Zakurrak





La noche que tuvimos que llevar al abuelo al Hospital mi padre me despertó de madrugada. Se lo había encontrado tirado al pie de las escaleras que bajaban a la cuadra y necesitaba que le ayudara a meterlo en el coche.

—Tienes que acompañarnos, Andoni me dijo someramente a la vez que me destapaba. Ya eres un hombre.

Discurría 1988 y a mis doce años de entonces distaba mucho de “ser un hombre”, tal y como afirmaba mi padre, pero de todas formas, aún en duermevela, me vestí con la misma ropa del día anterior que descansaba sobre una silla y bajé a por el abuelo. Mi padre le había acomodado sobre el sofá de chenilla granate con volutas blancas que mi madre comprara hacía una eternidad, lo que acentuaba su extrema palidez. Al habitual aspecto coriáceo y apergaminado de su rostro se le había añadido un lívido tono amarillo como de estantigua. Su nariz vasca, ya curva, parecía arquearse hasta introducirse en su boca y sus característicos ojos relampagueantes, despojados ahora de su habitual arrogancia, aparecían mustios y asustados. Estaba más anciano, más frágil, más gris. Y se quejaba de los riñones.
 

—Me duele la espalda, Bitxo así me llamaba de siempre mi abuelo aunque me bautizaran Andoni. He cogido frío tirado en el suelo.
 

Apareció entonces por la puerta mi padre con el coche encendido para ordenar:

—Basta de charlas, venga. Nos vamos a Cruces.
 

Con mi abuelo a hombros salimos del caserío y bien que mal le cargamos como pudimos en la parte trasera del Renault 9 de mi padre. A pesar de su lastimoso estado nos costó lo nuestro dado que aún mantenía parte de la corpulencia de su juventud y en su dolor parecía costarle esfuerzos inmensos doblarse sobre los asientos. Era una hora difusa e indefinida de la madrugada, no diseñada para grandes esfuerzos, y pronto rompimos a sudar, dibujando con nuestro calor corporal una opaca capa de vaho en los cristales del coche en contraste con el frío del exterior.
 

Como un autómata, mi padre encendió el motor del Renault 9 y salimos de Balmaseda rodeados de un silencio categórico. El motor carraspeaba y borboteaba con el estribillo de fondo del plástico del salpicadero repiqueteando, pero nada que no fuera su ruido habitual de carraca. En esa atmósfera de vaharadas, acompasados por el tonto ronronear del coche, mi padre, solemnemente serio y con la mirada soldada a la carretera, se limitaba a conducir mientras en la parte de atrás yo le daba ánimos al abuelo. 

—Ánimo, aitite le arengaba. Aguanta un poco que ya llegamos. Si ya verás cómo no será nada…

De esta manera, pasamos al lado de puente de la Muza, atravesamos Gueñes, dejamos atrás Sodupe y Zaramillo y estábamos a punto ya de entrar en Alonsótegi cuando un sordo repique, un clonc, estalló en nuestro vehículo para romper la monotonía, tras lo cual el motor del Renault 9 se extinguió laxamente dejándonos en una solitaria y boscosa zona a la derecha del río Cadagua. Rodeados de silencio y hayedos, mi padre salió del coche y levantó el capó para regresar al de un instante y constatar lo que ya sabíamos: que no tenía ni idea de mecánica.


—Eres un calamidad, Gabino no dejó pasar mi abuelo la posibilidad de recriminar a mi padre a pesar de su dolor y aspecto macilento. Carmelo hubiera sabido qué hacer.

Pero mi padre no estaba dispuesto a claudicar esa noche.


—Pues que venga Carmelo a arreglar el coche y ya de paso que te lleve al Hospital, ¿eh, aita? 

Carmelo era el hermano menor de mi padre y llevaba varios años encerrado a un mundo de distancia, en Herrera de la Mancha, por pertenencia a banda armada. Demostrada y ponderada. Mi abuelo no sólo estaba orgulloso de él, el gudari de la familia, sino que era a todos visos su hijo favorito y no dejaba pasar ni una ocasión de echárselo en cara a mi padre, de carácter más pragmático y ajeno a toda política. Para más inri, mi padre se había casado en su día con mi difunta madre, salmantina de Mancera de Abajo, la cual siempre en palabras de mi abuelo había traído el castellano a su hogar, cosa que aún no le había perdonado.
 

Con los ánimos soliviantados, mi padre se aprestó en la puerta del coche a esperar el milagro de encontrar otro vehículo que pasara por ahí a esas horas de la madrugada, mientras mi abuelo rumiaba su mala hostia y sus dolores en el interior.
 

—Me muero, Bitxo se estiraba cuan largo era, rígido como una piedra, sobre los asientos. He pillado frío en los riñones. Me muero…

Para empeorar las cosas, un fino sirimiri que pronto se convirtió en una lluvia profunda y plana empezó a caer empapándolo todo, hisopando a mi padre en el exterior. Esa noche parecía que el mundo se hubiera salido de sus goznes. Todo salía rematadamente mal.


Así debimos permanecer varios minutos, minutos con la envergadura de horas, hasta que entonces, como un milagro, más sorprendente que una aparición mariana, los focos de un coche alto, probablemente una furgoneta, se avistaron tras la cortina de lluvia. Mi padre aleteó con los brazos para hacerse ver y el coche fue a detenerse detrás de nosotros.


