I. SUSPENDER COU EN
JUNIO: 1ª PARTE
Era el 29 de Mayo de
1995, lo recuerdo perfectamente. Era mi cumpleaños. El día que suspendí COU en
Junio cumplía 19 años.
Suspender COU en
Junio, aclaremos esto desde un principio, era una gran putada. De las más
grandes. Te obligaba a recuperar en Septiembre, como cualquier otro año, pero
con el agravante de tener que hacer también entonces la Selectividad. Y en
Septiembre, por mucha nota que sacaras, cualquier carrera que hubieras elegido
como primera, segunda o tercera opción, solía quedar necesariamente inaccesible,
obligándote a estudiar “cualquier otra cosa”. Lo dicho, una gran putada.
Suspender COU en Junio marcaba un punto de inflexión en tu vida y todos,
profesores y alumnos, lo sabíamos.
Así las cosas, aquel
29 de Mayo de 1995 me dirigí optimista hacia el Instituto, incautamente
optimista. No había motivo para estar preocupado: los exámenes finales me
habían salido confiadamente bien, incluso muy bien, y los precedentes en el
Instituto Ángela Figuera de Sestao al respecto de tirar gente en COU y en Junio
eran bastante laxos, incluso magnánimos, lo cual a lo largo de la mañana no hizo
sino confirmarse.
Mientras cada clase fue
recibiendo las notas, la alegría iba apareciendo por doquier. Ahí aprobaba
hasta el tato. Luisma, un compañero de otro año que llevaba suspendiendo Inglés
desde el jardín de infancia, apareció acompañado de su madre y, ¡oh, milagro!,
había aprobado su asignatura maldita para Junio. En otra parte, una chavalita
de alguna clase de Letras, anegada en lágrimas, abrazaba a un profesor tan
incómodo como complacido con la situación con una letanía de: «Gracias,
gracias… es que no pude estudiar y en el examen me puse muy nerviosa… pero
gracias, gracias… no lo olvidaré nunca». En otro lado, un conocido que no se
había presentado a un examen —lo repetiré enfatizando: ¡que no se había
presentado a un examen!—, lo había aprobado por esa ciencia infusa, por esa ley
no escrita, que no permitía suspender COU en Junio en Sestao.
Por los pasillos no
había sino rostros felices sobre decenas de estómagos agradecidos. Eso era un sin
Dios, una sucesión de aprobados por arte de birlibirloque, hala, a lo loco. Y
yo, que no era de los malos estudiantes ni mucho menos —en la primera
evaluación fui una de las tres personas que no suspendimos ninguna—, ¿cómo no
ponerme en lo mejor? Sólo tenía que sentarme a esperar que mis profesores
salieran de su cónclave y me regalaran uno de esos salvoconductos que permitían
hacer la Selectividad en Junio. Amén, hermano. Y luego, Económicas o
Empresariales en Sarriko, una de dos. Ya me veía celebrándolo en casa,
canelones para comer por mi 19 cumpleaños. Aguardando las notas, el destino se
conducía por el mismo camino que le había marcado en mi mente. Sin embargo, las
notas no llegaban. Las notas no llegaban.
Después de toda una
mañana en los pasillos del Instituto, sentado en sus escalones, fumando como un
Alto Horno, todas las clases las habían recibido. Todas menos la mía. Eran más
de las dos de la tarde, ¿qué hostias estaba pasando? A pesar de esa certeza
descartiana de que estaba aprobado —¿cómo no iba a estarlo si lo estaban gente
que no se presentaba ni a los exámenes?—, la impaciencia me corroía las
entrañas. Era un día gris y cualquier cosa podía pasar, incluso lo más
descabellado.
Y lo improbable pasó…
Pasó que los
profesores salieron de su evaluación de cinco horas y comenzaron a repartirnos
las notas por orden alfabético, lo que nuevamente me dejaba a mí en última
posición. Pasó que los que esperaban aprobar y los que albergaban dudas —los
que no tenían ninguna opción no estaban allí y simplemente les saltaban de la
lista— iban aprobando con una palmadita en la espalda de felicitación, todo
según el plan. Pasó que por fin me tocó a mí:
—¡Villar! —berreó el
profesor de Física, un gordo calvo al que llamábamos Morcillo.
