I. Sobre los que pierden:
Dentro
de un instante va a disparar. Dentro de un instante voy a morir.
Dicen que el peor enemigo de un soldado es la incertidumbre; incertidumbre de no saber si vivirás otro día, otra hora, otro segundo; de no saber si al instante siguiente una bala te elegirá y tus sesos se desparramarán por la acera y tu sangre por una alcantarilla. Ahora mismo, está a punto de acabar esa incertidumbre para mí. Con sinceridad, la prefería a este momento.
Porque va a disparar. Porque voy a morir.
Los pensamientos de los últimos minutos asaetan mi cabeza. Todo ha sucedido a velocidad de vértigo. Habíamos tomado una zona privilegiada de la ciudad, alcanzando –creo- por lo menos a dos enemigos, cuando he sido cogido prisionero y me han llevado hasta su zona de control. Entonces, ahora mismo, un soldado del otro bando, apenas un niño, ¿un enemigo?, me ha apuntado con su rifle de asalto, señalándome con unos ojos desprovistos de toda inocencia. La tensión en su rostro es de acero, su mirada de cemento. No es un niño, es la misma esencia del odio, de la violencia. Es un ejecutor. Es la Muerte.
Y va a disparar. Y voy a morir.
Dicen que el peor enemigo de un soldado es la incertidumbre; incertidumbre de no saber si vivirás otro día, otra hora, otro segundo; de no saber si al instante siguiente una bala te elegirá y tus sesos se desparramarán por la acera y tu sangre por una alcantarilla. Ahora mismo, está a punto de acabar esa incertidumbre para mí. Con sinceridad, la prefería a este momento.
Porque va a disparar. Porque voy a morir.
Los pensamientos de los últimos minutos asaetan mi cabeza. Todo ha sucedido a velocidad de vértigo. Habíamos tomado una zona privilegiada de la ciudad, alcanzando –creo- por lo menos a dos enemigos, cuando he sido cogido prisionero y me han llevado hasta su zona de control. Entonces, ahora mismo, un soldado del otro bando, apenas un niño, ¿un enemigo?, me ha apuntado con su rifle de asalto, señalándome con unos ojos desprovistos de toda inocencia. La tensión en su rostro es de acero, su mirada de cemento. No es un niño, es la misma esencia del odio, de la violencia. Es un ejecutor. Es la Muerte.
Y va a disparar. Y voy a morir.
Cierro
los ojos con fuerza y pienso en mi familia, en mi vida que va a terminar.
Pienso en las cosas que dejaré de hacer y en la gente que me va a llorar.
Pienso que me enrolé en esta guerra para que en mi entorno no me llamaran
cobarde y pienso también que ojalá pudiera vivir, no morir aquí y ahora, sólo
vivir, y restallan en mi cabeza unas palabras alguna vez leídas: «La guerra es dulce para aquellos que nunca
la han experimentado». Qué verdad primera, pondero.
Sin embargo, va a disparar. Sin embargo, voy a morir.
Y ahora, tarde ya para arrepentimientos, tarde para esa mejor elección de ser cobarde, comprendo al fin de la dimensión del drama. Porque que siempre hayan existido gilipollas dispuestos a morir en nombre de otros no es el drama. En un último y quijotesco momento de lucidez, comprendo que el único drama ha sido que siempre hayamos existido gilipollas dispuestos a matar en nombre de otros.
Va a disparar. Voy a morir.
Ni siquiera me he presentado…
Sin embargo, va a disparar. Sin embargo, voy a morir.
Y ahora, tarde ya para arrepentimientos, tarde para esa mejor elección de ser cobarde, comprendo al fin de la dimensión del drama. Porque que siempre hayan existido gilipollas dispuestos a morir en nombre de otros no es el drama. En un último y quijotesco momento de lucidez, comprendo que el único drama ha sido que siempre hayamos existido gilipollas dispuestos a matar en nombre de otros.
Va a disparar. Voy a morir.
Ni siquiera me he presentado…
II.
Sobre los que miran:
La
foto es explícita, habla por sí sola. En ella, un joven soldado, apenas un
niño, dispara a bocajarro sobre la cabeza de un enemigo. La instantánea capta
el mismo momento de la detonación, no habiendo salido la bala aún del rifle, el
rostro de su víctima todo terror y angustia, densas lágrimas como calamocos
colgándole por la cara como drupa. El rictus del verdugo es firme y
determinado, coriáceo, en contrapunto con el del hombre que dentro de un
segundo va a morir que es todo miedo y dolor, incluso pudiéndose leer en su
gesto la súplica por no poder vivir más.
