Nada te
persigue,
nada te
atormenta,
es tu
miedo...
eres tú.
Gerardo
Rocha
I.
En las sombras de la noche, en las fauces de un Dios oscuro, aguardo…
(…)
Tinieblas cerradas por todas partes, negrura. De izquierda a derecha apenas metro y medio en el que desenvolverme. A solas conmigo mismo. En silencio absoluto. En una oscuridad absoluta.
Encerrado. ¿Desde hace cuánto? ¿Años? ¿Siglos? ¿Eones? ¿Desde antes de nacer tal vez? Si tuviera que aventurar cuánto tiempo llevo aquí no sabría decirlo.
¿Y dónde estoy? Tampoco sabría indicarlo, a pesar de llevar infinitas vidas cuestionándomelo, preguntándome qué he hecho para ser merecedor de tan protervo castigo, la noche eterna en vida.
He olvidado mi nombre, así que disculpad si no puedo presentarme a mí mismo. Sólo quedan en mi cabeza rescoldos de lenguaje, cenizas de palabras, con las que hilvanar estos pensamientos. Todo lo demás ha huido, para dejar paso a la locura. Sin recuerdos ni emociones, encerrado desde siempre en esta calígine de cemento…
II.
Algo muy malo debí hacer en mi otra vida, pienso, para recibir esta tortura intemporal, hostigado por la letanía oscura de mi aislamiento. ¿Mas el qué? ¿Tal vez humillé a alguna deidad rencorosa y esta es mi retribución, una vida sin término ni principio, enclaustrado con mis pensamientos por los siglos de los siglos? ¿Quizá, pese a sentirme como tal, no soy humano y fui enterrado en vida bajo toneladas de tierra que sepultaran mi memoria? ¿Pudiera ser, elevando mis disquisiciones al absurdo, que haya alcanzado ya la muerte pero no lo sepa?
No, eso no puede ser. En algún perdido lugar de mi psique resquebrajada tañen unas palabras aprendidas en algún momento olvidado: «Pienso, luego existo», rezan.
Si hay pensamiento, si hay gnosis, hay vida.
III.
¿Hay vida, he dicho? ¿Vida? ¿Qué vida?
¿Acaso es vivir este perenne ser? ¿Es vivir este sucedáneo de vida? ¿Es vivir este sepulcro lúgubre y angustioso en el que habito desde los albores? Mi cárcel es mi imaginación, mi alma vacía mis barrotes de acero. Nada más hay. Nada más puedo contar. Pertinaz, indestructiblemente, encierro y negrura por los tiempos de los tiempos, arropado por el ensordecedor rumor de este silencio categórico. Gritaría mi impotencia si no la hubiera gritado tantas veces que he roto mi voz. Lloraría varios océanos si todas mis lágrimas no hubieran sido derramadas ya.
Y lo peor no es lo hueco de mi existir, lo baladí de no recordar ni la propia identidad, extraviada en algún período pasado. Lo peor de este umbrío e inacabable encierro es el aburrimiento, absoluto, inexorable. Un aburrimiento que no arroja ni un resquicio de luz que devuelva una guía a mis ojos.
Un aburrimiento que en su mudo sadismo no me devuelve ningún eco. Un aburrimiento imperecedero, monótono, como la noche, como toda la oscuridad del Universo…
IV.
Me he dormido. ¿Cuánto habré dormido? Lo mismo da, quizá incluso siga durmiendo y solo crea haber despertado. O quizá solo crea haber dormido, quién lo sabe. Tal es mi vigilia, irreal, difusa, abstracta.
No me merezco esto, no me lo merezco. ¿Pero quién se lo merece? ¿Y por qué? A ratos casi no me importa continuar encerrado, a ratos me conformaría apenas con saber por qué. Mi curiosidad subraya incesantemente, como una grabación, esas dos palabras: ¿Por qué?
¿Por qué?, restallando incesantemente en los escombros de mi cordura. Resultan dantescos los esfuerzos de mi mente por entender la nada.
V.
Intento entonces desentumecerme en el sofocante légamo de mi penal –penal en ambos sentidos de la palabra, reparo-, en este angosto metro y medio que se me ha dado para moverme, para inmovilizarme. Me revuelvo en el interior del monstruo impío de mi reclusión, monstruo que me devora el alma, que me deglute en su lenta digestión por la que se suceden civilizaciones. Me muevo en su interior como buceando en una gelatina viscosa, como adentrándome en un tenebroso fangal, a cámara lenta, temeroso de dar con las paredes con que sé voy a topar.
Siempre paredes, siempre…
Siempre paredes, de tacto metálico…
Ni tibias ni frías, ni secas ni húmedas, abúlicas, tan solo impenetrables, paredes…
Siempre paredes.