Y me acerqué y no
recibí sonrisa cómplice ni palmadita en la espalda, sólo el sobre con las
notas, y ya en ese momento el día gris empezó a parecerme más gris, «no puede
ser» tañendo en mi cabeza, ¿cómo cojones iba a ser?, abriendo el sobre,
rasgándolo de incredulidad, viendo estas palabras: GEOLOGÍA. SUSPENSO.
Lo impensable, lo
innombrable, lo inconcebible en un Instituto, el de Sestao, donde hasta sin
presentarse te aprobaban, había sucedido. Había suspendido COU en Junio. Con
una asignatura, para más inri. Con una única asignatura. ¿He dicho ya que ese
día cumplía 19 años?
II. RAÍZ DE OCHO
ENTRE CERO
Aquella no era la
primera vez que padecía una injusticia semejante. La anterior vez, tres años
antes, había sido en 2º de BUP. Cuando repetí 2º de BUP, mejor dicho. Aquella
vez en los inclasificables —proyectad cualquier insulto y acertaréis—
salesianos de Barakaldo, había dejado seis para Septiembre. Ahí podías
suspender hasta Religión y Gimnasia, las marías,
y a mí me habían quedado seis. Fue un año malo, así que no cargaré todas las
culpas sobre los profesores. No obstante, mi yo de dieciséis años no estaba
dispuesto a repetir y aquel verano me lo curré. Recopilé apuntes mejores que
los míos, me apunté a academias de verano, estudié, estudié, estudié. Repetir
curso no era una opción ni aun dejando seis para Septiembre. Además, con dos
cates podías pasar curso, luego con aprobar cuatro era suficiente. Estaba a mi
alcance. Solo tenía que conseguir dejar como mucho dos.
Suspendí tres.
La primera, Euskera,
tenía claro que la iba a suspender. El nivel era altísimo, se me daba fatal y
la profesora, un Gremlin llamado Yolanda, me tenía una inquina especial. La
segunda, Física y Química, no fue un suspenso categórico como tal: de las
cuatro evaluaciones que tenía el año, tres pertenecían a Física, la cual
aprobé, sin embargo suspendí Química y el profesor, considerando la asignatura
como un todo, me la suspendió íntegra. Y ahora viene cuando la matan: suspendí
Matemáticas.
De llevar una
asignatura preparada para aquella recuperación de Septiembre, esa era
Matemáticas. A la academia a la que había ido todo el verano había que sumarle
que había estudiado como para sacar un cum laude. La trigonometría, los
logaritmos, los límites, las derivadas, no escondían secretos para mí —años
después impartiría clases sobre la materia a chavales de bachillerato con excelentes
resultados, de hecho—. Era una máquina en Matemáticas, la próxima Medalla
Fields, ése era yo. Y sin embargo, había suspendido. Los otros dos suspensos,
con ambages, podía entenderlos, pero no el de Matemáticas. Es más, estaba
seguro de haber hecho un más que digno examen. Le pedí a mi padre que me
acompañara a la evaluación del examen.
Recuerdo que Santos,
que así se apellidaba dicho profesor —nota ‘ad hoc’: si los Santos son así,
cómo serán los hijosdeputa—, nos recibió en dicha evaluación con una sonrisa entre
cínica y divertida, para luego, sin más preámbulo, extenderme el examen con la
nota: un 4,5. ¡Un 4,5! ¿Sería posible que repitiera curso por medio punto?
¿Sería posible que no se pudiera exprimir dicho examen, escarbar en él, hasta
encontrar esa nimia diferencia? La realidad tornó mucho más sencilla y a la vez
más mezquina. En ese examen que yo había considerado inatacable, dividido en
cinco ejercicios de dos puntos cada uno, había un problema de trigonometría que
tenía perfecto y me lo había evaluado con un cero patatero. ¡Eureka!, pensé, se
ha confundido.
—Santos —me dirigí
directamente a él, señalándole el examen—, aquí ha de haber un error porque
este ejercicio lo tengo perfectamente resuelto, es más, es que no veo error en
él.
