Sólo un cine vacío








Una C, una Z y una A. Tres simples letras, sostenidas por lo que parecían alambres, colgaban caídas de la marquesina del cine. Una C, una Z y una A. Veinte años antes —qué caray, no son mucho veinte años, ¿no?— el Cine Amézaga estrenaba rótulos nuevos. Sus luces de neón, entonces parpadeantes, pregonaban el nombre del cine por todo el pueblo. Yo por aquellas tenía seis años y recuerdo que quedé hipnotizado por su intenso color verde, igual que si estuviera viendo la mayor maravilla del mundo. 

Una C, una Z y una A. Tres simples letras, oxidadas, sostenidas por alambres, completamente desdibujadas por la pátina gris del más completo desamparo, quedaban de todo aquello veinte años después.

Qué cosa la nostalgia. Tan chorra, digo. Te arranca una sonrisa al rememorar una anécdota, te hace llorar el día de un aniversario o te saca a la calle a hisoparte de lluvia y helarte el culo la noche más fría del año para despedirte de ese cine de tus ayeres que será demolido mañana para construir aparcamientos. Es de chorras. Únicamente para eso, para decirle un último adiós, la nostalgia consigue que permanezcas impertérrito bajo la marquesina, ignorando el intenso frío, ensimismado en tus recuerdos infantiles, imborrables recuerdos, inmarcesibles...

Como acudir con mis amigos en tropel a la sesión matinal de todos los domingos a las doce, justo después de la misa de niños. Lo recuerdo perfectamente, aquello era un fenómeno social. El cura sabía que no podía alargar sus homilías so riesgo de encrespar a unos feligreses dispuestos a dejarle con la palabra en la boca con tal de no perderse el principio de la película. Pobre don Víctor. Solía darnos las bendiciones más rápidas que ha conocido la Eucaristía. «Podéis ir en...», decía, y la paz la recibíamos ya en la calle. Cómo corríamos. Había el tiempo justo para salir de misa, gastarse cinco duros en un paquete grande de gusanitos más un chicle de fresa ácida que rumiar durante toda la película hasta que te doliera la mandíbula e ir raudo a la taquilla a gastarse cinco duros más —y adiós muy buenas a la paga— en la entrada del cine. Luego restaba la no poco colosal tarea de darte de empujones con otros cien mil niños para pasar de los primeros por una estrecha puerta custodiada por un viejillo abrumado. Se montaban tales marabuntas que, con un poco de suerte y cara dura, no pocas veces conseguimos colarnos gratis camuflados entre la marea humana. 

Siempre íbamos, cayera quien cayera. La espantada de chiquillos era tal que incluso cambiaron el día de reunión de la catequesis parroquial para poder hacer frente a la competencia desleal que les suponía el cine. Hicieron bien, si no yo creo que ni cuatro niños del pueblo hubieran hecho la primera comunión aquel año (con las consecuencias nefastas para nuestra salvación eterna que ello hubiera conllevado, claro está). Porque por aquel entonces hasta nos daba igual qué película echaran. Íbamos por sistema. Eran tiempos en que el video era un lujo exclusivo de gente pudiente y únicamente había dos cadenas de televisión, en mi casa ambas de color blanco y negro Telefunken. Simplemente el poder ver las películas en color ya hacía buena a cualquier película ante mis ojos infantiles.

Que no lo eran, que esa es otra. Entre otras maravillas recuerdo cómo por aquella época nos pilló de pleno el apogeo de películas de artes marciales de serie B. Estoy seguro de que en mi pueblo no hay joven maduro entre los 25 y los 30 años que no haya visto, por lo menos, cien películas de karatekas. Ahora, desde mi perspectiva de adulto, no entiendo cómo no nos trastornó ver domingo tras domingo, todos los domingos, a chinos pegándose patadas y dando saltitos mientras gritaban «Ooouaaaah!!!», onomatopeya a la que al final solían reducirse todos los diálogos. Al salir del cine era un espectáculo ver las patadas que nos dábamos los unos a los otros, a hostia limpia. De hecho no parábamos hasta que alguno terminaba llorando, así que bien pensado quizá sí que nos trastornó un poquito.

