La condena de Eurídice








La felicidad es un umbral,
un destello a las puertas del abismo.
Traspasarlo supone caer,
intentar mirar atrás
la condena de Eurídice.
¿Dejamos de movernos, entonces?
 ¿Sabemos quedarnos en el umbral?
No, constituimos malas estatuas
—sentimos, luego existimos—
y la publicidad es convincente:
¡el abismo refulge como diez soles!


Así, avanzamos y perdemos pie,
y nos abismamos en la decadencia,
en la profunda oscuridad que nos habita.
Reconócelo, todo es peor
a hechos consumados;
absolutamente peor…
¡La consecución es una asesina!,
sollozamos durante el descenso,
dejando atrás los ojos llorosos de Eurídice
que extienden sus brazos desesperados
hacia nuestros desesperados ojos.


Ya nada más queda, sólo caer y caer,
el resto de la caída es arrepentimiento:
caer y reprocharnos haber avanzado
—¡ay, como si existiera otra opción!—,
caer a las órdenes de las sombras,
como insectos electrocutados por el azul,
entre espirales fractales, caer;
caer, y lamentarnos, y rompernos el cuello
en ese vano intento de mirar atrás;
¡caer!, y empezar a enumerar
y la muerte nos encuentra enumerando.







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2 comentarios:

  1. Vaya, que reflexión más oscura... se acerca mucho a determinados momentos de la vida

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  2. Agarrándonos al umbral quizá podamos evitar la caída dando un ligero paso atrás, muy ligero, muy pequeño pero suficiente. Me ha gustado.
    Saludos,

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