Se difumina la noche
bengalí. Como un milagro despierta la legión de niños con rostros de hombres.
Rostros coriáceos. Endurecidos.
─Despierta, Shahim ─sacude el moreno rostro que le abraza sobre la estera─. Vamos, despierta.
Echado sobre el suelo, el sol amanece para Shahim, que por un momento al abrir sus ojos parece enormemente triste. Luego su cuerpo se alabea como un junco y sonríe.
─Buenos días, Rasel.
Mientras se despereza, Rasel ya le ha alcanzado un pequeño trozo de pan.
─Venga, vamos ─ordena.
Es su hermano mayor, su voz no necesita de mayor autoridad. Shahim le sigue obediente, mordisqueando su pan según avanza. Es tan menudo que parece un ratón, sus incisivos blancos destacando sobre su rostro tiznado. Paralelamente, miles de pies descalzos avanzan hacia el mismo destino. Delgados como cadáveres, la legión de niños con rostros de hombres comparte un mismo rumbo. Son ellos: los cangalis, los pordioseros, los desheredados y olvidados. Las montañas de basura de Dacca les reciben humeantes.
─Tú busca por allí y yo por aquí, ¿vale, Shahim? ─señala Rasel una zona como cualquier otra del vertedero.
Shahim, ocho años, avanza ágil entre los despojos y la mugre hacia donde su hermano le ha indicado. Las moscas revolotean alrededor suyo, algunas aves carroñeras se apartan. Separar basura, ningún otro pensamiento ocupa su mente en esos instantes: separar el plástico del metal, el metal del cartón. Solo se advierte basura hasta el horizonte. Él sabrá separar la buena de la mala.
Como él, una marea de niños se afana en la misma tarea. Escarbando en la tierra con sus pequeñas manos, hurgando en la matriz de ese océano de basura. Sombras chinescas bajo la niebla de gases. Siluetas de hambre. Voces entre el hedor. Durante eternas horas, día tras día. Son tantos que podrían competir en número con las moscas. Decenas de miles. Una ciudad de niños.
─¡Rasel, Rasel! ─cae ya el atardecer cuando la cascabeleante voz de Shahim se eleva sobre el estrépito de niños faenando.
Rasel se gira para mirar a su hermano, que se le acerca dando brincos como una gacela, deslizándose sobre las dunas de porquería. Sabe que su hermano pequeño es dado a ilusionarse ante cualquier tontería que encuentra. ¿Qué será esta vez?, se pregunta. ¿Tal vez alguna fotografía de una chica guapa?, se ilusiona.
─¡Mira, Rasel! ─llega hasta su hermano mayor con la respiración entrecortada─. ¡Mira lo que he encontrado!
Shahim sostiene algo que encierra en su puño. Cuando abre su mano, Rasel no puede creer la imagen que sus ojos le trasladan: un anillo de oro.
─Es un anillo, Rasel, ¿lo ves?, un anillo de oro, y estaba ahí, bajo la basura, y lo he encontrado yo, un anillo de oro, Rasel… ─la infantil voz de Shahim habla atropelladamente.
─Ya lo veo ─Rasel coge el anillo con el índice y el pulgar, sosteniéndolo como si fuera el objeto más frágil del mundo─. Ya lo estoy viendo...
El anillo proyecta reflejos ambarinos incluso a través de ese humo espeso y asfixiante. Posee un poder hipnótico. Rasel le da vueltas, sopesando cuánto valdrá. Parece macizo. Quizá valga mil takas, estima. O quizá más. ¿Te imaginas que le dieran cinco mil takas por él?, fantasea. Eso sería increíble. Con ese dinero podrían dejar de ser cangalis. Con ese dinero podría sobornar a algún encargado de un taller para que les metiera a Shahim y a él de aprendices de electricistas. ¡Uauh, ambos electricistas! A los ojos de Rasel regresa una inocencia largo tiempo dormida.
─Con lo que nos dieran por este anillo podríamos ser electricistas ─su hermano pequeño parece haberle leído el pensamiento, el sueño que comparten─. Podríamos dejar la basura. Trabajar en un taller.
─Sí, sí… ─apenas alcanza a balbucear Rasel, quien continúa girando el anillo entre sus dedos, apretándolo con fuerza como para asegurarse de su solidez.
El sonido quebrado de unos pasos rompe sus ensoñaciones. Algunos caparazones de insectos se tronchan bajo los pies de una decena de niños que con paso firme se aproximan hacia ellos. Rasel no necesita volverse para saber de quién se trata. La voz irregularmente grave, adolescente, de Alauddin suena tras él:
─¡Tu hermano nos ha robado! ─grita a modo de saludo─. ¡Díselo tú!
