«¿Sabes quién fue el primer alfarero?», me preguntó mi
padre en la Plaza de Priego, Cuenca. Luego ahuecó la voz y respondió
solemnemente: «Dios».
Y como si lo que hubiese dicho fuese un ritual tan
ineludible como santiguarse en la Iglesia, nos adentramos en Magán. Allí, desde
un lateral del patio, manos, arcilla y sudor una misma cosa sobre el torno, Magán-Padre
hacía girar la platina empujando enérgicamente la rueda con el pie. «¿Listo
para bajar al Infierno?», me acarició de tierra el moflete, capitaneándonos hacia
su cueva.
Vertical e interminable, siempre hacia abajo, aquellas
paredes tenuemente iluminadas asemejaban catacumbas que condujeran al Averno. Estaba
aterrado. Todo miedo, sin embargo, se esfumó como por ensalmo. En lo más
recóndito de su alfarería aguardaba lo mejor de su arte: vasijas imposibles, azulejos
esmaltados, platos decorados de indescriptible belleza, lámparas
cascabeleantes...
Y ahí fue que Magán-Padre invitó al mío a algún licor;
mientras yo hipnotizado, infantilmente circunspecto, ponderaba: «Caray, quién
lo iba a decir, vaya sitio tan hermoso el Infierno».
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