Pero por desgracia nuestros tiempos de Bruce Lee hacía mucho que habían terminado. El Cine Amézaga llevaba cerrado por lo menos una década, su verja herméticamente sellada con un candado, con la única permutación de observar desaparecer, una a una, sus letras luminosas verdes, antaño parpadeantes. Una década paseando a diario delante de su verja muda, observando un polvoriento cartel de Indiana Jones y la última cruzada como último vestigio de que allí una vez se emitieron películas. Producía mucha tristeza. Y era ese sentir tristeza en un sitio donde antes, incluso antes de entrar, tantas veces habías sentido ilusión lo que hacía todo aún más triste. 

Porque el Cine Amézaga empezaba en la calle, no vayáis a pensar que se limitaba a un simple recinto cerrado donde se proyectaban películas. El cine en sí empezaba en las largas, a veces interminables, colas para entrar en él. Según la película y las fechas, sobre todo en verano durante la semana del cine infantil cuando el precio de la entrada se redondeaba a cien pesetas, tenías que ir un par de horas antes a la cola si querías ver la película. Si remoloneabas o ibas un poco más tarde, sabías con toda certeza que te quedabas sin verla. Entonces sólo quedaba una única opción: colarse.

Colarse no era tarea sencilla. Las personas delante de las cuales te ibas a colar tenían la inherente hostilidad de quien lleva un par de horitas a la intemperie y no solían mostrarse especialmente amables cuando te ponías delante de ellos. Además, para colarse como mandaban los cánones debías ser amigo de alguien de la fila que anteriormente no hubiera colado a otra persona, que tampoco había que abusar. Cuando le veías había un guión trazado que casi nunca fallaba. Comenzaba cuando te hacías el encontradizo.

      Vaya, pero si está aquí mi buen amigo Javi —solías empezar diciendo, por ejemplo.

      Hombre, David —respondía Javi metido en su papel de colador—. ¿Cómo tú por aquí?

      Pues ya ves —replicaba yo—. A ver Los Goonies, que todavía no la he visto.

      Ah, pues yo sí. Y está muy guapa. Si quieres ponte delante de mí y la vemos juntos.

Y ya te habías colado. Solía ser considerado como gesto de cortesía que posteriormente tú colaras a la persona que te había colado de tal forma que, al final y de manera muy legal, te terminabas colocando delante del pringao de turno de detrás. Geometría pura. 

Nos lo montábamos bien. Sólo dejaba de ser eficaz este método infalible si detrás de tu amigo había algunas madres esperando en la cola con sus hijitos pequeños. Ay, las madres. En ese caso era mejor buscarse otro amigo antes que soportar el inexorable pollo que las señoras en cuestión te montaban. Desvergonzados, sinvergüenzas, caraduras, hasta cabrones, nos decían. Tan atentas porque nadie se colara delante de sus niñitos y tan despreocupadas de las palabrotas que sus infantes escuchaban...

Rememorando estas añoranzas ñoñas abandoné cabizbajo la marquesina del cine. En la calle seguía haciendo frío. ¿Cuántas horas no habría pasado yo allí esperando a la cola para entrar?, intenté calcular. Incontables. Pero las colas de los cines también eran cosa del pasado. Ahora la gente se sacaba las entradas en cajeros automáticos y elegía cine, hora y asiento con varios días de antelación, todo de forma mecánica y aséptica, con tal de no esperar ni un minuto de cola. Ya no se estilaba el buscar un hueco entre las filas donde poder empaquetar toda la cuadrilla, tarea ardua y difícil donde las haya si la película la daban el fin de semana y era de semiestreno. De semiestreno, señalo, porque al cine de mi pueblo siempre llegaban las películas con dos o tres semanas de retraso respecto a los cines de otros pueblos o de la capital. Pero lo que digo yo: ¿no es un estreno cada película que ves por primera vez? ¿Acaso verla antes o después va a hacer que te guste más o menos? Es ridículo.