─Sí, nos ha robado, Shahim nos ha robado ─uno de sus acólitos refrenda sus palabras.
Pero como un relámpago, más rápido quizá, Rasel ha escondido ya el anillo en su puño.
─¿Mi hermano os ha robado? ─se recompone del miedo que hace palpitar su labio inferior─. ¿Y qué os ha robado si puede saberse?
─Nos ha robado lo que escondes en tu mano ─responde Alauddin señalándole el puño que encierra su secreto─. Exactamente eso. Nosotros lo hemos encontrado, pero Shahim nos lo ha robado.
La decena de niños asiente las palabras de su líder. Sin dudas. Sin titubeos. En su religión las palabras de Alauddin son dogma. Rasel les observa. Se detiene en sus ojos endurecidos, abismos que se asientan sobre ojeras negras como medias lunas. Algunos tienen la mirada desencajada, probablemente por el pegamento. Otros sostienen como armas los alambres puntiagudos que utilizan para escarbar en la basura. Todos tendrán más o menos su edad, pondera. Doce años.
─Devuélvenos lo que es nuestro y no os pasará nada ─Alauddin engola la voz y da un paso al frente─. Si no, atente a las consecuencias…
Shahim ha contemplado la escena con la incredulidad. A pesar de su corta edad, ha entendido todo. Densas lágrimas como calamocos, incontinentes, caen sobre su rostro, abriendo entre sus mofletes regueros de suciedad.
─Yo no he robado ha nadie… ─deja escapar Shahim una exclamación llena de angustia ─. Yo no he robado a nadie ─repite.
Rasel lo sabe, y aproxima a su hermano hacia él. Le abraza por la cintura con una mano. En la otra, el metal del anillo bajo su puño cerrado parece transmitirle calidez. Rasel siente esa calidez en su mano, ascendiendo por su brazo, alcanzándole el cerebro, contándole quimeras sobre talleres y electricistas, narrándole otras vidas. Pero no debe escuchar al anillo. Debe acallar su voz. Ellos son muchos. Shahim y él solo dos.
─Toma, Alauddin ─abre la mano y deposita el anillo sobre la palma abierta de Alauddin, añadiendo on una genuflexión─: En nombre de mi hermano Shahim os pido disculpas por haberos robado…
─Pase por esta vez, Rasel ─Alauddin sonríe, la victoria ha sido sencilla y hace gestos a su banda para que se alejen─. Pero que no se repita o tu hermano se las verá con nosotros. No nos gustan los ladrones...
Y tan rápido como han venido, con el mismo sonido roto de pisadas aplastando insectos se alejan; «yo no he robado a nadie, yo no he robado a nadie…», las palabras entrecortadas de Shahim despidiéndoles como un mantra sollozante.
─¡Puah! ─escupe en el suelo Rasel cuando está seguro de que ya no les pueden ver─. ¡Son basura caminando sobre basura!
─Yo no he robado a nadie, ¿me crees Rasel? ─le dirige Shahim entre hipidos una mirada implorante-. ¿Lo sabes, Rasel?
─Lo sé, Shahim ─y abraza a su hermano pequeño, que llora con desesperación.
Las lágrimas se prorrogan durante minutos con la envergadura de horas. Rasel le abraza con fuerza, pronunciando su nombre como una oración, el corazón tañéndole en la sien con fiereza. Ambos están extenuados. Hoy no trabajarán más. Buscarán un lugar en el suelo donde echarse.
─Rasel, ¿tú crees que el anillo era bueno? ─le preguntará más tarde Shahim colocando su estera sobre el suelo.
─Seguro que era un anillo falso ─le miente─. ¿Qué loco tiraría un anillo de oro macizo a la basura? Por eso se lo he dado. Deja que ese necio de Alauddin se lo quede.
Shahim le sonríe. ¡Qué listo es su hermano mayor! Rasel le revuelve un poco el pelo y le devuelve la sonrisa, tragándose las lágrimas de rabia. Su hermano pequeño está bien y eso es lo importante.
Cae la noche bengalí. Echados sobre el suelo, ojos de adulto en rostros de niño se cierran. Abrazados. Hermanos y cómplices. Tras de sí crepitan las luces de Dacca, barnizando de tonos anaranjados y rojos sus sueños. Acaso como un milagro, mañana de nuevo despertará la legión de cangalis.
