Diríase que desde que podía recordar, Dionisio Acasuso desarrolló una afición peculiar. Quién sabe si motivado por la rutina, huraño por esos balbuceos que constantemente se le repetían –«Nisito, guapo, di tata, mama, papa, yayo, ajo…»-, desde su más tierna edad decidió inventarse sus propias palabras. De tal forma, tras una meditada selección, el primer vocablo completo que pronunció Dionisio Acasuso fue pamayata, en su mente infantil concepto para designar a la vez a papá, mamá, abuelos, tíos y toda familia en definitiva. ¡Se revelaba de esta manera aquel bebé contra las voces mil veces utilizadas, contra los corsés de un lenguaje que consideraba poco imaginativo!
Lamentablemente, y como sería una constante en su vida, sus receptores no entendieron aquella primera voz:
—¡Ha dicho patata! ¡Ha dicho patata! —se regocijaron todos, exultantes por la primera voz de Nisito.
Pero no, Nisito no había dicho patata, había dicho exactamente pamayata, y reprobó semejante incomprensión con una llantina de bebé que le tuvo hipando una hora (término que muchos años después aunaría bajo el sustantivo único de hipollhora, la h intercalada muda, como no puede ser de otra forma).
El tiempo se encargaría de demostrar que aquel primer llanto no fue sino heraldo de los muchos problemas de incomunicación que su comportamiento habría de traerle en vida. Por ejemplo, con sus padres, que se mostraban incapaces de aprehender los neologismos que comenzaban a salir de la boca de ese hijo lenguaraz. Asustados ante lo desconocido —como todos— ponderaron que tendría algún desorden de aprendizaje y tomaron la decisión de llevarle a un logopeda. Así pasó Dionisio meses, años eternos, abonado a su consulta, obligado a balbucear, a repetir mantras fonéticos, a abrir diariamente la boca como un besugo. Pero Dionisio no mejoró. Su terquedad era infinita. Al fin y al cabo, qué caray, él se visualizaba a sí mismo guardián de una misión mucho más grande que él: anchar el lenguaje, renovarlo, hiperbolizarlo, llevarlo más allá de sus límites racionales. ¿Quién se rendiría ante tamaña cruzada? ¿Cómo pretender un tontopeda —aquí puede ser redundante una definición ‘ad hoc’— prevalecer ante semejante misión?
Nada pudo, pues, la psicología moderna contra Dionisio Acasuso. Y a poco estuvo nuestro héroe de no triunfar tampoco en los estudios. Pese a gozar de un ingenio vivo y una inteligencia despierta, sobre el papel sus exámenes representaban poco menos que galimatías para sus profesores: «Las Meninas es un lienzélebre del pinturiclásico Velázquez que se encuentra en la residenciarte de El Prado» o «Las coloriplantas se fragmentiquieronotiquiero en tres petalopartes llamadas sépalos, estambres y pistilos» pueden ser buenos ejemplos frasísticos de lo que aquellos evaluadores solían encontrarse.
Paradójicamente, solo en Matemáticas destacó Nisito. En esa abstracta confluencia de símbolos, donde cada teorema era cerrado y perfecto, Dionisio se limitaba a encajar mecánicamente las equis y las yes con pasmosa sencillez. Suele ocurrir que las aspiraciones personales y las aptitudes de cada uno trazan con nuestro destino rectas de sentido tangente, cuando no opuesto. Quien aspiraba a ser el reformador de las letras resultó ser un genio de los números, lo que unido a su precedente marginación le condujo a un camino impepinable: Dionisio Acasuso se hizo informático. Total, los códigos binarios no entendían de nuevos vocablos y su inteligencia se encargaría de hacer el resto.
Así las cosas, no le costó mucho ser el primero de su promoción ni, tras su graduación, viajar al extranjero, donde pronto se convertiría en el genio oculto tras las grandes corporaciones. Inherente a su don, Dionisio Acasuso triunfaría años después—quién se lo hubiera ido a decir— acuñando términos como ‘e-mail’, ‘weblog’, ‘facebook’, ‘trending topic’,… palabras inventadas con las que por fin conseguiría realizarse y que a la postre le convirtieron en un hombre enormemente rico (o un forratipo, como le gustaba decirse a sí mismo en la intimidad).
Y yo que me alegro. La gente especial merece finales felices.
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Este
microrrelato fue finalista y seleccionado para su publicación en el IX Concurso de Relatos para Leer en Tres Minutos Luis del Val, convocado por el Ayuntamiento de Sallent de Gállego (Huesca), en el año 2012.
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