Santos miró el examen,
escrutando en el ejercicio que le señalaba.
—Este ejercicio está
resuelto con una fórmula que yo no te he enseñado —concluyó indolentemente—,
luego no vale.
—¡Pero es una fórmula trigonométrica
que me han enseñado este verano en una academia a la que he ido! —repliqué yo—-.
¡Una fórmula matemática! ¡Una fórmula que existe y resuelve el problema! ¡El
ejercicio está bien!
—Te repito —sentenció—
que has utilizado una fórmula que YO no te he enseñado y eso invalida todo el
problema.
A tomar por culo. Un
ejercicio perfecto, dos puntos enteros en una tesitura que me faltaba medio
para aprobar, a la mierda. No por estar mal sino porque me habían enseñado más trigonometría
que la que me había enseñado él. Le habría herido en su ego o algo así.
Mi padre, con los ojos
fijos en la escena, observaba todo con semblante serio. Yo, por mi parte, a lo
mío, continué repasando el examen y ¡eureka de nuevo!: había otro ejercicio que
tenía completamente bien y otra vez me lo había evaluado con un cero. Se
trataba de un límite cuando x tiende a infinito de más de dos páginas, dos
páginas de símbolos, de factorización y tal. Más de dos páginas tras las cuales
—no se me olvidará nunca aunque viva mil años—, puse lo siguiente: Raíz de ocho
entre cero igual a cero. Eso puse.
—Pero, Santos, ¿este
límite no está bien? —le pregunté.
—Observa —respondió—,
observa lo que has puesto al final. Cualquier número entre cero es igual a
infinito. Te has confundido en el último paso.
—¡Pero el desarrollo
del límite está perfecto! ¡Lo he desarrollado, lo he factorizado a lo largo de
más de dos páginas y al final me ha dado raíz de ocho entre cero! Tal vez me he
confundido en el último paso, sí, pero no creo que sea como para poner todo el
problema mal, al menos ponle medio punto por el desarrollo.
—La respuesta final
está mal y es lo que vale —se limitó a decir.
—¡Pero si hubiera
enmarcado la raíz de ocho entre cero como respuesta final me lo habrías puesto
bien! —levanté la voz, incapaz de asimilar lo que estaba escuchando—. ¡El
límite de más de dos páginas de desarrollo estaba resuelto, solo he fallado en
el último paso!
—Estás en lo cierto —respondió
el muy baboso—, si hubieras enmarcado la raíz de ocho entre cero como respuesta
final te lo hubiera puesto bien. Pero no lo has hecho.
Y ahí me derrumbé.
Densas lágrimas de impotencia, de rabia pura, comenzaron a fluir como
manantiales por mi cara, resbalándome, colgándome de la barbilla como
calamocos. Me había jodido cuatro puntos del examen —un examen de “Notable
Alto” transmutado en un “Suspenso” por arte de magia— por los más caprichosos
motivos. Me iba a hacer repetir curso por medio punto.
—Pero si te lo he
corregido como una madre, no te quejes —se reía Santos sutilmente al verme
llorar, ufano de sus actos.
Era la esencia misma
de la injusticia. Y mi padre, me preguntaba yo en mi berrinche, ¿dónde estaba?
¿Por qué no le daba un puñetazo en ese mismo instante? ¿Por qué no le estampaba
su cara de cabrón contra la pared? Sondeé en su rictus flemático en busca de
una reacción, pero solo me dijo:
—Venga, hijo. Vámonos.
Camino de casa, yo sin
poder creerme aún lo vivido, apenas hablamos. Al llegar, mi madre le inquirió a
mi padre cómo había ido la cosa, a lo que éste respondió:
—Le han tirado.
Para mis padres ya no
había suspendido, ya “me habían tirado”. A efectos prácticos el matiz resultó
irrelevante, repetí 2º de BUP, pero ante mis ojos adolescentes marcó una
diferencia absoluta, como del día a la noche. No había suspendido, me habían
tirado. Yo lo tenía claro, pero quería, necesitaba, era fundamental que ellos
compartieran esa misma certeza.