Estoy encerrado y lo sé. El encierro es inherente a mi ser, es mi certeza descartiana, mi verdad primera, mi única verdad. Aún así, qué insufrible sufrimiento, qué cainita odio hacia mi captor, cada vez que mis movimientos me hacen dar con las paredes.
Decido finalmente estarme quieto. No efectuando ningún movimiento, ambiciono, quizá consiga en algún instante no sentirme acorralado por estas irrespirables paredes.
VI.
Mas la quietud no hace sino infundir nuevos bríos a mi curiosidad.
Y es que, vuelve contumaz mi desesperación a la carga, he de saberlo:¿Por qué este macabro subsistir? ¿Por qué no se me lleva la muerte? ¿Por qué hasta el olvido se me niega? Anhelo morir y abandonar este desespero sin principio ni final, mas no sé cómo. Ruego todos los días, Dios lo sabe, porque la parca me encuentre aquí donde esté, en este recoleto calabozo, y con sus dedos ebúrneos me señale y me diga:
- Ven conmigo. Tu encierro ha terminado ya. No más negrura. No más paredes. Sólo yo. El olvido y yo.
Pero nunca llega, jamás escucho estas palabras, y mi encierro se sigue prolongando en minutos con la envergadura de horas, en horas con la envergadura de días, en días con la envergadura de siglos. El tiempo carece de sentido en esta prisión estrecha.
Mi inmarcesible existir se burla incluso de la muerte.
VII.
Un recuerdo fugaz de una existencia olvidada vuelve a cruzar mi mente. Algo sobre un ángel que osó desafiar a Dios y estuvo una eternidad cayendo hacia los abismos. Algo sobre el Infierno, concepto abstracto donde los haya. ¿Y si el Infierno no fuera un lugar físico sino esa eternidad cayendo? ¿Y si no existiera lugar físico más aterrador que la nada, aislado de toda percepción sensorial? ¿Y si nada hubiera más horrible que estar eternamente con uno mismo?
Así entendido, el Infierno no sería sino esta soledad absoluta en la que habito, esta realidad bruñida de brea. Igualmente, los demonios que me mortifican no serían sino producto de mi desquiciada inventiva. De esta manera, el tormento eterno consistiría en esta zozobra que continuamente me oprime el pecho, obligándome a respirar a bocanadas.
Todo esto cavilo en mi delirio, a años luz de las postrimerías de la razón.
VIII.
Y el silencio, este maldito silencio, sempiterno, tan absoluto que es atronador. Un silencio que resuena en mi cabeza como un diapasón gigante, golpeando, bom, bom, bom. En un intento vano de alejarlo cierro con violencia estos ojos míos ciegos por el desuso. Es imposible. El silencio está dentro de mí, forma parte de mí. El silencio soy yo.
IX.
Mi destino aparece enlutado, mi alma es un cenotafio. La ya de por sí triste pátina de mi vivir se decolora aún más ante lo cinéreo de mi invierno, ante lo cruel y gris de mi fatalidad. Triza mi invidencia mi memoria hisopada de lágrimas.
Juguetea mi apergaminada psique con las palabras a modo de expurgo, entrelazando metáforas y pespunteando juegos florales, único entretenimiento que parece encontrar.
La oscuridad cada vez parece más cruda, más intensa, más cegadora. Y desespero, enloquezco, caigo un poco más…
X.
Elige mi abyecta suerte ese momento para obsequiarme con un barrunto de lucidez, para regalarme una plétora de conceptos carentes de contenido y nombres vacíos que acuden a mi cabeza a la velocidad del frenesí.
Entonces, en mi vesánico estado, observo: Soy Cristo en el Gólgota, ascendiendo infinitos vía crucis. Es mía el hambre y la sed de Tántalo. Palpo en mi costado el hígado incólume de Ticio devorado sin piedad por un águila. La vergüenza de Orfeo es mi vergüenza. La roca de Sísifo, cayendo obstinadamente ladera abajo día tras día, cae de la misma manera que cae mi razón. Incluso más punzante que el veneno que resbala sobre la frente de Loki es mi tormento. Y pese a no entender ninguna de estas visiones sin sentido, pondero que gustosamente me cambiaría por cualquiera de ellos, sean quienes sean.
Porque no hay castigo comparable a mi castigo.
Porque no hay condena equiparable a mi negrestina soledad.
XI.
Puedo notar a mi corazón quebrándose instantes antes de que la angustia me arrastre de nuevo al gélido pozo de la desesperanza, hundiéndome en su inacabable sima. No es autocompasión lo que me abate, sino una cólera abierta y viva que en mil pedazos me desgarra en jirones de piel, osamenta y vísceras. Mi voz huera pregona su impotencia entre estas paredes de aflicción, berreando quedamente de rabia, enésima vez que lo hace probablemente.