─Despierta, Shahim ─sacude el moreno rostro que le abraza sobre la estera─. Vamos, despierta.
Echado sobre el suelo, el sol amanece para Shahim, que por un momento al abrir sus ojos parece enormemente triste. Luego su cuerpo se alabea como un junco y sonríe.
─Buenos días, Rasel.
Mientras se despereza, Rasel ya le ha alcanzado un pequeño trozo de pan.
─Venga, vamos ─ordena.
Es su hermano mayor, su voz no necesita de mayor autoridad. Shahim le sigue obediente, mordisqueando su pan según avanza. Es tan menudo que parece un ratón, sus incisivos blancos destacando sobre su rostro tiznado. Paralelamente, miles de pies descalzos avanzan hacia el mismo destino. Delgados como cadáveres, la legión de niños con rostros de hombres comparte un mismo rumbo. Son ellos: los cangalis, los pordioseros, los desheredados y olvidados. Las montañas de basura de Dacca les reciben humeantes.
─Tú busca por allí y yo por aquí, ¿vale, Shahim? ─señala Rasel una zona como cualquier otra del vertedero.
Shahim, ocho años, avanza ágil entre los despojos y la mugre hacia donde su hermano le ha indicado. Las moscas revolotean alrededor suyo, algunas aves carroñeras se apartan. Separar basura, ningún otro pensamiento ocupa su mente en esos instantes: separar el plástico del metal, el metal del cartón. Solo se advierte basura hasta el horizonte. Él sabrá separar la buena de la mala.
Como él, una marea de niños se afana en la misma tarea. Escarbando en la tierra con sus pequeñas manos, hurgando en la matriz de ese océano de basura. Sombras chinescas bajo la niebla de gases. Siluetas de hambre. Voces entre el hedor. Durante eternas horas, día tras día. Son tantos que podrían competir en número con las moscas. Decenas de miles. Una ciudad de niños.
─¡Rasel, Rasel! ─cae ya el atardecer cuando la cascabeleante voz de Shahim se eleva sobre el estrépito de niños faenando.
Rasel se gira para mirar a su hermano, que se le acerca dando brincos como una gacela, deslizándose sobre las dunas de porquería. Sabe que su hermano pequeño es dado a ilusionarse ante cualquier tontería que encuentra. ¿Qué será esta vez?, se pregunta. ¿Tal vez alguna fotografía de una chica guapa?, se ilusiona.
─¡Mira, Rasel! ─llega hasta su hermano mayor con la respiración entrecortada─. ¡Mira lo que he encontrado!
Shahim sostiene algo que encierra en su puño. Cuando abre su mano, Rasel no puede creer la imagen que sus ojos le trasladan: un anillo de oro.
─Es un anillo, Rasel, ¿lo ves?, un anillo de oro, y estaba ahí, bajo la basura, y lo he encontrado yo, un anillo de oro, Rasel… ─la infantil voz de Shahim habla atropelladamente.
─Ya lo veo ─Rasel coge el anillo con el índice y el pulgar, sosteniéndolo como si fuera el objeto más frágil del mundo─. Ya lo estoy viendo...
El anillo proyecta reflejos ambarinos incluso a través de ese humo espeso y asfixiante. Posee un poder hipnótico. Rasel le da vueltas, sopesando cuánto valdrá. Parece macizo. Quizá valga mil takas, estima. O quizá más. ¿Te imaginas que le dieran cinco mil takas por él?, fantasea. Eso sería increíble. Con ese dinero podrían dejar de ser cangalis. Con ese dinero podría sobornar a algún encargado de un taller para que les metiera a Shahim y a él de aprendices de electricistas. ¡Uauh, ambos electricistas! A los ojos de Rasel regresa una inocencia largo tiempo dormida.
─Con lo que nos dieran por este anillo podríamos ser electricistas ─su hermano pequeño parece haberle leído el pensamiento, el sueño que comparten─. Podríamos dejar la basura. Trabajar en un taller.
─Sí, sí… ─apenas alcanza a balbucear Rasel, quien continúa girando el anillo entre sus dedos, apretándolo con fuerza como para asegurarse de su solidez.
El sonido quebrado de unos pasos rompe sus ensoñaciones. Algunos caparazones de insectos se tronchan bajo los pies de una decena de niños que con paso firme se aproximan hacia ellos. Rasel no necesita volverse para saber de quién se trata. La voz irregularmente grave, adolescente, de Alauddin suena tras él:
─¡Tu hermano nos ha robado! ─grita a modo de saludo─. ¡Díselo tú!
