Tipifiquemos. Aviso para
navegantes: no leas más si no eres coleccionista, detente aquí, ya, en esta
línea. Es necesario ser coleccionista para entender este relato o para siquiera
imaginar el ardor con que el inmarcesible lector, otrora conocido como
Ahasverus, otrora Cartaphilus, devoraba un Octubre de 1886 las páginas de un
incunable segoviano del siglo XVI que en su diáspora a través de las
bibliotecas de media Europa había buscado durante décadas y que supuestamente
contenía nuevas y desconocidas oraciones de perdón de Santa Teresa de Jesús que
atesorar.
Pues bien, exactamente ese
mismo gozo del alcance, ese mismo ardor, Cipriano Huidero lo sintió al ver en
una subasta por Internet el número 16 de la colección del superhéroe
Miracleman, el último guionizado por Alan Moore, aquel que contenía como
ninguna otra lectura la imperfección de la utopía y a la vez el único que le
faltaba para tener debidamente ordenados en su estantería todos los comics
imaginados por el autor inglés. Al instante, Cipriano Huidero pujó con una
cantidad desorbitadamente ridícula, del todo inapropiada para un comic de
apenas treinta y seis páginas que en su tiempo valiera 140 pesetas y, a la
postre, imposible de superar. Pero no hay cantidad que mida la satisfacción de
un coleccionista que ve al fin saciado su deseo adquisitivo. Un coleccionista
mide sus posesiones cualitativamente, no cuantitativamente, y a sus ojos, el
tiempo y el dinero pierden su valor ante el más insignificante de los objetos.
Extraña forma de locura, por
tanto, la del coleccionista. Sólo de locura se puede tachar su excentricidad ya
que sólo un loco dedicaría tantos denuedos en pos de alguna ínfima rareza.
Nadie más que un loco removería cielo y tierra para satisfacer la indefinible
molicie que conlleva el alcance y posesión de su capricho, para experimentar el
orgásmico placer de su acopio y pertenencia. Pero no esconde gula ese acopio,
no es egoísmo esa pertenencia. No busquéis en un coleccionista pecado o mal
mayor que su propia e implícita locura.
Y el niño que fuera Cipriano
Huidero entendió. Entendió que es privilegio único del coleccionista el
disfrute de su particularidad. Un disfrute inmaterial, abstracto e
inexplicable, sí, pero no por ello menos espontáneo. Hasta qué punto escoge uno
su afición o su afición estaba intrínseca en su ser antes de nacer no se puede
saber. ¿Acaso recuerda el entomólogo en qué momento de su niñez vio por primera
vez arrastrarse a una cucaracha? ¿Acaso sabe por qué en vez de huir o pisarla,
como hacían el resto sus coetáneos, se detuvo a mirar más de cerca esas
filamentosas patitas negras, ese fuliginoso caparazón, esas simpáticas antenas?
¿Acaso pudo hacer otra cosa sino sonreír?
De tal forma entendido, el
coleccionismo es como un germen infantil, inherente a cada ser, tal vez impreso
ya en nuestro carácter nonato. Se desdice de esta manera a aquellos que, maliciosamente,
pretenden entrever en los coleccionismos supuestas carencias impúberes. Que no
digo yo que para un neófito en el tema no sea tentador burlarse, por poner un
ejemplo, de Demetrio Mazarrón, quien a sus 58 años y para desespero de su
mujer, le roba de rodillas sobre la alfombra todas las noches varias horas al
sueño, puliendo y poniendo a prueba sus coches de Scalextric, trazando
juguetonamente cada curva con milimétrica perfección para besar al terminar
cada pequeño automóvil antes de regresarlo a su expositor ad hoc. ¿Lo ves,
lector? Incluso tú sonríes condescendiente ante su imagen, sin poderlo evitar.
Está muy arraigado en nuestro ser el burlarse de lo que no podemos entender, si
no ya el destruirlo.
Nunca llego ese día y nunca
los tiró, pero Cipriano Huidero siempre sintió ese miedo a perder de un plumazo
toda su colección por culpa de esa incomprensión materna hacia el coleccionismo
de su elección. Para su madre, de carácter práctico y ajena a los
coleccionismos como sólo puede estarlo una madre, esos comics sólo
representaban estanterías combadas y criaderos de polvo y ácaros. Gran enemigo
de un coleccionista el pragmatismo de una madre.
Pero no quiere este cuentista pecar de partidario y para ser justos con todos es de ley reconocer que no sólo las madres se muestran poco comprensivas hacia las colecciones. A pesar de las muchas características comunes, un coleccionista tampoco comprende, ni apenas respeta, otro tipo de coleccionismo diferente al suyo.
Pero no quiere este cuentista pecar de partidario y para ser justos con todos es de ley reconocer que no sólo las madres se muestran poco comprensivas hacia las colecciones. A pesar de las muchas características comunes, un coleccionista tampoco comprende, ni apenas respeta, otro tipo de coleccionismo diferente al suyo.
