Altos Hornos, Agur
Aquel umbrío día bajábamos por la misma cuesta que tantas veces habíamos subido, pero todo era diferente. Aquel día, como si de un toque de queda se tratase, todas las persianas permanecían herméticamente selladas, mudas. De los bares donde todas las mañanas desayunaban los hombres, nuestros padres, colgaba el mismo cartel anunciando "Cerrado". De haber sabido que pronto se cerrarían para siempre a lo mejor hubieran abierto para repartir por última vez los sempiternos bizcochos con café negro al abrigo de una película porno rayada.
De haber sabido que ese cartel pendería por siempre de sus ventanas pertinaz, indestructiblemente, a lo mejor nunca lo hubieran colgado. Y mientras bajaba recordaba vivencias pasadas, no demasiado lejanas en el tiempo si me paraba a pensar. Mientras bajaba acudió a mi mente uno de los recuerdos que con más celo atesoro de mi adolescencia: descender la perpetua cuesta de la Iberia a las siete de la mañana para coger el tren que me llevará hasta mis tan odiados salesianos y admirar el talante con el que decenas de hombres desayunaban en silencio con la mirada fija en el televisor. Siempre a las siete, siempre bizcocho, siempre café negro, siempre película porno…. Había incluso quien la emprendía con un anís, un coñac o ambos. Con dos cojones.
A eso le llamo yo un desayuno y no al capuchino con croissant con que tantos se desayunan hoy en estos tiempos amanerados. Mientras yo iba a "estudiar" ellos se dirigían al tajo cargados con su bocata de barra y su correspondiente botella de vino. Y recuerdo como si fuera ayer lo feliz que desfilaba yo entre tanto trabajador ceñudo y somnoliento. Me sentía uno más de ellos (sin saber muy bien porque, todo sea dicho, ya que por aquel entonces todavía no había pegado ni un palo al agua), experimentando una empatía hacia ellos como nunca la he vuelto a sentir.
Había en el pueblo voces malintencionadas que se atrevían a decir que no eran más que una pandilla de vagos y borrachos, que era su holgazanería la principal culpable del cierre fabril, pero seguro que los que lo decían no se pasaban toda la mañana sudando bajo el infernal fuego de Mari Ángeles, el horno principal de la Gran Fábrica, la cadena a la que todos los sestaoarras estábamos atados de una manera u otra, el corazón de mi pueblo durante tantos años que ni los más ancianos recordaban el pueblo sin él.
Pero esa época tocaba a su fin. Aquel umbrío día el horno, nuestro horno, se apagaría. Y nadie quería perdérselo. A lo largo de la dársena de La Benedicta todos fuimos cogiendo posiciones para despedirnos de Mª Ángeles, el pilar sobre el cual se había asentado nuestro pueblo, nuestra familia, nuestra vida… Los más madrugadores delante, los remolones detrás. Todos estábamos allí. Sabíamos a ciencia cierta que las noticias nacionales ni se harían eco de dicho evento, pero ese pormenor no le quitaba relevancia al asunto. Para nosotros era el acontecimiento más trágico que podía ocurrir, la noticia más terrible que podrían ofrecernos.
Al fin y al cabo no todos los días aniquilan los recuerdos de tanta gente de un plumazo. Así, cientos, miles de personas aguardamos pacientemente hasta que, aquel umbrío día a las diez y veinte de la mañana, vimos cómo una persona empezó a subir los innumerables escalones que llevaban a lo alto de Mª Ángeles. Primero uno, luego otro. A cada paso una punzada en el corazón. Cuando alcanzó la cumbre se detuvo y aguardó sereno a que llegara la hora señalada para la ejecución: las diez y media de aquel umbrío día.
Todo el pueblo contuvo la respiración durante el tiempo que ese desalmado hombre permaneció sobre la cima. Apenas fueron unos minutos, pero tuvieron la envergadura de horas. Con la mirada fija en aquel hombre la tensión comenzó a mellar algunas morales y sobre los ojos de algunas mujeres empezaron a dibujarse las primeras muestras de tristeza. Los hombres no. Los hombres, nuestros padres, siguieron impertérritos guarneciendo sus emociones con la coraza de frialdad que se sobreentiende a los hombres duros. Y de repente las diez y media llegaron y todo fue muy rápido. Tan rápido…
El verdugo miró por última vez su reloj, empujó una palanca y el horno Mari Ángeles se extinguió, así sin más. Ella, en cuya matriz de metal se engendraron tantas familias, cuyo aliento de ceniza insufló tanta vida, se ahogó sin apenas un repique o un adiós. Su antaño altanero esqueleto de hierro apareció entonces estéril y el pueblo, destetado, boqueó en busca del pecho con cuya leche se había nutrido, rompiendo en llanto al hallarlo yermo. Desde Santurce a Bilbao, voces hueras pregonaron su ira a lo largo de la margen izquierda. Huérfana de madre, la tierra recordó por última vez las décadas de prosperidad y se tiñó de negro muerte.
Las esquinas ondearon de tristeza, las palabras se disfrazaron de silencio y, aquel umbrío día, mi pueblo gris fue más gris. Y los hombres, los abuelos de acero, nuestros padres, con los ojos legañosos de tanto engullir humo, lloraron por fin. Como párvulos, lloraron todos y cada uno de los esfuerzos disimulados durante generaciones. Lágrimas cenicientas, manantiales del Nervión, esfuerzos baldíos, silencios grises… Altos Hornos de Vizcaya nos había dejado. Para siempre. Y aquel umbrío día mi pueblo murió y vosotros no os enterasteis…
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Este relato consiguió el Segundo Premio de la Categoría B del Concurso de narraciones "Cuando Yo Era Joven" del Ayuntamiento de Leioa en el año 2003.
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