El
auriga, los músculos bruñidos, fija la mirada en las crines enjaezadas de
bermellón. Sus caballos galopan con violencia, el Circo Máximo ruge con la
fuerza de miles de gargantas. ¡Él es Cayo Apuleyo Diocles, quizá el más grande
atleta que haya conocido la humanidad!
El dominus factionis felicita al auriga,
hoy ha sumado otra victoria para la facción roja. Tras de ellos, el sparsior refrigera con agua el eje de
las ruedas. Debe tener cuidado con los caballos, que piafan de nerviosismo tras
la carrera.
El
emperador Antonino Pío hace entrega al ganador de la corona de laureles. Ha
sido un gran espectáculo, aunque una sombra de duda nubla sus ojos. ¿Podría la
fama de este atleta hispano-lusitano competir con la del mismo emperador?
Un espectador
aplaude mientras el emperador sostiene la laureola sobre Diocles. Ha apostado a
rojo y esta noche se gastará los sestercios en vino y mujeres. Se divierte anticipando
los placeres de la noche cuando la grada entera se viene abajo.
El
director graba el desplome de la grada lateral del Circo Máximo. Se estima que
murieron más de mil doscientas personas en lo que fue la mayor tragedia de la
época, fechada en 140 d.c. Los cascotes de corcho caen con fuerza, pronto todo el
escenario resulta reducido a polvo y escombros. Bajo las piedras, se adivinan
sandalias sin dueño. Los actores ponen cara de horror.
Y usted,
espectador, entre la realidad y la ficción, construye ahora este episodio en su
cabeza y les hace vivir a todos.
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