La traición de las imágenes






Prefacio.



Y es en su obra magna, Del sentimiento trágico de la vida,
que en su página ciento setenta y uno, Ed. Austral,
va Unamuno y salta con estas: «El amor personaliza cuanto ama.
Sólo cabe enamorarse de una idea personalizándola.»





¡Eso es, joder!, exclamas en voz alta,
tu cráneo atomizándose por la revelación,
las paredes de tu habitación
desgajándose en terrones.




Exactamente
eso es.







I.



Mi error fue ser persona
en busca de una persona;
el tuyo ser idea
en pos de una idea.



Porque la persona que siempre he sido
creyó enamorarse tan solo de otra persona,
mientras la idea que tú nunca dejaste de ser,
anhelaba tan solo encontrar otra idea.
Y así, al ir yo en busca de la persona,
chocaba contra una idea;
y al apelar tú a una idea,
te estrellabas contra mi persona.



Solo cabe enamorarse de una idea personalizándola
—escribió Unamuno—,
y te personalicé.



Solo cabe enamorarse de una persona idealizándola,
—añado yo—,
y me idealizaste
(despojándome de toda humanidad).





II.



Y así,
el conflicto.
La eterna guerra.
La dicotomía perenne.



La tierra contra el aire.
La carne contra el espíritu.
Lo tangible contra lo inasible.
Lo empírico contra lo imaginado.
Lo veraz contra lo presagiado.
Lo volitivo contra lo intencional.



El mundo como voluntad
o la vida como representación.
Esto es.





III.



El engaño de las ideas,
¡la traición de las imágenes!
«Esto no es una pipa»,
que tituló Magritte.



Las palabras solo saben construir palabras,
ilusorios muros de aire, de papel.
Si digo beso, mis labios siguen secos.
Si digo compañía, la soledad no desaparece.
Toda idea pertenece a otro mundo,
al de los conceptos, las entelequias…
territorio de Morfeo, aquello soñado.
Las ideas son infecundas,
las palabras escritas tinta fósil,
personas y vivencias extintas.



Yo mismo, ahora, escribo
estas palabras sobre una pantalla
—uno de mis disfraces recurrentes—,
pero no soy estas palabras.



No os equivoquéis:
yo tampoco soy esta pipa.





IV.



No faltará, seguro, algún incauto
que en este punto, convencido,
asegure que las ideas son lo único
que nos diferencia de los animales.



¿No reparará, esa gente,
en las maniobras castrenses
de los organizados ejércitos de insectos?
¿No advertirán, esos ciegos,
que tras los ojos de los gatos
subyace una conspiración para derrocarnos?



No somos sino animales,
salvajes e instintivos,
alimañas bípedas, lobos,
puercoespines venidos a más.



Y toda ligazón ficticia,
toda relación sustentada en quimeras,
es una relación antinatura.
Cualquier amor novelesco,
un amor vacuo.





V.



Personalizando.



Me niego a ver las sombras de los objetos,
a observar su reflejo encerrado en una caverna,
a ser un girasol cabizbajo en un cuadro de Kiefer.
¡Soy hombre, persona, mamífero!
Me erijo en el auriga de mi destino,
me destierro al mundo de la vigilia.



Son tuyos, te pertenecen,
los palacios de la memoria,
los estuarios mentales,
los afectos virtuales
en compañía de Robin Buen-Chico,
los Niños Perdidos, Alicia, Spiderman
y ese trasunto bizarro de mí,
mi sosias enemigo, ese impostor.
Tu corazón solipsista y onírico
bien sabrá disfrutar de esas presencias.



Sencillamente, proclamo
desde este Deus ex machina,
este personaje se niega
a seguir siendo personaje.





VI.



De tal forma,
retirados los antifaces,
desenmascarada la irrealidad,
quedó la nada.



Un halo de luz invisible,
un vestigio etéreo,
una estancia deshabitada,
la ruptura de la sombra de un objeto.



Pero al menos, como un flashazo,
violento como un disparo de esperma
directo al ojo, en ese segundo final
disfrutamos de un momento de verdad.



Porque ahí, en ese postrero
y quijotesco momento de lucidez,
fue entonces que te advertí solo idea…
…y me pareciste mala idea.
Y ocurrió en ese instante, señalándotelo,
que reparaste—¡al fin!— en mí,
y me reconociste tan solo persona…
…y te parecí mala persona.



Hasta las altivas Torres Gemelas
se desmoronaron sobre sí mismas.





VII.





¡Qué disparate todo!
El fervor de la fantasía,
la dictadura de las ideas,
la cruel tiranía de las imágenes,
nuestro suelo de promesas
cimentado en nubes de mentira.



(encuentra otro que pose,
solo te interesa el dibujo)


¡Qué final tan absurdo!
¡Qué engañoso desenlace
para una historia tan vulgar
y tan mal conjeturada!



(si la lluvia pintada calara,
incluso sentiría frío)












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La condena de Eurídice








La felicidad es un umbral,
un destello a las puertas del abismo.
Traspasarlo supone caer,
intentar mirar atrás
la condena de Eurídice.
¿Dejamos de movernos, entonces?
 ¿Sabemos quedarnos en el umbral?
No, constituimos malas estatuas
—sentimos, luego existimos—
y la publicidad es convincente:
¡el abismo refulge como diez soles!


Así, avanzamos y perdemos pie,
y nos abismamos en la decadencia,
en la profunda oscuridad que nos habita.
Reconócelo, todo es peor
a hechos consumados;
absolutamente peor…
¡La consecución es una asesina!,
sollozamos durante el descenso,
dejando atrás los ojos llorosos de Eurídice
que extienden sus brazos desesperados
hacia nuestros desesperados ojos.


Ya nada más queda, sólo caer y caer,
el resto de la caída es arrepentimiento:
caer y reprocharnos haber avanzado
—¡ay, como si existiera otra opción!—,
caer a las órdenes de las sombras,
como insectos electrocutados por el azul,
entre espirales fractales, caer;
caer, y lamentarnos, y rompernos el cuello
en ese vano intento de mirar atrás;
¡caer!, y empezar a enumerar
y la muerte nos encuentra enumerando.







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