Porque a pesar del inenarrable dolor, no puedo evitar una sensación de deja vú, de haber vivido esta laceración incontables veces, acaso la penúltima hace insignificantes minutos. Espacio y tiempo se confunden en este impenetrable confinamiento. Maquinalmente, soy consciente de que mi dolor es perpetuo, de que mi condena no tiene vencimiento.
Ni tan siquiera tiene principio.
Y en esta broma anacrónica que me ha tocado vivir, sin esperanza alguna, enloquezco ante la promesa de saberme inmortal.
(…)
En las sombras de la noche, en el páncreas del negro, en las fauces de un Dios oscuro, aguardo…
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XII.
El horror sabe adoptar formas extrañas. Ahora, sea cuando sea «ahora», decenas de hombres vestidos de blanco me conducen a habitaciones igualmente níveas y me cosen a preguntas. Al no obtener respuestas horadan mi cuerpo hasta dejarlo como un acerico. No reacciono. No estoy allí.
- ¿Dice usted que lo encontraron así? –escucho preguntar.
Entreveo ser yo el velado objeto de la pregunta, mas no acierto a entender nada. Una mujer cuyo aspecto me resulta vagamente familiar me sujeta la mano izquierda. ¿Por qué?
- Sí, doctor –responde la mujer-. Tal cual lo ve lo encontramos, catatónico.
El hombre vestido de blanco escribe entonces anotaciones nerviosas en un cuaderno. Aún así, me parece como si se moviera a cámara lenta.
- ¿Y cuánto tiempo estima que pudo estar encerrado en el ascensor? –vuelve a la carga el hombre de blanco.
- No más de dos horas, doctor. La luz se fue en todo el edificio y no pudo ser mucho más tiempo lo que tardó en volver. Pero fíjese en su estado. Está completamente ido. ¡Y no fueron más de dos horas!
No fueron más de dos horas, dice la mujer y se le arrasan los ojos. No lo entiendo. ¿De quién hablan? ¿A qué se refieren? ¿Quién soy yo?
- Para un claustrofóbico del grado de su marido el tiempo carece de valor, señora –se muestra condescendiente el hombre de blanco-. Lo que para usted fueron dos horas para él pudieron ser muchas más…
- Pero es ridículo –gimotea la mujer, incapaz de contener las lágrimas-. Nadie puede terminar así por estar dos horas encerrado a oscuras en un ascensor. Es excesivo hasta para un niño y él es un adulto. No tiene sentido.
La mujer se encoge y se tapa la cara con las manos para que no la veamos llorar. De las palabras escuchadas, lo único inteligible que consigo aprehender es que estiman mi sufrimiento en dos horas. Cuán ridículo.
- Sea fuerte –le alarga un pañuelo el hombre de blanco-. Tiene que ser fuerte, mujer…
- ¿Pero volverá, doctor? – lagrimea-. ¿Volverá algún día?
- Quién sabe –responde lacónico el hombre de blanco-, quién puede saberlo…
XIII.
La marioneta de mi cuerpo, el títere de mi esqueleto, vuelve a ser sometido a multitud de pruebas. Como si me viera a mí mismo en una película nebulosa, observo aséptico e indiferente cómo me introducen en una bañera con hielos o me repercuten descargas eléctricas por la espina dorsal o adhieren parches en mi frente en busca de los restos de lo que fui. Cualquier acción, por leve o nimia que hubiese sido, hubiera supuesto una gran gesta para esa gran nulidad, esa insondable oquedad, en que he tornado. Mas no se obra el milagro. Lázaro esta vez no sabe cómo levantarse y echar a andar, incapaz incluso de interpretar la voz que le ordena regresar.
No queda un fragmento de mi piel, ni tan siquiera un retal, que no haya sido claveteado por todas las jeringuillas del mundo cuando mis resucitadores desertan de seguir intentándolo. Sus loables y mesiánicas intenciones no pueden sino sucumbir ante la terquedad de este trasunto de muerte que he elegido vivir -o trasunto de vida que elegido morir, el matiz resulta irrelevante-.
La ciencia no alcanza a llegar adonde me hallo, tan profundamente he descendido.
XIV.
Como en un sueño, todo envuelto en una neblina pegajosa, se me llevan al fin a una cama, rígida como una tumba. Resulta apropiado. Soy un cadáver. Un cadáver cuyos ojos de muerto, ojos selladamente abiertos, observan el techo sin verlo. Inmutable, perpetuamente.
A menudo, la mujer del otro día se sienta a mi lado y puedo escuchar su llanto esforzado. Llora mucho, quién sabe por qué. Llora y llora hasta que un día deja de venir y jamás la vuelvo a escuchar. Qué importa.
Ya nada importa. Ya nada soy.
XV.
Encerrado. En una oscuridad absoluta. En silencio absoluto. A solas conmigo mismo. Tinieblas cerradas por todas partes, negrura.
(…)
En las sombras de la noche, en el páncreas del negro, en las fauces de un Dios oscuro, resido…
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