—Ha parado un coche, aitite grité de entusiasmo. Estate tranquilo, no vas a morir, ya lo verás.
 

Salí del coche para agradecer nuestra suerte y pedir que me ayudaran a sacar al abuelo y casi me caigo de espaldas. El mundo no se había salido de sus goznes esa noche, se había desvencijado del todo. Desde la ventanilla de su coche, mi padre conversaba con el conductor de un Land Rover a la vez que con el dedo señalaba nuestro coche. Un Land Rover caqui con el emblema de fasces en la puerta. Una furgona de la Guardia Civil. Mierda, reflexioné, esto va a traer problemas con el abuelo. 

Temerosos y con ojos hasta en la nuca, de la furgona bajaron dos Guardias Civiles de uniforme. El picoleto que conducía, el que parecía de más rango, era un hombre de grandes brazos y barba compacta con aspecto de oso, de unos cuarenta años. A su lado, un joven que caminaba con aspecto más indeciso, se aferraba a su subfusil y movía nerviosamente los ojos lateralmente, como un ratón acorralado. Un oso y un ratón, eso parecían. Ambos se acercaron hasta donde nosotros y miraron hacia los asientos traseros, hacia el abuelo.
 

Esté tranquilo, señor —abrió la puerta el Oso dirigiéndose directamente a él. Su hijo nos ha explicado la situación. Le llevaremos nosotros al Hospital.

Paralizado ante la impresión de la imagen de un Guardia Civil en la puerta, mi abuelo palideció aún más, confiriéndole el aspecto de un embalsamado. Lenin en su mausoleo no estaba más blanco o más quieto que mi abuelo en ese momento. El Oso se tomó su mutismo y lechal blancura como una demostración de la gravedad de su estado y nos pidió al Ratón, a mi padre y a mí mismo que le ayudáramos a sacarle del Renault 9. Sin embargo, fue ponerle el Oso sus manos bajo la espalda para tirar de él que en mi abuelo resucitó el control sobre sus actos y su esencia misma.


¡Suéltame, suéltame, asesino cabrón! berreó desde el interior del coche. ¡Asesino! ¡Cabrón! ¡Hijoputa!
 

El Oso soltó a mi abuelo de un respingo y pidió explicaciones a mi padre con la mirada. Una mirada que no entendía la situación y buscaba una respuesta racional. ¿Quizás le había hecho daño al cogerle?, preguntaba esa mirada. ¿Tiene acaso su padre algún hueso roto o tal vez esté loco?, inquiría con la misma. Mi padre, por su parte, arrebolado de vergüenza, se dirigió hacia donde mi abuelo y le espetó.

Mire, padre mi padre sólo llamaba “padre” al suyo para sacarle de sus casillas, no me toque por hoy más los cojones. Me entiende, ¿no?


Recuerdo entonces que mi abuelo, negándole como hijo en un relampagueante rictus de cólera, le miró como si éste fuera el traidor más grande sobre la faz de la tierra. La arrogancia había vuelto a su carácter y no se mostraba dispuesto a ceder. Antes moriría sobre los asientos traseros del Renault 9, decía su gesto hosco, que aceptaría la ayuda de un Guardia Civil.


¡Guardia Civil hijosdeputa! exclamó impúdico sin venir a cuento, a voz en grito y con su puño en alto, el dolor de su espalda ya un recuerdo del pasado. ¡Hijosdeputa todos! ¡Fascistas! ¡Cabrones! ¡Españoles! ¡Me cago en España!


Este exabrupto de mi abuelo nos pilló por sorpresa a todos. El Oso, con los ojos muy abiertos y los brazos y las manos pendiendo lánguidos como si no supiera qué hacer con ellos, presentaba un aspecto inerme bajo la lluvia, incapaz de aprehender tanta ingratitud. El Ratón, quien instintivamente reaccionó asiendo con más fuerza su subfusil, movía a su vez los ojos lateralmente con más rapidez, en guardia, atento tan sólo a que alguien le ordenara disparar. Pero el que peor parecía estar pasándolo era mi padre. Completamente empapado para ese entonces, densas lágrimas de drupa colgándole de la cara como calamocos, su imagen se anegaba de furia. Si en ese momento el subfusil lo hubiera llevado él y no el Ratón, habría ejecutado a mi abuelo en ese mismo instante, estoy seguro.


Conmigo completamente desaparecido en el papel de mero observador de esta escena irreal y violenta, me veía incapaz de decir o hacer nada. De hecho, nadie parecía capaz de decir o hacer nada. Sin embargo, rehaciéndose de su cólera abierta o por lo visto después, tal vez a modo de represalia—, mi padre supo recuperar la compostura para orientar su mirada hacia el Oso.


En nombre de mi padre les pido perdón su voz, un tremor de vergüenza, rielaba bajo el aguacero. Agradezco en su nombre el favor que nos ibais a hacer, pero entendería si ahora mismo marcháis y os olvidáis de nosotros pero añadió: No obstante, si aún queréis ayudarnos, no tengo problema en utilizar la fuerza con mi padre para obligarle ir al Hospital. Grite lo que grite. Como hay Dios.


