—Señor conde —comenzó Patronio—, uno de
estos hombres llegó a tal extremo de pobreza que no le quedaba en el mundo nada
que comer. Habiéndose esforzado por encontrar algo, no pudo más que encontrar
una escudilla de altramuces. Al recordar cuán rico había sido y pensar que
ahora estaba hambriento y no tenía más que los altramuces, que son tan amargos
y saben tan mal, empezó a llorar, aunque sin dejar de comer los altramuces, por
la mucha hambre, y de echar las cáscaras hacia atrás. En medio de esta congoja
y este pesar, notó que detrás de él había otra persona y, volviendo la cabeza,
vio que un hombre comía las cáscaras de altramuces que él tiraba al suelo.
—El conde Lucanor, Don Juan Manuel—
Hasta las heces, hasta la
náusea,
rebañando el fondo del
plato,
cuscús de babas, al pesto,
al pil-pil,
babas al papillot,
marmitako, olla podrida,
caldo, quiché, wok oriental
de babas,
o en crudo, sashimi de
babas, ¡umh!
La receta es sencilla:
un ser lastimero come
altramuces;
arrastrándose tras él, otro
devora,
con ansias, las cáscaras
que arroja,
su labio belfo de retrasado
mental
derramando densas babas de
drupa
mientras engulle y gimotea…
Bien, recojámoslas,
trabajemos esa materia
prima.
¡Cocina de aprovechamiento!
El desayuno de los
campeones
esa tercera cadena de la
vergüenza,
las babas de cáscaras de
altramuces.
…
Así, recomencemos,
las posibilidades son
infinitas:
en puchera, fricasé, fondué
de babas
fumet, espuma de babas, esferificación,
babas tres estrellas Michelín,
levemente salpimentadas,
con una presentación
primorosa,
y un emplatado perfecto,
caprichoso trampantojo
que esconda lo que son.
Algún comensal,
probablemente,
torcerá el morro al
probarlas
—¡coño, joder, está
comiendo
babas de cáscaras de
altramuces!—,
pero es labor obligada del
chef
mostrarse perplejo y
ofendido:
«Mon Dieu!», juzgar su cucharón.
La gran mayoría, no
obstante,
le pillarán el sabor a la
primera
(hay quien comería
cualquier cosa,
incluso sin excesiva
hambre),
o quizá solo tragarán con
fruición,
por miedo a mostrarse
ingratos
ante ese resto de babas,
ese residuo
que tan amorosamente se le
ofrece.
¡Ñam! ¡Ñam! ¡Glubs! Slurp…
…
El plato de moda, el alimento
primordial,
¡babas de cáscaras de
altramuces!
Los tecnócratas sonríen alborozados,
brindando con Chateau
Lafite de 1945,
retrepados de gusto en sus
asientos,
sus grandes papadas
deglutiendo becadas
como Gargantúa engullía
parvulitos.
¡Y ay de aquel que reniegue
de sus bondades!
¡Ay de quien refute su saludable
capacidad
antioxidante, laxante y rejuvenecedora!
Serán tachados de locos,
trasnochados, antisistema,
izquierdistas utópicos, sus pies nunca en el
suelo…
Ni griegos ni españoles
eligen el menú.
El dogma establece comerse
los despojos,
la base de la nueva dieta
mediterránea.
…
Y el mensaje ha calado, observad:
los comedores sociales las
reparten
con misericordiosa
conmiseración;
muchachas que nunca
aprendieron a cocinar
levantan en cada esquina
franquicias de babas,
comida rápida para
conformistas lameculos
deseosos de beberse esos
salivazos racionados
(satisfechos y hasta
colmados, se diría);
sin olvidar los anuncios de
televisión,
recordándonos nuestra
ración diaria de soma,
animándonos a esa felicidad
viscosa
al alcance de nuestras
posibilidades:
«Qué ricas,
comprad,
probadlas,
menos es más:
¡babas
de cáscaras de altramuces!»
En todo supermercado
y grande superficie.
…
Así es el mundo, en
resumen,
en su inmensa mayoría
un rebaño acojonado y servil,
gastronómicamente
ignorante,
hartándose de un plato
que a mí me sabe a mierda.
Aunque supongo,
o prefiero pensar,
que cada vez más gente
preferimos la hambruna
o morir de inanición
antes que la indignidad
—¡qué asco, Dios!—
de comer altramuces.
No digamos ya
la zurrapa
de esas babas
de cáscaras
de altramuces
que los dioses
desde el cielo…
…nos escupen.
.
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