Raíz de ocho entre
cero igual a cero. No se me olvidará aunque viva mil años.
III. SUSPENDER COU
EN JUNIO: 2ª PARTE
Y ahora, entonces, volviendo
a aquel 29 de Mayo de 1995 en que estrenaba mis 19 años, la historia se repetía
con ese “Suspenso en Geología” en mi mano. La misma escena que acabo de narrar,
la raíz de ocho entre cero planeando sobre mi cabeza, se me representaba vívidamente.
¡Había gente a quienes aprobaban una o dos o tres por el morro para que
aprobaran COU en Junio y a mí me habían suspendido con una! La sinrazón de todo
aquello no me dejaba pensar con claridad y como en una duermevela me veía a mí
mismo en tercera persona, visualizándome desde arriba, irreal, como si la vida
que estuviera viviendo no fuese la mía.
En ese estado de furia
e incredulidad fui a la evaluación del examen. Supuestamente los profesores
tenían que estar en unas aulas asignadas, pero la profesora de Geología, una
lesbiana gorda, deforme y fea —es una descripción objetiva, no busquéis aquí subjetividades
ni homofobias, que no las hay— que gustaba de salir en los programas de Antxón
Urrusolo no se encontraba en la suya y la tuve que buscar por los pasillos del
Instituto. Al fin, la encontré charlando jocosamente con otro profesor. Nekane,
se llamaba el súcubo.
—Nekane —la interrumpí, mis ojos inyectados en
sangre—, quiero ver mi examen.
Y debió ser mi mirada
lo suficientemente expresiva, porque sin añadir nada más un minuto después
estábamos en un almacenillo viendo mi examen. Siendo la Geología un tema
subjetivo de evaluar, porque al final lo que haces es redactar tus
conocimientos sobre fallas, movimientos tectónicos, trilobites, etcétera, dicha
evaluación también había de ser subjetiva. Pero para lo que vi no estaba
preparado. ¡Me había puesto un SUFICIENTE! En mayúsculas, a color rojo, como todas
las correcciones en el resto del examen, me había aprobado. Sin embargo, más
tarde y con boli azul, había tachado torpemente el “Suficiente” y había escrito
debajo: “Insuficiente Alto”. Tal que así:
INSUFICIENTE
ALTO
¿Insuficiente Alto?
¿En COU, en Junio, con solo una asignatura pendiente? ¿En el Instituto donde
aprobaban sin presentarse al examen, me había suspendido con un “Insuficiente
Alto”? ¿Y cambiado a posteriori, en su primera impresión habiéndome aprobado?
¿Cuándo lo cambió? ¿Y por qué? Todas esas preguntas asaetaban mi cabeza, la
sangre palpitándome en la sien, mi cráneo pugnando por salirse de su sitio.
Tenía ganas de matar, ganas de matarla a ella y a todos los hijosdeputa del
mundo, unas ganas locas de destrozarlo todo.
—¿Pero qué es esto,
Nekane? —pregunté—. ¿Un “Suficiente” tachado y debajo un “Insuficiente Alto”? Además
que se nota que lo has cambiado después, que tú habías puesto un aprobado. ¿Te
das cuenta de que estamos en COU y en Junio? ¿Te das cuenta de la putada que me
haces, que me obligas a hacer la Selectividad en Septiembre? ¿Te das cuenta de
que por esto no voy a poder elegir carrera?
—Bueno –sonrío como un
chacal, lo que era—, es que en un principio te aprobé pero luego pensé: «mejor
le suspendo que seguro que con un poco de esfuerzo puede sacar mejor nota en
Septiembre».
Eso me dijo,
literalmente. Yo no me podía creer lo que estaba escuchando. Ambos éramos
conscientes de la canallada salvaje que suponía suspender COU en Junio, ella
también. ¿A qué esa imbecilidad de argumento?
—Pero Nekane, que me
estás puteando vivo —espeté—, que me estás jodiendo la vida, entérate. Y me la
estás jodiendo además con un “Insuficiente Alto”, si parece una broma. ¿Cómo me
vas a tirar con una en Junio y con esa nota irreal? ¿Pero no te das cuenta de
lo que supone para mí?
