Cada
ciudad es la misma,
asume
esta certeza;
y
tú le perteneces.
Lo
puedes leer bajo la costra
gris
de la ceniza,
en
la desolación de las paredes
o
esculpido sobre los meandros de orín
de
los parques en ruinas.
¿Has
reparado alguna vez?
Los
columpios oxidados
asemejan
viejas salas de tortura
a
la espera de niños subnormales.
Piensas:
«Yo soy distinto.
Esa
agonía no es la mía.
Vuelvo
mis ojos y sí, veo
almas
postradas,
cerebros
muertos,
alcantarillas
de sangre negra.
Pero
mis rodillas no están hundidas.
—te
exhortas, en vano—
Mi
corazón no anida disecado.
Mis
pasos no resuenan quedamente
en
pasadizos subterráneos,
territorio
de caimanes
ciegos.
Yo
soy distinto.
Soy
mejor.»
Te
engañas. No existe
diferenciación
alguna.
Cada
hombre es el mismo hombre.
Cada
ciudad la misma mandíbula inalterable.
Siempre
un mismo monstruo durmiente
en
su mausoleo de hormigón.
Nadie
mira a nadie. Tú tampoco.
No
busques dioses sucumbidos.
El
Kraken eres tú.
¿No
lo ves?
El
silencio es el idioma compartido.
La
televisión, como un espejo,
emite
series de zombis.
.
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