El Oso sostuvo la mirada a mi padre mientras éste habló. Luego miró al Ratón, quien seguía en su estado de constante alerta, y por último me miró a mí. El Oso había comprendido. Y sabía lo que había que hacer.


—Si colaboramos entre todos dijo, por mi no hay problema.

Un silencio otorgante acompañó a su frase. Estábamos dispuestos. Todos. Así, con nuestro pacto en silencio nos dirigimos los cuatro hacia el Renault 9 y, con menos delicadeza y cuidado que lo que el momento y un enfermo hubieran requerido, sacamos a trompicones a mi abuelo del coche y le acomodamos en el Land Rover de la Guardia Civil, operación ardua y laboriosa dada la poca colaboración y agónica rigidez de mi abuelo. No sabíamos si gritaba de dolor o de rabia, pero durante todo el proceso no paró de gritar. La barahúnda de insultos que nos dirigió bajo la lluvia, todo su repertorio, no estoy por la labor de reproducirla, pero sí me acuerdo que una vez domesticado su ímpetu no dejó de tararear: «Bitxo, Bitxo, tú no, Bitxo, tú no…», durante un buen rato, hasta que cerramos la puerta y constató que no podría salir.

Zakurrak* musitó entonces en un tono poco más que inaudible, su entrecejo formando una V perfecta en su frente.

El Land Rover de la Guardia Civil se puso en marcha dejando atrás a toda velocidad nuestro coche y los hayedos. El Oso conducía con una sonrisa revirada como si él, y sólo él, entendiese del todo la situación mientras que el Ratón, con el subfusil sobre las piernas y más asustado que otra cosa, nos vigilaba con el rabillo del ojo. Durante lo que quedaba de trayecto hasta el Hospital no se dijo nada más, todos guardando silencio de eucaristía. Mi padre parecía satisfecho con la situación, pero a mí multitud de imágenes me asaetaban la cabeza y no podía dejar de pensar en mi abuelo y en sus historias sobre su hijo favorito, mi tío Carmelo, al que tantas veces torturaron en cuarteles de la Guardia Civil e incluso una vez nos contó que le habían metido la punta de un paraguas por el culo. Pensaba en su chiste favorito: «el río más largo de España es el Guardiacivil, que nace en Andalucía y muere en el País Vasco», y en ese rencor sempiterno e inmarcesible que sentía hacia todo “lo español”. Recordaba a mi abuelo en su esencia y en su conjunto y no podía dejar de ver a un ser endeble y anulado, sometido a la mayor humillación que para él se pudiera imaginar.


Diez minutos después, llegamos al Hospital de Cruces, en Barakaldo, e ingresamos rápidamente a mi abuelo en Urgencias. Los dos Guardias Civiles, el Oso y el Ratón, nos escoltaron hasta que a mi abuelo le dieron una habitación, preocupándose sinceramente por su estado, quién sabe si por verdadera caridad humana o con algún ánimo revanchista. Luego nos despedimos dándonos la mano, mi padre con sincera efusividad, a mí resbalándose sus manos entre los dedos, escapándoseme, debiendo el Oso sostenerla con fuerza para paliar la debilidad de mi abúlica tenaza. 

Hacemos lo que debemos me apretó la mano el Oso, su prensa oprimiéndome los huesos de los dedos. Recuérdalo.


Conseguí aguantar estoicamente su tenaza, no así su mirada recriminatoria. Al marcharse aún me pareció escuchar al Ratón preguntarle al Oso el porqué de ayudar a “este tipo de gente”, mas no alcancé a escuchar la respuesta del otro. Desde su habitación, mi abuelo, con el semblante perdido, del todo vencido, su cuerpo horadado como un acerico por las sondas, ni les vio alejarse, limitándose a escrutar el verde aséptico de las paredes. No estaba ya con nosotros. No nos perdonaba ni nunca nos perdonó. Mi abuelo había tornado en una insondable oquedad hasta la que no podríamos llegar.

La noche que tuvimos que llevar al abuelo al Hospital fue una noche larga y abstracta. Tres días después de la misma mi abuelo moriría en Cruces fallo renal, infección en sangre y ataque al corazón fue todo uno sin volver a dirigirnos la palabra. Si me preguntáis, en mi opinión diría que murió hasta cierto punto satisfecho, contento de no tener que deber ningún favor a esos Guardias Civiles que aquella noche le habían acercado hasta el Hospital. La buena acción, el esfuerzo de esos zakurrak, había quedado en nada. Su odio, intacto, había perdurado hasta su último estertor y eso era lo importante para él. 

Lo único que en realidad importaba.





* Zakurrak: Perros. Chivatos. Apelativos que desde el mundo abertzale se da a la Guardia Civil.




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Este relato obtuvo el 3º premio en el XXII Concurso de Cuentos "Valle de Gordexola" convocado por el Ayuntamiento de Gordexola en el año 2010.


Se acabó la guerra







La manera más rápida de finalizar una guerra es perderla.
—George Orwell—


Se acabó la guerra,
recojo mis soldados.
Se acabó la guerra,
nada por destruir.