Y entonces sonrió.
Sonrió con una sonrisa asquerosa que hacía que se le inflaran los papos y
dejaba ver unos incisivos deformes y amarillos. Sonrió con una sonrisa de
inmovilismo total, de «aquí se hace lo que mando yo, jovencito». Con una
sonrisa que, adiós Económicas o Empresariales, me enviaba directamente a
Septiembre. Con una sonrisa que abiertamente me estaba diciendo: «Te jodes». La
hubiera estrangulado. La hubiera cogido con mis manos y hubiera apretado su
cuello hasta que hubiera adquirido un color rojo cereza y aún lo hubiera
seguido apretando con su rostro congestionado de morado. Como hay Dios que en
ese momento la hubiera matado. Pero no lo hice.
Diez minutos más
tarde, pasadas las cuatro de la tarde, llegaba a mi casa. Mi madre me estaba
esperando con un enfado fuera de sí por la hora que era y no haber llamado
antes, enfado que aumentó hasta el paroxismo cuando le dije que me habían
suspendido COU en Junio. «Me han suspendido con una, mamá, con una que tenía
aprobada y la profesora tachó la nota para ponerme “Insuficiente Alto”, con una
única asignatura cuando han aprobado a todo Dios en el Instituto, a todo Dios»,
le dije, pero esta vez no recibí la comprensión deseada. Mi madre cogió el
plato de canelones que me estaba esperando en la mesa y lo tiró violentamente a
la basura. Luego escuché alguna bronca que no recuerdo y me refugié en mi
cuarto para rediseñar ese futuro, esos hasta entonces planes míos, que se habían
desvencijado del todo.
29 de Mayo de 1995. Feliz
cumpleaños.
IV. AUTOCRÍTICA:
PRELUDIO
Quien más y quien
menos a lo largo de su vida se ha encontrado con profesores de esta ralea,
sobre todo en la adolescencia. Los Nekanes y Santos del mundo son legión. Aquí
y allá, es sacar el tema y encuentras experiencias paralelas, odios semejantes,
en casi todas las personas. Sin embargo, hay quien ha sabido indultar sus
recuerdos mejor que yo.
Recientemente hablaría
de este tema con una amiga. A ella también le tiraron COU en Junio con una
asignatura: Literatura. Sin embargo, ella se mostró analítica y cerebral en la
conversación, o por lo menos con una capacidad para el perdón que yo no poseo.
—Acumulas demasiado
rencor —me dijo—. Demonizas a tus profesores y, aunque puede que obraran mal,
debes ser autocrítico y ver la imagen que proyectabas sobre ellos. Puede que
fuera injusto lo que te hicieron, pero un acto no les define.
—Escucha —le respondí
encendido—, por lo que a mí respecta esas personas son miseria humana. Seres
diminutos con una diminuta parcela de poder, profesores de Instituto, que teniendo
la alternativa de obrar bien o mal, deciden en todo caso hacer el hijoputa. Y si
no hacen más daño es tan solo porque su poder es muy pequeño, sólo por eso.
Aquella conversación
todavía se prolongaría largos minutos, horas tal vez, pero lo dejaremos aquí. Al
menos en mis relatos me gusta tener la última palabra.
V. AUTOCRÍTICA
He tenido tiempo, años
y años, para pensar en todo esto. Sobre todo en los porqués. He hecho incluso
autocrítica, como me reclamaba mi amiga, y creo que sé por qué me suspendieron.
Eliminado el concepto conocimientos —en ningún caso me suspendieron por no
dominar aquellas materias—, el componente determinante hubo de ser otro, de
carácter subjetivo y personal. En mi caso creo que fue mi espíritu
contestatario. No habiendo sido nunca, ni en mi adolescencia ni ahora, un gran
rebelde, ni el que más piras hace, ni el gamberro de clase, tampoco me he
callado nunca ante un abuso de poder. Mi espíritu ácrata me exige contestar a
quien haga falta, aunque ostente el poder, lo que de una manera extraña torna a
la vez en mi virtud y mi maldición.