Terminé de bajar las escaleras de la entrada y rodeé el edificio del Cine Amézaga por el lado contrario al que daba al campo de fútbol municipal. La fachada tampoco era ni la sombra de lo que fue. La dejadez de los propietarios y las inclemencias del tiempo se dejaban ver en forma de una incipiente aluminosis. Por todas partes aparecían desconchados y una grieta transversal atravesaba el lateral derecho del cine desde el suelo hasta el tejado. Además, unas gigantescas pintadas a spray de unos okupas que durante un tiempo residieron allí lo hacían parecer más abandonado de lo que ya estaba, nimbando de mugre el conjunto. La puerta lateral de emergencia, que sólo servía de entrada en ocasiones especiales, estaba cubierta de roña y óxido a partes iguales. Probablemente con poco esfuerzo la podría abrir, pensé. 

Me acerqué hacia ella y la empujé suavemente con la mano. El metal de la puerta, bastante pesado, no se movió. Entonces, sin saber muy bien por qué, me vino a la cabeza la frase «que la fuerza te acompañe, Luke» —locuras del momento, supongo, o yo qué carajo sé— y tiré un poco hacia atrás para asestarle a la puerta una patada seca al más puro estilo Chuck Norris. Para mi sorpresa se abrió en el acto, haciendo un ruido del copón (para mi sorpresa, digo, porque el primer sorprendido de mi recién descubierta fuerza bruta fui yo). Miré hacia todos los lados, escrutando por si alguien había visto mi tropelía, pero afortunadamente el frío de aquella noche mantenía a todo el mundo en casa. 

¿Qué hacer ahora?, me pregunté. Por un lado consideraba peligroso entrar en un edifico abandonado, oscuro y de inminente demolición, pero por otro lado sentía la imperiosa necesidad de volver a sumergirme en la calígine de esa sala que tan gratos recuerdos me traía. No pude resistir la tentación. El destino me estaba poniendo en bandeja de plata la posibilidad de adentrarme de nuevo en el cine. Me agarré los machos y decidí entrar.

Al menos conocía esa entrada de memoria. Sabía que nada más entrar había unas escaleras a la izquierda que llevaban al palco y un pasillo a la derecha que conducía al patio de butacas del cine. Giré a la izquierda, barruntando más que recordando que en una esquina del palco estaba el cuadro de mando que controlaba las luces de todo el cine. La madera estaba carcomida y crujía de una forma sospechosa a cada escalón que pisaba. Bien que mal, conseguí llegar al palco y allí palpé intuitivamente la pared hasta que encontré los interruptores. Los levanté todos a la vez, pero ni una luz se encendió. 

      ¡Mierda! —grité al silencio del cine.

Mi ilusión se había visto truncada. Seguramente habrían cortado el suministro de electricidad con motivo de la demolición, cómo no se me ocurrió. A oscuras sería completamente imposible orientarme en el cine, así que decidí dar media vuelta y marchar por donde había venido. No había andado ni dos pasos cuando tropecé con algo que había en el suelo. Caí al suelo cuan largo era mientras llovían destornilladores y tuercas a mi alrededor. Vaya leche. Empezaba a estar claro que había sido un error haber entrado en el cine. La rodilla me dolía y me senté a ver si se me pasaba en una de las butacas del palco, ese palco, que aún en oscuridad, también me hacía evocar imágenes... 

El palco del Cine Amézaga no era muy grande. De hecho, únicamente lo abrían cuando con el aforo del patio de butacas no daban abasto y eso ocurría pero que muy de lindas a peras. Por eso, los días que lo abrían nos matábamos por entrar de los primeros y ocupar las escasas localidades. La pantalla estaba más lejos y el sonido era peor, pero el estar por encima del resto de cabezas lo compensaba de sobras. Jo, la de chucherías que habré tirado desde allí al grito de «¡Fuego a discreción!». Paquetes enteros de triskis, pipas y gusanitos. Nos dejábamos la paga en tan absurdo menester, pero es que no imagináis lo divertido que resultaba escuchar los gritos de los de abajo cuando les caían sobre la cabeza. Siempre había el típico enredador que también lanzaba chicles, gominolas a medio masticar y chupachuses ensalivados, pero eso ya era una capullada porque se pegaban en el pelo y luego era un cristo despegarte los restos. Lo sabía de buena tinta porque siempre no tenías la suerte de acceder al palco. Yo me portaba relativamente bien y sólo tiraba triskis, pipas y gusanitos.

