Afirmaba Sartre que existen
dos tipos de amor:
los amores necesarios
y los amores contingentes.
El amor necesario, añadía,
solo podía ser uno,
y lo dijo de una hermosa manera:
«No
tenía sentido
tener
dos Simone de Beauvoir.»
Es cosa sabida
que aquel matrimonio morganático
aquella amistad íntima entre ambos,
duró hasta el fin de sus días.
Sin embargo, tanto o más relevante
me parece rescatar del olvido
la última petición de ella
en su lecho de muerte.
El segundo en que todo convencionalismo cae
derribado,
cuando toda impostura o mascarada
supone un peso oscuro sobre los pulmones,
Simone de Beauvoir pidió ser enterrada
con el anillo de plata mexicana
que Nelson Algren le regaló.
«No
habrá muerte entre tú y yo.
Tu
Simone, con el corazón fiel»,
podemos leer en las frágiles palabras
que ella alguna vez le dedicó.
Nelson Algren, por supuesto,
se negó a ser una contingencia,
abominando, pareciéndole inaceptable
su condición de segundo plato:
«Mi
vida me importa mucho,
no
quiero que pertenezca a alguien tan lejano»;
incluso rechazó sin ambages
la amistad postrera que ella le ofreció:
«No
es amistad.
Nunca
podré darte nada que no sea amor».
Su resentimiento bien entibado en su
hígado,
perpendicular a su desprecio
—aquella impúdica falta de privacidad
epistolar—,
supo mantener su rencor incólume hasta el
final.
Nunca la perdonó.
De este círculo abierto de libros y
cuerpos,
de esta historia de necesidades y
contingencias,
de menesteres, abaratamientos y
renuncias,
podemos concluir que Nelson Algren
aportó la humanidad y la cordura
—o una lúcida animalidad—,
donde otros se extraviaron
en disquisiciones filosóficas,
sexo esporádico y recíproca
admiración intelectual.
Hoy Beauvoir y Sarte comparten
tumba y eternidad en Montparnasse,
su pacto convenido de camaradería,
su mentira intermitente,
ese “amor necesario” suyo,
tan autoimpuesto, tan rutinario y tan
fiel,
también su equipaje más allá de la
respiración.
Pero es
la historia no contada
que
todos los días bajo la tierra que esconde la muerte,
el ojo de camaleón de Sartre
vigila envidioso y suspicaz
la mano cerrada de su amante,
el puño al que se aferra su castor:
falanges apretadas, huesos pulidos,
que esconden un anillo de plata mexicana.
Y es desde
otro cementerio en Sag Harbor, NY,
a un
océano de incapacidad de distancia,
que el fantasma de Algren sabe esto
—siempre lo supo:
«No
habrá muerte entre tú y yo»—
y conocedor de ese abrazo fósil de calcio
su dentadura canina sonríe amargamente,
a la vez que dos cuencas desocupadas
—joie
contingent, larmes nécessaires—
no pueden
cesar de llorar de rabia.
.
Ostras, qué poema más hermoso...
ResponderEliminarPues me encanta, David. Más cercano a la prosa poética que al poema en prosa. Vaya lío, no, como si fuera fácil distinguirlos.
ResponderEliminarEn fin, enhorabuena. Muy bello.
Es un espléndido relato David --quizá un momento apasionamiento para aquellos que supimos ver, más que leer-- instantáneas de afecto a través de nuestros escritos que, en algún momento, supimos o aspiramos a interpretar como nuestro.
ResponderEliminarEnhorabuena por el relato, te ha quedado genial
ResponderEliminar