Es una buena foto, impactante, sincera, captada en el momento preciso. La expresión de la víctima me hace recordar una cita de Cèline: «Rechazo la guerra por entero y todo lo que entraña... yo no la deploro... ni me resigno... ni lloriqueo por ella. La rechazo de plano, con todos los hombres que encierra, no quiero tener nada que ver con ellos, con ella. Aunque sean noventa y cinco millones y yo sólo uno, ellos son los que se equivocan y yo quien tiene razón, porque yo soy el único que sabe lo que quiere: yo no quiero morir nunca.» Eso, y ninguna otra cosa, reza la cara de ese hombre. En el preciso segundo antes de morir, desear no morir nunca. El axioma de la guerra. Cèline lo tenía bien claro.
Vuelvo a mirar la foto. Parece dotada de movimiento, una película contándonos una historia. Posee esa pátina indeleble de ser intemporal, eterna, ajena a todo tiempo y lugar. Es una foto de guerra que nos enseña cualquier guerra: su crueldad, su sangre fría, el terror, la muerte.
Es una gran foto, cacarea mi ego para sí mismo. Una gran foto aquilatada por mi habilidad –venga, tan sólo fue suerte, reconócelo- de haber sabido apretar el botón en el momento preciso. Una foto que revive en el iris del espectador cada vez que se mira. Una foto tan agresiva e hiriente como un escupitajo en el ojo. La mejor que he disparado nunca.
Cuando se la envié ayer al editor de mi agencia se corrió de gusto, figurada e incluso literalmente. Las ejecuciones en directo no son fáciles de conseguir y menos aún en el hermetismo de las guerras africanas, guerras que parecen no discurrir jamás o acaso discurrir en algún mundo paralelo, nunca en el nuestro. «Será portada, te lo prometo», auguró por teletipo. «Doble precio», prometió.
En un primer momento, lo reconozco, sopesé la posibilidad de no mandársela. Por respeto a la memoria del muerto, por dignidad profesional, para no sentirme como un carroñero ladrón de muerte, como castigo a la desidia e indolencia de nuestro Primer Mundo que no se la merece, etecé, etecé. Bobadas y pamplinas. Qué caray, recapacité, ¿qué soy yo sino fotógrafo? ¿Por qué motivo me estoy arrogando la categoría de juez? Despojado de mi propia soberbia, rehuyendo de mis demiúrgicas pretensiones de salvar el mundo, apenas eso soy, tan sólo eso, un espectador de lujo, el ojo al otro lado de la cámara. Un fotógrafo.
Repaso la foto por enésima vez. Es buena, muy buena. Lo suficientemente buena para dejar huella indeleble sobre esta guerra olvidada en la conciencia colectiva de nuestro Primer Mundo. Y justo el instante después desaparecerá el hambre de La Tierra y la ignorancia no resultará tan buen colchón y todos los niños serán únicamente niños y de las piedras manarán manantiales de azúcar y oro.
Gran foto, sí. Mañana será portada en todos los periódicos. Pasado mañana ya la habréis olvidado…
Es una buena foto, impactante, sincera, captada en el momento preciso. La expresión de la víctima me hace recordar una cita de Cèline: «Rechazo la guerra por entero y todo lo que entraña... yo no la deploro... ni me resigno... ni lloriqueo por ella. La rechazo de plano, con todos los hombres que encierra, no quiero tener nada que ver con ellos, con ella. Aunque sean noventa y cinco millones y yo sólo uno, ellos son los que se equivocan y yo quien tiene razón, porque yo soy el único que sabe lo que quiere: yo no quiero morir nunca.» Eso, y ninguna otra cosa, reza la cara de ese hombre. En el preciso segundo antes de morir, desear no morir nunca. El axioma de la guerra. Cèline lo tenía bien claro.
Vuelvo a mirar la foto. Parece dotada de movimiento, una película contándonos una historia. Posee esa pátina indeleble de ser intemporal, eterna, ajena a todo tiempo y lugar. Es una foto de guerra que nos enseña cualquier guerra: su crueldad, su sangre fría, el terror, la muerte.