Soy Hiroshima, Dresde, Gernika,
¿no lo ves? Una escombrera,
ladrido de perro, trinchera vacía.
alarido en la noche y sollozo;
un personaje de Dalton Trumbo,
estatua-momia-tullida,
mirando a un cielo de escayola.
Un paisaje desolado, eso soy.
Nada por destruir.

Así, aplaca tu arsenal de obuses,
detén tus bombas racimo.
Invade otro país, destruye Polonia,
inventa nuevas masacres, exporta
tu numantina inanición o ensaya
modernos métodos de exterminio.
¡Me rindo, estúpida lucha!, me voy,
pongo fin a este pleonasmo.
Nada por destruir.

Qué imbécil, recordar ahora
con cuánto ahínco luché contra ti.
«¡Banzai!», gritaba, arrojándome
bajo las ruedas de los tanques
—como si tuviera una oportunidad—,
más porfiado y loco, entre la metralla,
que el carnicero del Somme.
Cuánta sangre derramada, ¡mi sangre!
Nada por destruir.

En fin, basta de disparar misiles al mar.
¡Basta de incendiar el mundo!
Capitulación incondicional ya:
observa tremolar mi bandera blanca.
Y no me envíes falsos heraldos de paz
con soluciones finales y armisticios.
Ninguna violencia presiente fin
y tu crueldad no recuerda principio.
Nada por destruir.

Esta derrota hoy sabe a victoria.
Este muerto se bate en retirada.
Lo proclaman los periódicos, lee:
«Se acabó la guerra, ¡se acabó!
Nada por destruir.»






Dioniso Acasuso, inventor de palabras




Diríase que desde que podía recordar, Dionisio Acasuso desarrolló una afición peculiar. Quién sabe si motivado por la rutina, huraño por esos balbuceos que constantemente se le repetían –«Nisito, guapo, di tata, mama, papa, yayo, ajo…»-, desde su más tierna edad decidió inventarse sus propias palabras. De tal forma, tras una meditada selección, el primer vocablo completo que pronunció Dionisio Acasuso fue pamayata, en su mente infantil concepto para designar a la vez a papá, mamá, abuelos, tíos y toda familia en definitiva. ¡Se revelaba de esta manera aquel bebé contra las voces mil veces utilizadas, contra los corsés de un lenguaje que consideraba poco imaginativo!

Lamentablemente, y como sería una constante en su vida, sus receptores no entendieron aquella primera voz:
 

—¡Ha dicho patata! ¡Ha dicho patata! —se regocijaron todos, exultantes por la primera voz de Nisito.
 

Pero no, Nisito no había dicho patata, había dicho exactamente pamayata, y reprobó semejante incomprensión con una llantina de bebé que le tuvo hipando una hora (término que muchos años después aunaría bajo el sustantivo único de hipollhora, la h intercalada muda, como no puede ser de otra forma).
 

El tiempo se encargaría de demostrar que aquel primer llanto no fue sino heraldo de los muchos problemas de incomunicación que su comportamiento habría de traerle en vida. Por ejemplo, con sus padres, que se mostraban incapaces de aprehender los neologismos que comenzaban a salir de la boca de ese hijo lenguaraz. Asustados ante lo desconocido —como todos— ponderaron que tendría algún desorden de aprendizaje y tomaron la decisión de llevarle a un logopeda. Así pasó Dionisio meses, años eternos, abonado a su consulta, obligado a balbucear, a repetir mantras fonéticos, a abrir diariamente la boca como un besugo. Pero Dionisio no mejoró. Su terquedad era infinita. Al fin y al cabo, qué caray, él se visualizaba a sí mismo guardián de una misión mucho más grande que él: anchar el lenguaje, renovarlo, hiperbolizarlo, llevarlo más allá de sus límites racionales. ¿Quién se rendiría ante tamaña cruzada? ¿Cómo pretender un tontopeda —aquí puede ser redundante una definición ‘ad hoc’— prevalecer ante semejante misión?
 

Nada pudo, pues, la psicología moderna contra Dionisio Acasuso. Y a poco estuvo nuestro héroe de no triunfar tampoco en los estudios. Pese a gozar de un ingenio vivo y una inteligencia despierta, sobre el papel sus exámenes representaban poco menos que galimatías para sus profesores: «Las Meninas es un lienzélebre del pinturiclásico Velázquez que se encuentra en la residenciarte de El Prado» o «Las coloriplantas se fragmentiquieronotiquiero en tres petalopartes llamadas sépalos, estambres y pistilos» pueden ser buenos ejemplos frasísticos de lo que aquellos evaluadores solían encontrarse.
 

Paradójicamente, solo en Matemáticas destacó Nisito. En esa abstracta confluencia de símbolos, donde cada teorema era cerrado y perfecto, Dionisio se limitaba a encajar mecánicamente las equis y las yes con pasmosa sencillez. Suele ocurrir que las aspiraciones personales y las aptitudes de cada uno trazan con nuestro destino rectas de sentido tangente, cuando no opuesto. Quien aspiraba a ser el reformador de las letras resultó ser un genio de los números, lo que unido a su precedente marginación le condujo a un camino impepinable: Dionisio Acasuso se hizo informático. Total, los códigos binarios no entendían de nuevos vocablos y su inteligencia se encargaría de hacer el resto.
 

