La
envidia es una declaración de inferioridad.
—Napoleón
Bonaparte—
Sin problema puedo entender la lujuria,
el placer descontrolado y genital de la
carne,
o incluso, consustancial, como buen
vasco,
empatizar con el dulce pecado de la gula.
Los iracundos tampoco me son desconocidos
—¡el reptil que fuimos acecha en cada
interior!—,
y en este mundo de consumistas dementes
resulta tristemente inevitable rodearse
de codiciosos.
Y qué decir, ¡ay!, de la soberbia o la
pereza,
el espejo desde el que se eleva mi
colchón,
el colchón donde dejo descansar mi
espejo.
Todo esto declaro, confieso y firmo.
No obstante, juro y perjuro aquí
que la ENVIDIA me es desconocida.
¡La envidia, argh!, el más abyecto
y grotesco de los pecados,
privilegio de desgraciados
y acomplejados incapaces.
Vergonzoso cáncer espiritual,
la puta envidia; larva parasitaria
reptando por los intestinos,
el páncreas y el corazón
de los autodisminuidos,
erupcionando atópicamente
como una eflorescencia multicolor
con la vistosidad de los eczemas
de quien no se soporta a sí mismo.
Ni siquiera es necesario destacar
o aquilatar grandes virtudes, no,
los envidiosos son imaginativos
y fabrican su propio alimento.
Estigma entre los estigmas,
me asquea, me provoca arcadas,
incluso he llegado a vomitar, ¡coño!,
al advertirla en los ojos de familiares
o en legañas de quien considero amigos.
La envidia no.
Esa es mi envidiable suerte.
.
La envidia es el único 'pecado' con el que no se disfruta. Pavada de pecado. Aunque fuera por puro egoísmo no es lógico ser envidioso. Que tampoco comparto, a Dios gracias.
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