Todos los niños deben superar en algún momento una
prueba de valor. Lo mismo puede tratarse de una casa abandonada donde pasar la
noche que de arrojarse en bici por la cuesta más asesina de la ciudad. Esa prueba
de valor marcará el tránsito del mundo infantil al adolescente.
Esa prueba de valor, en mi caso, habitó en una roca
sobre el río Escabas. Una vez superado el pueblo de Cañamares, el río dibujaba
meandros hasta llegar a una poza donde se alzaba la roca desde la cual saltaban
los mayores. La roca era majestuosa, un promontorio macizo. Desde pequeños
habíamos visto a nuestros padres y tíos saltar de esa roca, siempre con
admiración. La roca no era cosa de niños, nos advertían. No era suficiente con
saltar. A su altura se unía el hecho de que la base de piedra se prolongaba por
debajo del río, de tal manera que debías impulsarte hacia delante para evitar
romperte la crisma.
La roca sobre el río Escabas daba verdadero miedo.
Esa roca acontecía nuestra prueba de valor.
Nos encontrábamos en el verano de 1988 y habíamos
cumplido doce años. Todos los primos presentíamos que era el momento, sin
embargo nadie daba el paso. Chapoteábamos y espantábamos tábanos. Dentro del
río se enfriaba una sandía que más tarde merendaríamos. Como héroes queriendo
soslayar su destino, observábamos arrugarse las yemas de nuestros dedos a la
vez que interrumpíamos los desplazamientos eléctricos de los zapateros. Río
abajo habíamos practicado el salto con piedras de menor envergadura, pero nada
comparable a la gran roca que teníamos delante. Entonces, mi primo Iván habló:
—Si tú te atreves, yo me atrevo —dijo.
Me estaba lanzando un desafío. No podía achicarme.
—Vale —respondí.
Escoltados por el resto, ascendimos hasta la gran
roca. El hecho de pisar con mis chanclas la superficie irregular de su piedra
me provocó un escalofrío. Aquello era territorio vedado, la demarcación de los
mayores, una región adulta. Con cuidado me deslicé por su cara exterior hasta
el saliente desde donde debía saltar. Comprobé que no era muy ancho y era
necesario juntar mis pies para no caer. En ese punto, miré hacia abajo. Lo que
nos habían advertido era cierto, la roca se prolongaba bajo el lecho del río y
era necesario impulsarte metro y medio para librar el impacto. Sentí miedo. El
caudal verdoso del río aparecía como un vientre amenazante. Saltar era hacerlo
hacia el abismo. ¿Y si me engullía? ¿Y si una vez comenzaba a hundirme nunca
lograba salir?
Tras de mí comenzaron a congregarse voces: «se va a
acojonar», «no se atreve», «míralo, está cagao». Era el momento, si me echaba
atrás nunca me lo perdonaría. Sin pensar, arrojé un pie hacia delante y con el
otro me impulsé cuanto pude. Mi cuerpo salió despedido, me elevé en el aire y
luego caí, caí, caí. Igual que el ángel caído, me pareció estar una eternidad
cayendo. Y finalmente la colisión con el agua helada, la recepción de la
oscuridad, la zambullida en todo su verdor.
—¡Buah, ha sido una pasada! —exclamé al emerger, y era
cierto.
Estuvimos el resto del verano saltando desde la
roca sobre el río Escabas. Quien más quien menos superó la prueba de valor que proponía.
Teníamos doce años, sí, pero saltábamos de la misma roca desde la que saltaban
los mayores. Nuestra valentía era análoga, nuestro coraje certificado por ese bautismo
más significativo que cualquier experiencia que hubiésemos vivido.
Nuestras pieles estaban morenas y nuestros estómagos
llenos. De nuestra boca sólo brotaban risas. Las preocupaciones del mundo
adulto quedaban lejos, a la misma distancia que el amor. Las chicas no nos
interesaban, sólo el río y las rocas y el sol.
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#zendalibros
#iberdrola
#elveranodemivida
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