«La
esperanza es una virtud
de
esclavos», dejó escrito Ciorán.
La esperanza
como un ancla,
toda
expectativa de felicidad
una rémora en
el alma.
Por tanto, es
inherente a la libertad
demandar una
absoluta desesperanza:
un
desprenderse de uno mismo,
de tu
conciencia social,
de tu
normalización,
de tus
afecciones,
de tu homogeneización
absorbido por
la grey;
abjurar de esa
ilusión emocional,
—qué mal anuncio de Coca-Cola—
que suponen
perspectivas mejores.
«Los que aquí entran,
abandonen toda esperanza»,
frase mal
atribuida al Infierno.
¡Se trata de
la frase de la vida!
Y aprender,
crecer, dar el salto,
apostatar de
tu pasado,
auto-expurgarse,
para asumir
una existencia digna
como
heroinómano en Bolivia,
hosco ermitaño
en Finlandia,
o el más
tirado de los vagabundos
—orgulloso,
solo y rendido,
fardo inane e
inerme—
en algún vertedero
de Detroit.
Un hombre sin
esperanza
es un hombre
sin futuro,
un asustado
hombre sin miedo.
Un desertor del
yo,
esto es:
un hombre
libre.
.
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