Esto es







Nunca había escuchado un sonido semejante, lluvia percutiendo sobre techos de hojalata, repulsivo chasquido de cucarachas pisoteadas, eco ahogado de lágrimas no derramadas. Una sinfonía de cristales rotos, graznido de gargantas afásicas, rechinar de encías, aullido en el barro de una madre que, con horror, descubre no lo será más. Un rugido quedo, crujir de dedos, murmullo de oraciones no correspondidas ante crucifijos sordomudos (siempre sordos, siempre mudos). El aullar del lobo una noche sin luna, el grito de un cuadro sin boca, el alarido congelado de esa escultura —Rodin sabe— en el preciso momento de la angustia. El fragor estentóreo de la indolencia, el puto ruido de la puta humanidad —y sus putas risas, y su puta mansedumbre—, de falsa camaradería entre semejantes. La desesperanza sofocada, el griterío de la obediencia, ese silencio cruel de piafar de caballos viejos, ese golpeteo de corazones deshabitados. La arcada, esto es.


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