Se mueren de sueño los sueños.
Esos recurrentes, gastados
por el uso, aquellos sueños
que nunca abandonaron
su dimensión onírica.
Encerrados en su irrealidad,
enfrentados a su no existir,
a suponer una mera alucinación,
una nota discordante
en el campo del violín,
tornan figuras yacentes,
bostezantes,
impotentes,
somnolientos sueños
entre las amapolas de Oz.
Quimeras repetidas,
malgastadas,
deshidratadas,
sin lustre ni vigor,
condenadas a perpetuidad
a no hallar su propio reflejo,
al retiro ilusorio
de la incomunicación.
Esbozos de proyectos,
bosquejos de delirios,
¡sucedáneos de sueño!
bastardos augures del vacío
esnifando humo invisible
como eremitas desequilibrados,
expatriados profetas de la nada
en la cueva de la inconsecuencia.
Anhelos ciegos,
frustrados,
frustrantes,
asideros viscosos,
como quien araña un horizonte
(sin ninguna oportunidad).
Inanes, pero no inofensivos,
moribundos de apatía,
¡sueños muertos de sueño!,
narcolépticos,
bajo el techo de escayola.
Fuegos de artificio,
mentiras pueriles,
glaucomas silenciosos
que obturaron nuestra visión,
Léolo Lozzone sumergido en hielo
—la canción de Bianca acallada,
ojos rielantes en fase REM —
escrutando desde su bañera
la posibilidad de un Nunca Jamás
con énfasis en nunca,
con hincapié en jamás.
Sueños bobos,
que a fuer de tanto ser soñados.
murieron de sueño.
En la biblioteca olvidada de tu memoria,
en el nistagmo nervioso de tu mirada
en el hueco de tu pecho, ahí están:
sueños rotos, sueños lúcidos,
y, en medio, los sueños muertos de sueño;
de aburrimiento, de desgana,
de cansancio, del sueño que produce
la absurdidad del solipsismo:
bien saberse apenas una persona,
bien soñarse tan solo un sueño.
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