Es una gran foto, cacarea mi ego para sí mismo. Una gran foto aquilatada por mi habilidad –venga, tan sólo fue suerte, reconócelo- de haber sabido apretar el botón en el momento preciso. Una foto que revive en el iris del espectador cada vez que se mira. Una foto tan agresiva e hiriente como un escupitajo en el ojo. La mejor que he disparado nunca.
Cuando se la envié ayer al editor de mi agencia se corrió de gusto, figurada e incluso literalmente. Las ejecuciones en directo no son fáciles de conseguir y menos aún en el hermetismo de las guerras africanas, guerras que parecen no discurrir jamás o acaso discurrir en algún mundo paralelo, nunca en el nuestro. «Será portada, te lo prometo», auguró por teletipo. «Doble precio», prometió.
En un primer momento, lo reconozco, sopesé la posibilidad de no mandársela. Por respeto a la memoria del muerto, por dignidad profesional, para no sentirme como un carroñero ladrón de muerte, como castigo a la desidia e indolencia de nuestro Primer Mundo que no se la merece, etecé, etecé. Bobadas y pamplinas. Qué caray, recapacité, ¿qué soy yo sino fotógrafo? ¿Por qué motivo me estoy arrogando la categoría de juez? Despojado de mi propia soberbia, rehuyendo de mis demiúrgicas pretensiones de salvar el mundo, apenas eso soy, tan sólo eso, un espectador de lujo, el ojo al otro lado de la cámara. Un fotógrafo.
Repaso la foto por enésima vez. Es buena, muy buena. Lo suficientemente buena para dejar huella indeleble sobre esta guerra olvidada en la conciencia colectiva de nuestro Primer Mundo. Y justo el instante después desaparecerá el hambre de La Tierra y la ignorancia no resultará tan buen colchón y todos los niños serán únicamente niños y de las piedras manarán manantiales de azúcar y oro.
Gran foto, sí. Mañana será portada en todos los periódicos. Pasado mañana ya la habréis olvidado…
III.
Sobre los que ganan:
Decía
Paul Valèry, un poeta francés, que «la
guerra es una masacre entre gente que no se conoce para provecho de gente que
sí se conoce pero que no se masacra». Joder, como hay Dios que no conozco
mejor definición para la guerra. Amén, Paul.
Y ahora escucha:
En el mundo hay más de seiscientos millones de armas, una por cada diez habitantes. El número de balas necesario para cargar esos seiscientos millones de armas, simple y llanamente, se me antoja incontable. El negocio de renovar ese arsenal de seiscientos millones de armas, de abastecerles regularmente de munición, inabarcable. Y si a eso le añades el transporte y logística militar, los misiles, morteros, lanzaproyectiles y granadas –y toma unos cuantos miles de minas antipersona de propina-, comprenderás que nos movemos en unas cifras macroeconómicas, en unos guarismos, de marear.
Estamos hablando de dinero, por tanto. Dinero, dinero y dinero. Tal vez tú pienses en muerte y sangre, en pobreza e inocentes mutilados, cuando piensas en armas, pero te equivocas, en absoluto se trata de eso. Sólo es dinero. Dinero espurio, pero dinero. Mucho dinero.
Perdona si no me presento pero tampoco creo que haga falta. Además, al fin y a la postre, sabes quién soy en el fondo. Tu país, tu Gobierno, tu Comunidad Europea, tu Organización de las Naciones Unidas; esa Comunidad Internacional que mencionan los medios fácticos, en definitiva. Comunidad Internacional, bonito eufemismo para camuflarnos a nosotros mismos, los países más ricos y poderosos del mundo. Nosotros, ya sabes, las “gentes de bien” —nótese el oxímoron entrecomillado.
Y sí, es cierto, vendo armas. Las vendo personalmente, de tú a tú. Y créeme, si legal o ilegalmente lo mismo da. ¿Acaso no tienen que ver las armas con la seguridad nacional y la inherente confidencialidad que conlleva? Cualquier información es clasificada, secreta hasta el paroxismo. Las transacciones comerciales son todas encubiertas en mayor o menor medida, llevadas a cabo en los más recoletos lugares del planeta.
