No lo vendo.
No lo cedo.
No lo regalo.
Hablo de esa parte
que no entrego a nadie:
un diamante oscuro,
un ápex luminoso
que nadie jamás
me logrará arrebatar.
Llámalo integridad,
llámalo carácter,
equivócate llamándolo
orgullo,
ese pequeño ápex
será cuanto quede de mí.
Sobrevivirá a las llamas del
crematorio,
ni el núcleo del sol podrá
hacerlo cenizas;
un fragmento de
indestructible dignidad
capaz de surfear sobre ríos
de magma.
Tampoco permitirán mis
restos mortales
que me lo quiten: observa a
los gusanos
rompiéndose los dientes
contra él,
a cientos de buitres
masticando confundidos
—ya probaron, en vida—,
intentando, en vano,
mellarlo.
La partícula más pequeña
y sin embargo más
inalterable:
el ápex prevalecerá arrogante
emitiendo destellos,
poliédricos guiños,
ufano en su
invulnerabilidad.
Los brillos negros sobre su
superficie
reflejan un pasado de
desobediencia.
Su rostro es la máscara del
desprecio,
nace el relámpago de sus
ojos,
la violencia de su mandíbula
escupe sobre la servidumbre.
Centímetro de acracia,
irreductible corazón de
obsidiana,
¡fortaleza de lonsdaleíta!,
su interior adamantino,
impenetrable,
sabe deshacer una conjetura:
«¿La forma más simple de ser
libre?
Negarse a ser súbdito.»
Imagina su poder.
El ápex meándose
sobre las gemas del
infinito.
«No lo vendas.»
«No lo cedas.»
«No lo regales.»
Refulge.
.
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