El informativo de la tarde dio la
noticia: una nueva enfermedad amenazaba el mundo. Todavía no se conocían sus
consecuencias, pero al menos los síntomas estaban bien definidos: psicopatía
esquizoide, marcada desconfianza hacia sus semejantes, arrebatos homicidas
esporádicos, negación absoluta del enfermo de estar infectado. La locutora los
enumeró circunspecta. Seguirían informando.
El pánico se propagó
rápidamente, a velocidad de rumor. Nada produce más miedo que lo que no se
conoce. Toda conversación comenzó a versar sobre el tema, convirtiéndose pronto
en la única comidilla: «¿Cómo anticiparse a ella si quien la padece la está
ocultando?», especulaban otros; «¿De qué manera afectará a nuestra vida?», se
preguntaban todos. El denominador común era la incertidumbre.
Semana a semana, con
cuentagotas, fueron apareciendo más datos: se aventuró que se trataba de un
virus; que la dolencia era congénita; que, definitivamente, convertía en locos
violentos a sus afectados. Muy violentos.
No tardó la gente en
culpar a la nueva enfermedad de toda violencia, olvidándose de que ésta existía
desde muchísimo antes. Es bueno tener algo a quien echarle la culpa. Además,
amparándose en la existencia de dicho virus, los ya violentos se auto-proclamaron
infectados, cargando sobre la enfermedad las consecuencias de sus actos. Ay,
señor juez, que estoy muy enfermo, ya sabe, el virus...
Comenzó entonces una caza
de brujas contra los violentos. Violencia para erradicar la violencia. Meses de
patrullas ciudadanas y linchamientos públicos. Pronto nadie supo distinguir
entre los violentos y quienes les combatían violentamente: todos parecían
infectados.
Los síntomas pronosticados
se estaban viendo confirmados. Y si de aquellas todavía quedó alguna persona
cabal llamando al orden, anunciando su salud absoluta, proclamando que estaban
teniendo miedo de la nada, fue acallado al instante por la turba irreflexiva.
Al fin y al cabo, la verdad es la primera víctima de toda revolución y la
negación de la enfermedad era signo inequívoco de estar infectado. A raíz de
eso nadie declaró nunca más su inocencia, ocultando su condición de sano,
intentado salvaguardarse no se sabe muy bien de qué. Por si acaso.
Los informativos, por su parte,
continuaron arrojando datos alarmantes: no existía cura, ni vacuna efectiva, ni
métodos de prevención ya que se desconocía su medio de propagación. Ni siquiera
se conocían las consecuencias finales de dicha enfermedad. Realmente no se
sabía nada más allá del primer rumor. Las noticias apenas arrojaban ecos
vagabundos que repercutían en más ecos vagabundos.
Pero la gente buscaba verdades donde
refugiarse entre el desconcierto. Aunque tuvieran que inventárselas. Adoptaron
como axiomático que la enfermedad se propagaba por el contacto físico y que en
menos de un año el 40% de la población global se encontraba afectada.
La pandemia parecía
evidente. El miedo era palpable. Los Gobiernos decretaron el estado de
excepción. Reinó el toque de queda. La gente empezó a encerrarse en sus casas.
Algunas durante todo el día. Privándose de la libertad pretendieron burlar la
enfermedad. Las ciudades se convirtieron en corrales, rebosantes de gallinas
asustadas.
A partir de ahí el único
contacto de la gente con el exterior consistió en los informativos. Y los datos
que éstos facilitaban cada vez eran volvieron más desoladores. Mes a mes, las
estadísticas indicaban un avance rápido e inexorable de la enfermedad. Y no
mentían: a mayor cantidad de gente encerrada en casa, mayor aparecía la estadística
de infectados, ergo mayor miedo mutuo había, ergo más gente se encerraba en
casa, ergo mayor aparecía la estadística de infectados... Pescadillas
mordiéndose la cola en abrumadora progresión geométrica. Hasta el día en que
los informativos también enmudecieron. Sus locutores, redactores, realizadores se
habían encerrado también en casa.
El mundo cayó entonces en
la oscuridad. Las personas, ocultas en sus hogares y sin noticias del exterior,
aumentaron sus suspicacias hasta lo inconcebible. Desconfiaban hasta de sus
cónyuges y sus hijos, rehuyendo todo contacto innecesario, incluido el sexual.
Si la comida nunca se hubiera
terminado habrían seguido así, encerrados en sus casas, durante años. Pero se
terminó. Y la gente tuvo que salir a la calle. Salían de noche, cobijándose
entre las sombras para sentirse más seguros. Si durante su búsqueda se
encontraban con otra persona, se atacaban como bestias, hasta la muerte, sin un
motivo más concreto que imaginar al otro infectado. Toda capacidad de razonar
se había perdido. Tampoco era nada nuevo. Los prejuicios eran más fuertes que
la razón, el odio más fuerte que la humanidad. Los gritos llenaron las noches.
El mundo se sumió en el caos.
Murieron a millones, cada
una de esas muertes achacada a una enfermedad cuyas consecuencias eran poco más
que especulaciones. Sin control, sin leyes, sin humanidad, se impuso la ley de
la selva. A partir de ese punto solo prevalecerían los más fuertes. Murieron
miles de millones en pocos años. Los niños fueron los primeros en caer. Los
adultos cayeron después. Apenas sobrevivieron unos pocos cientos de miles en
todo el mundo. No duraron mucho más. La idea de formar una nueva sociedad, de
aliarse con sus semejantes, les aterraba. El imaginarse a sí mismos teniendo
contacto físico con un igual les repugnaba. Se convirtieron en plantas
carnívoras, vegetativas e impares, cerrándose sobre cualquier trozo de carne
que se les acercase.
Así, aislados,
individualistas, destructivos, sin descendencia, la especie caminó hacia la extinción.
Un par de décadas bastaron. Se confundieron todas las profecías que durante
tantos años atemorizaron al planeta anunciando holocaustos nucleares o
cataclismos espaciales. Bastaba un rumor para acabar con el mundo. Un triste y
sencillo rumor.
Y al observar al último
hombre de la especie morir en soledad, víctima de sus propios prejuicios, la
enfermedad decidió al fin abandonar el planeta. Su viaje debía continuar, su
infección propagarse por toda la Galaxia. No era el primer planeta que arrasaba,
ni tampoco sería el último. Al fin y al cabo, se dijo a sí misma, el Universo
estaba repleto de mundos con seres igual de inteligentes, igual de ciegos,
capaces de inventar la Televisión y no reconocer en ella al primer virus
mediático de su corta Historia moderna...
La dependencia de las
personas de la televisión es el hecho más destructivo de la civilización
actual.
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Robert Spaemann -
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Este
relato consiguió el Primer Local del IX Certamen de Relato Fantástico convocado por el Gazteleku de Sestao en el año 2004.
Yuhuuuu. No puedo contagiarme. No tengo tele y no creo que por verla de guindas a peras en casa de mis padres me pille.
ResponderEliminarClaro, que está la evolución de la cepa del virus: Internet. Glup.
Y en las casas en las que hay dos, tres teles... La tablet, el portátil, el Ipod, el Iphone... ¿Cómo sobreviven?