Así las cosas, no le costó mucho ser el primero de su promoción ni, tras su graduación, viajar al extranjero, donde pronto se convertiría en el genio oculto tras las grandes corporaciones. Inherente a su don, Dionisio Acasuso triunfaría años después—quién se lo hubiera ido a decir— acuñando términos como ‘e-mail’, ‘weblog’, ‘facebook’, ‘trending topic’,… palabras inventadas con las que por fin conseguiría realizarse y que a la postre le convirtieron en un hombre enormemente rico (o un forratipo, como le gustaba decirse a sí mismo en la intimidad).
 

Y yo que me alegro. La gente especial merece finales felices.


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Este microrrelato fue finalista y seleccionado para su publicación en el IX Concurso de Relatos para Leer en Tres Minutos Luis del Val, convocado por el Ayuntamiento de Sallent de Gállego (Huesca), en el año 2012. 










Miedo y pánico






Confesaré: algunas noches la escarcha de seguridad
de mi armadura se desmorona. Ocurre que la oscuridad
y el silencio dejan paso al angustioso/neurótico/hipocondríaco
que, para mi desdicha, también soy. Entonces, depresivo-maníaco
me observo desde el techo en tercera persona, escudriñándome
a mí mismo sobre la cama fúnebre, como a un personaje, examinándome
como si yo no fuera yo, sino aquel lejano ser absurdo y lastimero
que solloza quedamente, invadido de miedos, congestionado de pánicos…


1.

Miedo a teléfonos que no cesan de gritar,
pánico al auricular vomitando noticias-arañas.

Miedo a los albures, a la mala suerte,
pánico a ser absorbido por la esponja de la estadística.

Miedo a la aventura y la incertidumbre
pánico a saberse tan irremediablemente cobarde.

Miedo al sufrimiento de los seres amados,
pánico a tornar en el endriago que les infringe ese daño.

Miedo al miedo de sentir tanto miedo,
pánico a las uñas y los dientes de la noche…


2.
(Y cómo no, también, de la rabia…)

Miedo a la mierda de mundo que le ciñe,
pánico al desamparo de reconocerse sociedad.

Miedo al hambre que otros conocen,
pánico a la pobreza de llegar a amar el dinero.

Miedo a guarismos de hielo en pantallas de ordenador,
pánico a máquinas diseñadas por hombres que piensan como máquinas.

Miedo a los buitres y su codicia,
pánico a la estupidez y su absoluto.

Miedo al dolor, sobre todo al dolor, al inextinguible dolor,
pánico a que como una infección le atrape la indolencia…


3.
(A lo que de la memoria emanan nuevos miedos…)

Miedo al rencor y a la ficción del olvido,
pánico a la insensatez del acto de respirar.

Miedo al amor y sus rastrojos,
pánico a la promesa de infelicidad.

Miedo a una existencia de liquen,
pánico a nuestro segundo alheñado.

Miedo a dejar de «Ser» el día que rompa a llorar,
pánico al caudal sin la esperanza de la droga.

Miedo al duelo por lo perdido,
pánico al mugriento suburbio de tu corazón…


4.
(Así, pues, por tanto, miedo a todo…)

Miedo a mañana,
pánico a pasado mañana.

Miedo a la decrepitud, a la enfermedad, a la vejez
pánico a la nuncanada alternativa.

Miedo a la pregunta impenetrable,
pánico a la respuesta inconcusa.

Miedo a que nadie le sobreviva,
pánico a sobrevivir a los propios dioses.

Miedo a la muerte como fenómeno,
pánico a las religiones que afirman haber algo más…


5.
(En resumen, vaya, esto es…)

Miedo a vivir,
pánico a tener que volver a hacerlo.













Cercanías






Todos nos mareamos el día en que cambiaron los trenes de cercanías por unos más rápidos y modernos. Ya sabéis de que modelos de tren hablo, no dejan de salir en la tele, ponerme ahora a describirlos se me antoja ridículo. Sí, esos, los del atentado, no vale la pena decir más. Pero como os decía: vaya mareo. Sestao—Barakaldo en cinco asépticos minutos, sin ruido, sin traqueteo, sin ventanillas abiertas para difuminar el olor a farias. Todo limpio, nuevo y reluciente como un quirófano, la antigua cacofonía de engranajes ahogada por un silencio hermético de nave espacial. Al principio del trayecto sorpresa y regocijo por la novedad. Al final del trayecto, ojos vacuos, sudores fríos, rostros céreos y potas sobre el andén. Mala digestión de los tiempos modernos.

Yo por aquellos tiempos tenía 15 años, vivía en Sestao y cursaba 2º de B.U.P. en un colegio de frailes de cuyo nombre no quiero acordarme en Barakaldo, lo cual me obligaba cuatro veces al día, ida y vuelta e ida y vuelta, a coger el tren que me transportara entre ambos pueblos fabriles. Pueblos fabriles señalo, y señalo bien, porque eran tiempos en los que las grandes fábricas de mi pueblo, si bien no estaban en pleno apogeo, al menos no habían emprendido el declive que, una a una, las conduciría inexorables hacia su decadencia. Aquellas grandes fábricas eran tres, Altos Hornos, La Naval y la Babcock&Wilcox, y cada una tenía su estación de tren propia: La Iberia, Urbínaga y Galindo, respectivamente. Las estaciones eran apéndices de las fábricas, o tal vez fuera al revés, no lo sé. Lo que sí sé es que a esas fábricas, el corazón de mi pueblo durante tantos años que ni los más ancianos recordaban el pueblo sin él, todos los sestaoarras estábamos atados de una manera u otra. Por esos trenes, las arterias de dicho corazón, viajaba a diario el pueblo en pleno, un barrio en cada vagón, miles de familias en cada estación.