Así, para Cipriano Huidero
la colección de sellos de trenes de su padre le era tan ajena e incomprensible
como sólo podía serlo su colección de comics para el contrario. El uno no sabía
ver sino pequeñas y aburridas estampitas de ferrocarriles que no contaban
ninguna historia en la colección de su progenitor mientras que el otro no sabía
ver en los tebeos -prefería este término al anglicismo- de su hijo más allá de
un entretenimiento de chiquillos, ciertamente impropio para un adulto. Padre e
hijo no se lo decían, por supuesto, no obstante ambos sabían en sus adentros
que la colección del otro era una completa mamarrachada.
Hasta cierto punto, esta
mutua incomprensión, este cada loco con su tema debe de ser así. Tal cual. Lo
que confiere el valor de unicidad a cada coleccionista no es más que la
percepción de la belleza para cada uno. Que no lo sé, incluso tal vez haya detrás
algún motivo físico, tal vez todos nazcamos con cierta sensibilidad ocular.
Quizás los ojos présbitas de un anticuario no saben filtrar y concretar la
belleza de una adamita cristalizada con la que topa y a la que despide de un
puntapié lo mismo que los ojos de un geólogo no están preparados para intuir la
finisecular perfección modernista del aparador que lleva años alimentando
carcoma en su trastero. Quizá se puedan explicar nuestra personalidad y
comportamiento social del mismo modo que se explica el sentir coleccionista.
Quizá lo único que nos separa a unos y a otros sea simplemente eso, una manera
de ver las cosas.
Pero te digo una cosa, es
esa visión personal y caprichosa lo que de verdad vale la pena, lo auténtico.
Todos somos la suma de nuestras excentricidades, por definición. Ser
coleccionista, simplemente, confiere la suficiente sinceridad como para sacar
dichas excentricidades a relucir. Meritoriamente, añadiría, en este mundo de
hipocresía y guardemos las apariencias.
Aprendió bien la lección del orden Cipriano Huidero. Volvamos a él ahora que le ha llegado ya su comic por correo postal, nada más y nada menos que el deseado número 16 de Miracleman. Mirad cómo lo desembala cuidadosamente, cómo revisa cada página en busca de una mácula, decidme si no pone el mismo mimo y atención que una madre que cuenta los dedos a su bebé recién nacido. Miradle ahora también, colocándolo debidamente ordenado en el preciso lugar del estante que ha elegido. Eso es el orden.
¿O qué decir de Ramón Guardo, septuagenario, quien todas las noches encuentra un momento para sacar el estuche aterciopelado que esconde a su mujer y pasa revista a los veintitrés pelos púbicos correspondientes a cada una de sus conquistas, debidamente dispuestos cronológicamente por encuentro sexual? Más allá del viejo verde, ved su armonía, ved su orden. Tened por seguro que no cambiaría esos veintitrés pelos rizados por la más alta colección numismática. Cada noche, Ramón Guardo nimba de gracia y misterio veintitrés pelos y eso es lo que vale.
Porque en el mundo, todos
los días, seres similares actúan similarmente absurdos. Si hay locura, si hay
magia, si hay amor, hay un coleccionista. Demasiados y demasiado diferentes
para poder explicarlos todos, con el único denominador común del deleite
personal, ajeno a cualquier razón. Dueños de anécdotas tan dispares como la que
aparece hoy en el periódico y ha inspirado este relato, la de un profesor de
Arte que renunció a su cátedra para poder trabajar de conserje en el Museo del
Prado, trabajo que le permitía todas las noches pasear surto entre la infinidad
de obras de arte. Cuenta el periódico que tanto llegó a abrigar ese conserje la
idea de que todo el museo era su colección que, a su muerte, había dejado
escrito en su testamento que legaba íntegra toda su colección al mismo Museo
del Prado, para que su colección no fuera dividida ni desplazada. Locura,
magia, amor, el Museo del Prado en herencia: un coleccionista.
He ahí los coleccionistas
auténticos, con su punto de delirio, no confundir con acomodaticios consumistas
que inician y terminan sus colecciones en un kiosco por fascículos semanales,
religiosamente adocenados. Un coleccionista apenas recuerda cuándo empezó su
colección y sabe a ciencia cierta que nunca la ha de terminar, que su obsesión
se la ha de llevar consigo a la tumba. Cipriano Huidero es consciente de que se
seguirán publicando comics cuando él no esté, o su padre sellos de trenes, o el
literato libros de genios por nacer, pero no por ello en vida dejarán de engordar
sus librerías, sus bibliotecas particulares. Todos ellos seguirán el resto de
sus días afanándose en ampliar sus colecciones sin un sentido más concreto que
el porque sí, afianzando sus rarezas, elevando al infinito sus singularidades. Todos
ellos desconocedores de que un ser superior, un ser tan hastiado de la
omnipotencia que decidiera en su día iniciar la primera de las colecciones, a
diario les observa, les cataloga, les contabiliza y, desde su posición
predominante, se congratula de la variedad y número creciente de su colección
de coleccionistas...
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Este
relato consiguió el Primer Premio del II Certamen de Relatos "La Cerilla Mágica" convocado por publicatuslibros.com y la Consejería de Cultura de la Junta de Andalucía en el año 2007.
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