El coloquio de rayones

 




Todos los humanos son egoístas, tienen un don para el individualismo. Les gusta utilizar posesivos («mi», «mío», «nuestro») cuando se refieren a su especie y pocas veces reparan en las demás. O si lo hacen, ejecutan sus actos con un sentimiento de superioridad. Quiero decir con esto que no nos ven o sólo nos ven con ojos codiciosos. Somos algo a cazar o amaestrar, compañía o comida. En ambos casos, la dominación forma parte de su conducta. Los seres humanos son ánforas vacías desprovistas de humanidad, valga la paradoja.

Dejamos atrás la carretera, ahora todo está en calma. Gruñimos y avanzamos por la dehesa, manchas del color del petróleo sobre un lienzo borroso. Nos rodea una niebla densa como drupa, lechosa, feérica, la realidad filtrándose a través de una gasa. Apenas se ve, utilizamos nuestros hocicos para olisquear y guiarnos. Obediente, la camada de cuatro me sigue mientras nos desplegamos por los campos. Luego les regalaré un baño de barro.

Trotan disciplinados y a paso rápido, mis adorables cachorros. Mis retoños con ojitos de wombat. Son jóvenes y tiernos, los trazos horizontales de su librea un reclamo para depredadores. El peor de todos ellos, el ser humano. El ser humano acontece un cofre sumergido, un pozo que sólo alberga oscuridad. Esto los jabalís lo sabemos y es por ello inacabable nuestro desprecio. 

Por ello rehuimos a los humanos. Por ello enseñamos a nuestros hijos a evitarlos y esconder su rastro.

Pero a veces, ¡ay!, se hace imposible. A veces es el ser humano quien va hacia ti de forma ineludible. Como hace un momento, en la carretera, durante nuestro tránsito matutino en búsqueda de comida: yo, la jabalina, iba delante; mis crías un paso atrás. El monstruo de metal ha aparecido de la nada, ululando un ronroneo de muerte. 

Un rayo cortando la calígine con sus ojos luminosos. Un relámpago a través del frío.

—¡Cuidado! —se ha escuchado un grito que no ha obtenido eco en los campos despoblados.

Entonces la máquina ha esquivado nuestros cuerpos. Como si eludiera una pared invisible, ha abandonado el asfalto y luego ha girado sobre sí misma, una, dos, tres veces. El estrépito de herramientas ha asustado a mis hijos, que se han revuelto agitados. He tenido que tranquilizarlos. Luego, me he acercado hacia el automóvil: una columna de vapor ascendía desde sus entrañas, Sus ruedas giraban por la inercia como un tiovivo que ignorara que su destino era ir a ninguna parte. En su interior, bocabajo, había dos humanos, uno de los cuales tenía los ojos cerrados. Pero el otro me miraba y en su rostro se dibujaba una honda tristeza. 

A través del manto de humo y niebla, su mirada no escondía odio o rencor, no gritaba ni se lamentaba. Sus ojos sólo dejaban entrever una leve pátina de miedo. 

Sus scrofa… —me ha señalado, susurrando palabras que no he entendido.

Era la primera vez que no sentía desprecio ante un ser humano. Supongo que el temor nos iguala en nuestra animalidad, hermanados en el idioma común del miedo. Al fin, animales ante animales. He estado observándolo un buen rato hasta que las ruedas se han detenido y el humano ha cerrado los ojos. 

Los gruñidos de mis hijos rezongando de disconformidad me han sacado de mis ensoñaciones. A escasos metros, girando nerviosos encima de sus cortas patas, aguardaban hambrientos. Mis preciosos rayones, mis juguetones y hermosísimos vástagos de piel pespunteada.

Indolente, he dejado atrás el vehículo yerto y su sinfonía de cristales rotos. Luego, sin prisa, he conducido a la camada tras el otro lado de la carretera. Las llanuras heladas de Castilla persisten en su silencio, un abismo callado que aquí sabe ser absoluto. Caminamos hacia ellas, hacia el horizonte que prometen.

Bajo la frazada de escarcha se esconden tesoros, nosotros sabremos desenterrarlos con nuestros morros. Beberemos de los carámbanos. Escarbaremos en la tierra congelada hasta saciar nuestro apetito.

En el aire flota una vibración de ozono, ya hemos olvidado el accidente. Mis jabatos sonríen glotones.

Luego les regalaré un baño de barro.





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