Apenas han pasado 14 años de esto que cuento. Y el caso es que me parece que fue hace una eternidad cuando bajaba la perpetua cuesta de la Iberia a las siete de la mañana, casi siempre lloviendo, para coger el tren y admirar la concentración con que decenas de hombres mal afeitados desayunaban en silencio un bizcocho mojado en café negro mientras veían sin pestañear una pareja follando el televisor. Había decenas de esos bares en las inmediaciones de la estación de La Iberia, todos ellos clónicos en su metodología de desayuno, película porno, bocata y vino. Había para todos, no importaba la competencia. Y en una esquina, en un cuchitril escarbado en un agujero sobre la pared, una viejecilla hacía las veces de estanco y prensa. Tres luckys sueltos, por favor, para el recreo, son seis duros, gracias...

En términos estrictamente económicos es la adolescencia un época particularmente jodida, máxime para un adolescente de pueblo obrero, fumador precoz, bebedor de fin de semana y aficionado a los tebeos. Muchos vicios para 300 pesetas a la semana si las notas acompañaban. Pero, oh, de repente, como maná del cielo, a últimos de mes siempre aparecían 2000 pesetas en mi mano. ¡2000 pesetas! 

    Son para sacarte el bono mensual para el tren, ¿eh? —especificaba nítidamente mi madre. 

    Sí, mama —mentía yo.

Y esas 2000 pesetas para el bono mensual, demasiadas definitivamente para un trozo de cartulina amarilla con tu DNI escrito a boli, se convertían automáticamente en mi paga extra, en mi bolsa de resistencia, en mi fondo de reptiles, en mi salvación. A cambio solo debía ir el resto del mes de colada y santaspascuas. No era difícil. Para esquivar a los picas solo había que fijarse bien en qué vagón estaban antes de montar o a lo sumo hacer algún trasbordo por si le daba por cambiar la dirección. Funcionaba siempre y funcionaba con todos los picas. Con todos menos con uno: el pica de la coleta. Ese cabrón.

El pica de la coleta nos la tenía jurada. El muy capullo hasta se había aprendido nuestras caras y nos perseguía inexorable por los vagones, husmeando como un perro de caza tras el viajero trasgresor, levantando su hocico leporino tras el rastro del adolescente proscrito, cerrando los ojos como si un radar le señalara nuestra posición. Ni siquiera el viejo truco de que un amigo documentado se te anticipara y aparentando torpeza tardara un par de minutos en sacar el billete funcionaba con el pica de la coleta. Tenía mucha escuela, más que todos nosotros juntos. Le despachaba con una palmadita en la espalda y sin picarle el billete iba directo hacia ti. 

    ¿Su billete? —preguntaba por trámite, a sabiendas de que no tenías. 

    Es que verá –decías tú sacando ya la cartera—, mire usted, que he visto venir el tren y por no perderlo lo he cogido corriendo y no me ha dado tiempo de sacar billete.

Con esa excusa eludías la multa pero pagabas el billete como un panchito. 150 pesetas del ala para el buche del pica de la coleta. Y lo peor de él no era su olfato de lebrel, ni su espíritu policiaco, ni tan siquiera las 150 pesetas.... lo peor de todo es que se reía el cabrón. Cuando te pillaba sin billete, al pica de la coleta le daba un gustazo que se le caía la babilla por la comisura de los labios. «Ya te pillé, pajillero», seguro que pensaba para sus adentros, «una cerveza menos que te tomas este fin de semana».

Pero como todo mito humano, el pica de la coleta tenía su Némesis y ésta aparecía en forma del compañero Gustavo, el antipica, la única muesca que nunca pudo dibujar en su cinturón. Gustavo, el impasible. Gustavo, la leyenda. Gustavo, que no se fijaba ni en qué vagón estaba el pica, ni si se dirigía hacia él, ni si ese día había contratado a una empresa de seguridad en plan intimidatorio. La metodología de Gustavo era tan simple como efectiva. Se quedaba sentado, esperando, y si el pica le pedía el billete, le espetaba impertérrito: 

    No tengo billete. Ya me bajo en la siguiente.

Y aunque el pica se desgañitara en pedirle que pagara el billete, aunque dos seguratas como armarios le amenazaran con llevarle a comisaría, aunque todo el vagón mirara el pollo que le estaban montando, él se limitaba a contestar: 

    Tranquilo, tiene usted toda la razón. Ya me bajo en la siguiente.

