Oscar Wilde—
¡Huid,
muchachas, del amor eterno!
Huid
de los hombres que os lo prometen,
embusteros
de solemne imbecilidad
que
creen poder reconocerse en el futuro;
príncipes azules de lengua rosa,
almidonada,
de
peluche, escupiendo falacias
como
un payaso hincha globos.
¡Escapad,
chiquillas, de ellos!
Anémicos
sentimentales sin media hostia,
mendaces
trasuntos de Glenn Medeiros,
pusilánimes
gurruminos de su club de fans
—«nada cambiará mi amor por ti»—,
más
cursis que un powerpoint con arcoíris,
y
maripositas, y estrellitas, y esas cosas.
¿Es
que no lo veis, tras sus fuegos de artificio?
Tan
solo os quieren follar (igual que todos,
por
otra parte); pero puestos a elegir
quedaros
con alguien que os cante
verdades
absolutas: que los bancos
de
los cementerios traslucen salas de espera,
que
la lluvia es un estado de ánimo,
que
respirar no supone necesariamente
un
acto voluntario o que la felicidad habita
donde
siempre ha habitado: en los anuncios.
El
Amor y vuestra unicidad, mocitas,
son
algo efímero, esa es otra verdad;
prosaica
y poco amable —lo sé, joder—,
pero
con ese tacto coriáceo de las certezas.
Lo
demás, princesas, ya son putas ganas
de
engañarse y de dejarse decepcionar.
.
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