Como por ejemplo, ahora, yo, en el África invisible de quien nadie habla. Desde este hangar, en mi quehacer pancista, acabo de vender un buen lote de rifles de asalto, unos buenos ingresos para nuestro país, y observo cómo un mando coloca los 4 kilogramos de un AK-47 Kalashnikov en las manos de un soldado, un chaval. No tendrá más de doce años, estimo, pero sopesa el rifle con el pulso de un adulto, dura y reciamente, consciente de la responsabilidad de que le han hecho depositario, sabedor de la muerte que puede provocar con el mismo. La solemnidad en sus ojos no esconde vacilación ni duda. La viril firmeza con que atenaza su rifle daría miedo al miedo.
Está bien, creo yo. Hemos aprendido a alejar la guerra de nuestras vidas al mismo tiempo que hemos sabido lucramos con las mismas. Crematística pura: ellos se matan y nosotros nos enriquecemos, tan sencillo como eso. Economía de guerra, la más pingüe de las economías, en beneficio nuestro y del statu quo nuestros países per saecula saeculorum.
¿Y yo? Yo en apenas unas horas tomaré un avión y regresaré a mi tranquilidad. No son mis guerras ni mis muertes. Tan sólo soy un comerciante.
No, no me siento culpable. ¿Acaso debería? ¿Acaso te lo sientes tú?
Y ahora escucha:
En el mundo hay más de seiscientos millones de armas, una por cada diez habitantes. El número de balas necesario para cargar esos seiscientos millones de armas, simple y llanamente, se me antoja incontable. El negocio de renovar ese arsenal de seiscientos millones de armas, de abastecerles regularmente de munición, inabarcable. Y si a eso le añades el transporte y logística militar, los misiles, morteros, lanzaproyectiles y granadas –y toma unos cuantos miles de minas antipersona de propina-, comprenderás que nos movemos en unas cifras macroeconómicas, en unos guarismos, de marear.
Estamos hablando de dinero, por tanto. Dinero, dinero y dinero. Tal vez tú pienses en muerte y sangre, en pobreza e inocentes mutilados, cuando piensas en armas, pero te equivocas, en absoluto se trata de eso. Sólo es dinero. Dinero espurio, pero dinero. Mucho dinero.
Perdona si no me presento pero tampoco creo que haga falta. Además, al fin y a la postre, sabes quién soy en el fondo. Tu país, tu Gobierno, tu Comunidad Europea, tu Organización de las Naciones Unidas; esa Comunidad Internacional que mencionan los medios fácticos, en definitiva. Comunidad Internacional, bonito eufemismo para camuflarnos a nosotros mismos, los países más ricos y poderosos del mundo. Nosotros, ya sabes, las “gentes de bien” —nótese el oxímoron entrecomillado.
Y sí, es cierto, vendo armas. Las vendo personalmente, de tú a tú. Y créeme, si legal o ilegalmente lo mismo da. ¿Acaso no tienen que ver las armas con la seguridad nacional y la inherente confidencialidad que conlleva? Cualquier información es clasificada, secreta hasta el paroxismo. Las transacciones comerciales son todas encubiertas en mayor o menor medida, llevadas a cabo en los más recoletos lugares del planeta.
Como por ejemplo, ahora, yo, en el África invisible de quien nadie habla. Desde este hangar, en mi quehacer pancista, acabo de vender un buen lote de rifles de asalto, unos buenos ingresos para nuestro país, y observo cómo un mando coloca los 4 kilogramos de un AK-47 Kalashnikov en las manos de un soldado, un chaval. No tendrá más de doce años, estimo, pero sopesa el rifle con el pulso de un adulto, dura y reciamente, consciente de la responsabilidad de que le han hecho depositario, sabedor de la muerte que puede provocar con el mismo. La solemnidad en sus ojos no esconde vacilación ni duda. La viril firmeza con que atenaza su rifle daría miedo al miedo.
Está bien, creo yo. Hemos aprendido a alejar la guerra de nuestras vidas al mismo tiempo que hemos sabido lucramos con las mismas. Crematística pura: ellos se matan y nosotros nos enriquecemos, tan sencillo como eso. Economía de guerra, la más pingüe de las economías, en beneficio nuestro y del statu quo nuestros países per saecula saeculorum.
¿Y yo? Yo en apenas unas horas tomaré un avión y regresaré a mi tranquilidad. No son mis guerras ni mis muertes. Tan sólo soy un comerciante.
No, no me siento culpable. ¿Acaso debería? ¿Acaso te lo sientes tú?
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Este relato obtuvo el 1º premio en el III Certamen de Relatos Solidarios "Osmundo Bilbao Garamendi" convocado por la Asociación Alez Ale de Muskiz en el año 2009.
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