Su sangre fría era increíble. Permanecía tan tranquilo, se bajaba, esperaba al siguiente tren y repetía el protocolo si le pillaban. Tantas veces como hiciera falta hasta llegar a su destino. No era quizá la forma más rápida de viajar pero sí la más barata. Luego cambiaron los trenes, pusieron esas máquinas aduaneras a la entrada de la estación y el tranquilo valor de Gustavo quedó sepultado por impersonales tecnologías. Odié esas máquinas con todas mis fuerzas. Mis 2000 pesetas mensuales hubieron de ir a su prístino cometido y un pequeño papel con un trozo de banda magnética adherido se llevó todos mis ingresos extras. Para más inri, mis notas fueron de mal en peor. Adiós paga. Del día a la mañana me encontré en la miseria. Y encima los trenes nuevos me revolvían las tripas.

Me sentí tan gilipollas como puede sentirse un quinceañero añorando los tiempos pasados, pero no podía evitarlo. Echaba de menos los bandazos de los trenes viejos, mi bolsillo lleno, fumar en los vagones, jugar al gato y al ratón con el pica. Por echar de menos incluso eché en falta toda la pandilla de yonquis que pululaba por las estaciones de tren. Cuatro veces que me habían intentado atracar en los años pasados y ahora que empezaba a echar cuerpo de hombre desaparecían. Era para cagarse en todo.

Pero los yonquis se volatilizaron y no se les volvió a ver. Después de tantos años convirtiendo la parte baja de Sestao en su feudo, las estaciones de tren en sus señoríos, se fueron sin más. Viajar en tren fue a partir de entonces muy seguro. Muy seguro y muy aburrido. Rememoraba vivencias pasadas y no podía evitar una sonrisilla idiota, como aquella primera vez que me intentaron atracar, entrando a la estación de Barakaldo, cuando mi amigo Igor y yo íbamos al cine a Bilbao y se acercó a nosotros un quinqui de mala muerte, desastrado, sucio y con el mono subido. Creo que tendríamos doce años aproximadamente, quizá trece. Fue todo muy rápido, él nos pidió dinero, nosotros le dijimos que no teníamos y lo siguiente que recuerdo es su mano rebuscando monedas en mi bolsillo izquierdo mientras con la otra mano me agarraba de la pechera. Yo empecé a dar grititos, eh, eh, eh, a la vez que daba pequeños saltos como de conejo, muy valiente mi proceder. Igor por su parte, en cuanto vio el percal escapó raudo hacia el andén y se puso a hacer aspavientos con los brazos, gritando todo lo que podía: 

    ¡AL LADRÓN, AL LADRÓN! ¡EH, AL LADRÓN!

Eso asustó al quinqui, que echó a correr como si llegara tarde a algún sitio. Tanto se asustó que se olvidó de mí, de mi cartera y más importante, de partirme la cara. El corazón me latía a mil revoluciones. Unos segundos después, Igor asomó la cabeza por la puerta de la estación, con los ojos muy abiertos. 

    ¿Se ha ido? —preguntó. 

    Sí –—respondí yo.

Todavía con cara de susto fuimos hacia el andén. Allí solo había una pareja de octogenarios y una chica joven. El chorizo se había asustado por nada. Nos fuimos hacia la parte más alejada del andén y allí esperamos que llegara el tren. Una vez dentro del mismo ya nos fuimos tranquilizando. 

    ¿Al ladrón, al ladrón? —le pregunté a Igor. 

    Yo que sé, tío. He dicho lo primero que se me pasó por la cabeza.

Y ahí nos empezamos a reír como descosidos, congratulándonos de la eficacia de nuestra cobardía. Al ladrón, al ladrón. Pocas veces me he reído tanto. No obstante, después de esta primera experiencia ante un atracador aprendí dos lecciones importantes: una, que un atracador no es un tipo valiente dispuesto a plantar cara ante cualquier imprevisto; y dos, que yo tampoco soy un tipo valiente dispuesto a plantar cara ante cualquier atracador. Empate técnico. En las siguientes experiencias similares que tuve, paradójicamente todas ellas en estaciones de tren o en sus aledaños, me bastó con mostrarme educado, negar rotundamente llevar dinero y esperar a que se aburriera el atracador. Siempre funcionó y nunca cedí un chavo, muchas de ellas porque tampoco lo llevaba encima.

Todo esto, sin embargo, se fue terminando poco a poco. En un goteo incesante me habían birlado todo lo que me gustaba de los trenes. La metodología de viajar gratis, como ya he dicho, se convirtió en una quimera. Los picas perdieron el brillo inquisitorio de su mirada y se me aparecían como seres mustios y grises. Me revolvía incómodo en los nuevos asientos sintéticos buscando una postura cómoda, añorando los antiguos sillones de felpa llenos de mugre y quemazos. Y encima el zumbido sordo y las desaceleraciones repentinas de los trenes nuevos me mareaban. El ambiente obrero, incluso marginal, de las estaciones de cercanías desaparecía y yo no estaba a la altura de los nuevos cambios.

Estos cambios, por desgracia, respondían a un cambio mucho más dramático y global: lo que había sido mi pueblo hasta entonces llegaba a su fin. La industrialización pegaba sus últimos coletazos en la margen izquierda. Si visitarais mi pueblo, todavía hoy le veríais colear un poco, boqueando en busca de aire, sin encontrar un rumbo concreto que le reconduzca. Si visitarais ahora Sestao, veríais que ahora los terrenos donde se asentaban las grandes fábricas son solares baldíos.

