Acostumbran a caer desde más arriba del
cielo,
más alto, estos emisarios perversos.
Se desprenden entre un crepitar de llamas
azules,
de crujidos roncos, de insectos
aplastados,
con el cloquear monótono de telegramas
del ejército.
Como un golpe en la frente, ¡zas!, así te
atizan
con la fuerza de una borrasca, con su
frío,
infectándote la vida con su revelación.
Pero claro, ¿cómo juzgar? ¿Cómo negarse
a ser oído abierto, ese ojo que escucha?
Ofrecer al prójimo compartir su
desconsuelo
significa exactamente eso: compartirlo.
¡Compartirlo, maldita sea!, verbo
patibulario,
chantajista, atestado de letra pequeña,
acción empática que conduce al Gólgota.
Y entonces, gritas, lloras, clamas,
como el eremita ciego en el desierto,
arrodillándote ante el Dios de la
indolencia
como quien implora clemencia o perdón,
rezando por la bendita ignorancia:
¡Ignorancia, ven a mí! ¡Empobréceme,
devuélveme a esa aridez que repudiaba!
¡Conviérteme en citoplasma puro,
unicelular!
Pero ni el olvido acude, ni tampoco Dios
—nunca viene lo que no existe—,
y lo que desampara y sobrecoge
permanece inalterable en tu interior;
y ahí se queda, para siempre, parasitario
e inmanente, emponzoñándote las entrañas,
latente como la oscuridad de un cáncer.
Todo da miedo, sobre todo la realidad;
la lucidez, una puta maldición.
¿Sabes ya de qué sucesos hablo,
de qué hachazos confesionales?
Ahí están, alojados en tu hígado,
bauticémoslos como merecen.
Ellos: los anfitriones de la locura,
los maestros de ceremonia del dolor.
.
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