De tal forma, en
salesianos, donde cualquier atisbo iconoclasta era suprimido en mor de la
moralina católica que allí se impartía, hacerme repetir curso puede verse como
un trasunto de ordalía, como una intentona de ponerme en mi sitio, de hacerme
pasar por el aro pancista religioso. Por insolente. El hijo pródigo que estaba
perdido y tal. Bendita educación cristiana, amén. Valientes bastardos.
De la misma manera, mi
ánimo inconformista en COU también me trajo numerosos problemas con otra
profesora, la de Euskera, que, para peor, era la tutora de mi clase. Luisana se
llamaba, nombre que no tiene más que rimas asonantes. De ella os podría contar
mil y una historias —que nos expulsaba sin motivo de clase a mí y a otros dos
hasta que el director Araluce la hizo recular, que me suspendió una evaluación con
una nota media de ocho en los exámenes por entregarle un martes una redacción
que nos había pedido para el lunes, etecé— pero para qué. La esencia es que lo
hacía todo porque sí. Sistemática, esquizofrénicamente. Finalmente no me pudo
suspender porque aquel año estaba yendo a un Euskaltegi y sabía más euskera que
en toda mi vida. Me la imagino entonces consumida por una ira abierta. Ay, Luisana.
Deseaba suspenderme, deseaba tirarme como fuera COU en Junio, y no podía. ¿Qué
hacer entonces? Y se le tuvo que ocurrir. Visualizo la escena perfectamente:
Luisana hablando con Nekane, la profesora de Geología, única asignatura de
evaluación subjetiva en la modalidad de Ciencias (aunque ya hemos visto también
cuán subjetivas pueden ser las Matemáticas). Nekane, la gorda, la fea, la
lesbiana, la enemiga eterna del género masculino. Odiaba a los chicos, era un
axioma. En clase, se ensañaba poniéndonos contra la espada y la pared y
exámenes parejos —leed “copiados”— sacaban mejores notas si eran escritos por
las chicas. Y yo no solo era chico, sino que también era contestón, así que
cuando Luisana le fue con la cantinela de que me suspendiera —le fue, estoy
seguro—, probablemente Nekane no puso muchas pegas. Total, solo era un hombre
más, un capullo más. Daba igual que el examen estuviera corregido y escrito un
“SUFICIENTE”. Con tachar la nota y escribir “INSUFICIENTE ALTO” debajo con otro
color sobraba. La historia le ajustaba a Nekane como esas licras moradas que se
solía poner.
Así ocurrió. Estoy
seguro de que así ocurrió. En un Instituto donde todos aprobaban COU en Junio
por su cara bonita, bastó la ojeriza enfermiza y subjetiva de dos profesoras en
contubernio para mandarme a Septiembre. Nadie investiga los institutos, donde
los educadores —toma eufemismo— son soberanos. Hacen y deshacen, parten y reparten. No ganan
nada puteándote, no les va la vida en ello, ni siquiera es justo lo que hacen,
pero lo hacen tal vez por, en su pequeñez, sentirse más poderosos. Porque
pueden, lo hacen. Cambian tu vida, la manejan en un punto dado como si fueran
dioses, como alfareros locos moldeando la arcilla de tu futuro, malvadamente
conscientes de que sus decisiones repercutirán durante años, y les da igual. Es
la esencia pura del mal, el practicarlo sin un beneficio propio. Es el suyo un
puteo arbitrario, pueril, ominoso, gratuito.
Eso intentaba
transmitirle a mi amiga, que no esconde ningún bien la acción de suspenderte
teniendo la capacidad y la obligación objetiva y profesional de no hacerlo. Sin
alegatos victimistas, sin autocrítica, sin lamentos por no haber recibido
favores —no los he querido, no los quiero—, precisamente eso intentaba
transmitirle: que si los hijosdeputa volaran, no veríamos el Sol.