De lo que fuera Altos Hornos solo queda un alto horno negro y oxidado en medio de la nada que han dejado a modo de recordatorio fúnebre. La que fuera la empresa más importante de Vizcaya fue extinguiéndose pieza a pieza ante nuestros ojos, cortándola en trocitos lo suficientemente pequeños como para que pudieran viajar a la India. Las pretéritas legiones de trabajadores permutaron en legiones de jubilados o parados, en una extraña suerte de lotería que solo atendía a la edad. Los terrenos donde se asentaban las columnas de hierro, fuego y luces ahora se los reparten constructores de viviendas de lujo como un apetecible pastel. Con los restos que no se quisieron llevar, los menos, levantaron una miniacería, con énfasis en el ‘mini’. Y así murió un poquito la adyacente estación de La Iberia.

La Naval, por su parte, subsiste a duras penas cuando escribo esto. Los empleados que quedan, cada vez menos, cortan cíclicamente carreteras y vías reclamando carga de trabajo, seguramente lo habréis visto en las noticias. Cada vez que se consigue el contrato para algún barco grande que garantice dicha carga de trabajo para un año o dos más se anuncia a todo bombo y platillo, como una noticia inesperada, como una fiesta. Aún colea La Naval, moribunda, nadie sabe hasta cuando. Quizá el día que desaparezca definitivamente levanten algún moderno y reluctante palacio de congresos que lleve su nombre, como ocurrió con Euskalduna. La estación de Urbínaga agoniza viendo agonizar a su astillero siamés.

La Babcock&Wilcox, a su vez, ha pasado por muchas manos durante esta última década, cada una de ellas más corrupta que la anterior. La fábrica donde trabajara mi padre y por ósmosis me alimentara a mí y a mi familia ha cambiado de manos tantas veces que ya nadie sabe a quien pertenece, ni tan siquiera sus dueños. El dinero, ese gran escapista que sabe como nadie marcharse sin dejar rastro, desapareció y nadie lo tiene, por supuesto; tras el maremagno de latrocinio nunca nadie quiere saber nada. La Babcock&Wilcox, la que fuera un referente en la construcción de equipamientos ferroviarios y locomotoras no es ni una sombra de lo que fue y apenas subsiste a base de trabajos de calderería. La estación de Galindo se extingue, apagándose como una vela.

No es un problema de infraestructuras. La gente cada día coge menos el tren de cercanías porque cada vez hay menos destinos a los que ir. Parece como si por las arterias de mi pueblo corriera menos sangre, y la que corre fuera menos roja. Tenemos nuevas infraestructuras, sí, y nuevos parques y nuevos hipermercados y nuevos centros comerciales, todo nuevo. Hasta estación de Metro tenemos en nuestra prosperidad, desde hace apenas un mes, y ya no tenemos que subir más las eternas cuestas de La Iberia, Galindo y Simondrogas. Un Metro reluctante, uno de los más limpios del mundo, el orgullo de Bilbao. Rápido y diáfano, acorde a los tiempos actuales. Al lehendakari se le caía la baba el día de la inauguración.

Tal vez os gustaría mi pueblo hoy. Yo apenas lo reconozco pero tal vez a vosotros os gustaría su recién adquirida funcionalidad. Le han pegado un buen lavado de cara, es la verdad, pero si buscáis aún veréis en las fachadas las manchas de hollín, sedimentadas a lo largo de décadas, jactanciosas ante nuevos planes de regeneración urbana. Aún parece un pueblo obrero Sestao, afortunadamente.
Yo, por mi parte, hace tiempo que no me subo a uno de esos trenes. Los precios desorbitados que en Sestao piden por la más miserable de las infraviviendas me obligaron a emigrar. A lo sumo, alguna noche que he salido de fiesta he cogido uno de esos trenes benefactores que me ha devuelto a casa de mis padres de cuerpo presente, pero no ha sido lo mismo. La empatía que experimentaba con los antiguos trenes ya no la he recuperado.

Por lo que a mi respecta los trenes nuevos no existen. Puedo elegir y elijo recordar los trenes de aquella época, de humanidad desgarrada, de olor a Ducados y a sudor, de puertas correderas y gente viajando gratis, de traqueteos lentos pero firmes. Reservo mi memoria para las estaciones de suelos abigarrados de chicles, de limosneros vestidos de delincuentes, de lluvia que traía ceniza y vigas oxidadas, de excelsas y concisas pintadas a rotulador en las paredes que algún poeta urbano decidiera regalar: «PICA PAREDÓN». Valga al menos este relato para dejar constancia de aquel sentimiento inmarcesible, un relato como todos los demás que me da por escribir, ecléctico y biográfico a partes iguales, sin protagonista ni argumento, sin principio y sin final. Que predominen mis miserias sobre mi imaginación. Que prevalezca la nostalgia sobre las formas.

Porque allá a lo lejos corren mis cercanías y, aún hoy, los trenes nuevos me siguen mareando.

Nada más queda por decir.


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Este relato consiguió el Primer Premio de la Categoría B del Concurso de narraciones "Cuando Yo Era Joven" del Ayuntamiento de Leioa en el año 2005.