─Sí, nos ha robado, Shahim nos ha robado ─uno de sus acólitos refrenda sus palabras.
Pero como un relámpago, más rápido quizá, Rasel ha escondido ya el anillo en su puño.
─¿Mi hermano os ha robado? ─se recompone del miedo que hace palpitar su labio inferior─. ¿Y qué os ha robado si puede saberse?
─Nos ha robado lo que escondes en tu mano ─responde Alauddin señalándole el puño que encierra su secreto─. Exactamente eso. Nosotros lo hemos encontrado, pero Shahim nos lo ha robado.
La decena de niños asiente las palabras de su líder. Sin dudas. Sin titubeos. En su religión las palabras de Alauddin son dogma. Rasel les observa. Se detiene en sus ojos endurecidos, abismos que se asientan sobre ojeras negras como medias lunas. Algunos tienen la mirada desencajada, probablemente por el pegamento. Otros sostienen como armas los alambres puntiagudos que utilizan para escarbar en la basura. Todos tendrán más o menos su edad, pondera. Doce años.
─Devuélvenos lo que es nuestro y no os pasará nada ─Alauddin engola la voz y da un paso al frente─. Si no, atente a las consecuencias…
Shahim ha contemplado la escena con la incredulidad. A pesar de su corta edad, ha entendido todo. Densas lágrimas como calamocos, incontinentes, caen sobre su rostro, abriendo entre sus mofletes regueros de suciedad.
─Yo no he robado ha nadie… ─deja escapar Shahim una exclamación llena de angustia ─. Yo no he robado a nadie ─repite.
Rasel lo sabe, y aproxima a su hermano hacia él. Le abraza por la cintura con una mano. En la otra, el metal del anillo bajo su puño cerrado parece transmitirle calidez. Rasel siente esa calidez en su mano, ascendiendo por su brazo, alcanzándole el cerebro, contándole quimeras sobre talleres y electricistas, narrándole otras vidas. Pero no debe escuchar al anillo. Debe acallar su voz. Ellos son muchos. Shahim y él solo dos.
─Toma, Alauddin ─abre la mano y deposita el anillo sobre la palma abierta de Alauddin, añadiendo on una genuflexión─: En nombre de mi hermano Shahim os pido disculpas por haberos robado…
─Pase por esta vez, Rasel ─Alauddin sonríe, la victoria ha sido sencilla y hace gestos a su banda para que se alejen─. Pero que no se repita o tu hermano se las verá con nosotros. No nos gustan los ladrones...
Y tan rápido como han venido, con el mismo sonido roto de pisadas aplastando insectos se alejan; «yo no he robado a nadie, yo no he robado a nadie…», las palabras entrecortadas de Shahim despidiéndoles como un mantra sollozante.
─¡Puah! ─escupe en el suelo Rasel cuando está seguro de que ya no les pueden ver─. ¡Son basura caminando sobre basura!
─Yo no he robado a nadie, ¿me crees Rasel? ─le dirige Shahim entre hipidos una mirada implorante-. ¿Lo sabes, Rasel?
─Lo sé, Shahim ─y abraza a su hermano pequeño, que llora con desesperación.
Las lágrimas se prorrogan durante minutos con la envergadura de horas. Rasel le abraza con fuerza, pronunciando su nombre como una oración, el corazón tañéndole en la sien con fiereza. Ambos están extenuados. Hoy no trabajarán más. Buscarán un lugar en el suelo donde echarse.
─Rasel, ¿tú crees que el anillo era bueno? ─le preguntará más tarde Shahim colocando su estera sobre el suelo.
─Seguro que era un anillo falso ─le miente─. ¿Qué loco tiraría un anillo de oro macizo a la basura? Por eso se lo he dado. Deja que ese necio de Alauddin se lo quede.
Shahim le sonríe. ¡Qué listo es su hermano mayor! Rasel le revuelve un poco el pelo y le devuelve la sonrisa, tragándose las lágrimas de rabia. Su hermano pequeño está bien y eso es lo importante.
Cae la noche bengalí. Echados sobre el suelo, ojos de adulto en rostros de niño se cierran. Abrazados. Hermanos y cómplices. Tras de sí crepitan las luces de Dacca, barnizando de tonos anaranjados y rojos sus sueños. Acaso como un milagro, mañana de nuevo despertará la legión de cangalis.
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Este relato obtuvo el 2º premio en el XVI Concurso "Háblame de amor y amistad" convocado por el Montepío de Teléfonos en el año 2011.
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