VI. SOBRE EL ODIO
ACUMULADO - REFLEXIÓN
Mi amigo Ernesto me
trae un día una anécdota sobre su primo. Por lo visto su primo las pasó canutas
en los salesianos de Bilbao —nuevamente
sale esta congregación, qué tendrán los salesianos para ser tan queridos—. Pero
canutas de verdad. Y por lo visto, muchos años después se encontró por la calle
con el profesor que más canutas se las hizo pasar.
—¿Don Agustino? —se
dirigió a él—. ¿Se acuerda de mí, Don Agustino?
—Pues la verdad es que
no —respondió Don Agustino.
—¿No sabe quién soy,
Don Agustino? ¿De verdad no se acuerda de mí? —le repitió.
—Pues no caigo, hijo —volvió
a responderle Don Agustino—, no me acuerdo de ti…
—Pues yo sí me acuerdo
de usted.
Y sin mediar más
palabra, del rencor de un niño salió un puño de adulto que se topó bruscamente
con la cara de Don Agustino. Y luego otro, y otro más. Pim pam, pim pam, Don
Agustino. Para que la próxima vez se acuerde de mí.
Puestos a sentir
empatía, entiendo perfectamente los sentimientos del primo de Ernesto hacia ese
tipo de educadores todopoderosos. Más o menos, reflejan cristalinamente los
míos. Una conversación reciente es representativa de ello. Mi amigo Iñaki, que
coincidió conmigo en salesianos de Barakaldo, me trajo hace poco una noticia:
—Ha muerto Fito —me dijo.
Fito, bautizado
Adolfo, era el profesor de Dibujo en salesianos. Su especialidad era la
ridiculización del alumno, ridiculización con ensañamiento hacia defectos
físicos, vestimenta que llevaras, forma de hablar, lo mismo daba. Disfrutaba
con la humillación ajena, punto.
—Un hijodeputa menos
en el mundo —fue mi respuesta. Cuesta sentir pena por la muerte de personas que
consideramos malas. Desprenderse de ese odio, el primo de Ernesto lo sabía, yo
mismo lo sé, no es sencillo. Y aún añadí—. Sólo falta que se muera Santos.
Y en ese punto mi
amigo Iñaki me miró como si estuviera hablando con un psicópata y yo,
grotescamente, le sonreí como tal.
VII. SOBRE EL ODIO
ACUMULADO – COROLARIO
Era el 29 de Mayo de
1995, lo recuerdo perfectamente. Era mi cumpleaños. El día que suspendí COU en
Junio cumplía 19 años. Ya en Septiembre, la profesora que me suspendió, Nekane,
ni se personó al examen porque estaba en un campamento de temática homosexual —no
me lo invento, nadie podría inventarse una historieta semejante de no ser
cierta— en alguna montaña navarra. Huelga comentar que aprobé dicho examen
huérfano de profesora, pero sí añadiré el dato de que en Selectividad saqué un
8,5 en Geología, tan poca sabía (en Matemáticas obtuve un 10, por cierto,
nuevamente la Medalla Fields rondándome). Pero el daño ya estaba hecho. Entrar
en Económicas o Empresariales en Septiembre era una entelequia.
Y bien, esa es mi
historia, o al menos parte de ella. Confieso que catorce años después, adulto y
padre, “señor” que me llaman los niños, aún no me puedo quitar de encima ese
odio intestino que me adviene cada vez que lo revivo. La raíz de ocho entre
cero y aquel “Insuficiente Alto” me sublevan cada vez que los recuerdo, cada
maldita vez. Son un lastre recurrente, una losa, así que me digo: plásmalo en
papel, escríbelo, vacíate, cuéntalo todo a modo de expurgo con sus nombres
reales para que se lean y se reconozcan. Verba
volant, scripta manent.
Y eso hago, y escribo,
y releo mi escrito, y en mi mente resucitan aquellos recuerdos, y de nuevo
resurge el odio de antaño, y redescubro que no perdono a los hijosdeputa,
muertos o vivos.
Inmarcesible —«que no
se puede marchitar»— es una palabra que solo justifica su existencia en poder
definir el rencor, ninguna otra función tiene. Todo lo demás se marchita,
pierde su brillo, no así el rencor, que sabe mantenerse incólume.
Inmarcesible, así es
mi rencor. Joder aún cuánto asco.
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