Rememorando tan sublimes momentos, aquilatados tal vez por los años y la nostalgia, noté cómo el dolor de mi rodilla empezaba a menguar. Todavía un poco magullado me levanté de la butaca y empecé a palpar el suelo del palco con la intención de saber con qué había tropezado para poder así arrojarlo luego a tomar vientos por la platea. Lo encontré. Resultó ser una caja de herramientas olvidada de algún peón de la demolición. Me dispuse a tirarla para vengar mi afrenta cuando mis dedos notaron la inconfundible forma de una linterna en su interior. La saqué y recé para que funcionara. Funcionaba.

Y el añejo, imborrable Cine Amézaga volvió a exhibirse ante mis ojos. La pantalla fosforesció con una extraña luz blanca cuando la enfoqué con mi linterna. El viejo telón negro, recogido, se movió mecido por alguna corriente de aire intrusa. Las butacas, color verde musgo, estaban arrugadas y llenas de polvo. Y un detalle curioso. Ahora me parecía todo mucho más pequeño, como si el tiempo me hubiera encogido el cine.  

Pero aun así era mi cine...

Bajé las escaleras para dar mi último paseo entre el patio de butacas, el suelo crujiendo como si se fuera a caer, por las puertas laterales escapándose gemidos quejosos producidos por los tablones húmedos. Parecía salido de una escena de una película de miedo de las que también alguna había visto en ese cine. Antes de franquear la entrada al patio de butacas tuve que desabrocharme un botón de la camisa para disminuir la sensación de ahogo. 

Y es que la oscuridad y el silencio de los cines son elementos propicios en hacernos evocar imágenes. Abarrotados de gente nos ayudan a introducirnos en otros mundos, en los de la película proyectada, pero en soledad es otro cantar. En soledad, por ejemplo, resulta relativamente fácil imaginar que sobre las butacas vacías cientos de fantasmas presencian con atención una película fantasma, hasta puedes oírles reír y llorar con poco esfuerzo.  En soledad, los cines aparecen como algo irreal, difuso, abstracto… terrorífico. Así, entreteniendo mi mente con divagaciones extrañas, empecé a avanzar entre las filas de asientos intentando ignorar el hecho concreto de que me estaba jiñando de miedo. 

Pero aquellas filas de asientos también guardaban muchas historias y poco a poco mis temores fueron desapareciendo. Je, cuántas veces no habré visto las películas subido sobre una de esas butacas cerradas para ganar altura y erigirme sobre el cabecerío general. Cuando eras pequeño o utilizabas esa alternativa o te quedabas si ver la peli. Yo lo tenía claro. Y oye, si lo que se conseguía con ello era iniciar un efecto dominó hacia atrás hasta que medio cine terminaba sentado sobre las butacas cerradas a mí plim. Que hubieran puesto una ley por la cual nadie más alto podía colocarse delante de alguien más bajito en el cine. Bien pensado, detrás que tampoco se colocaran, que si el de detrás era más alto y le impedías un poco la visión un par de collejas no te las quitaba ni Dios. 

Ah, ese patio de butacas. Años después, en uno de esos asientos daría mi primer beso a una chica ni más ni menos. Recordar en cual o la película que echaban o dónde llevaba la cabeza aquel día sería imposible. Creo que fue en los asientos de delante. Eso sí, recuerdo perfectamente lo maravillosamente bien que olía aquella chica y lo contento que salí del cine. ¿Qué película echarían? No existe forma humana de recordarlo. 

Mi miedo desapareció completamente al recordar aquel momento. De hecho, me sentía extrañamente feliz e ilusionado, como si otra vez fuera adolescente. Pero mañana demolerían el cine y el asiento donde diera mi primer beso desaparecería para siempre...

De repente, un sonido seco rompió mi ensoñación. Me sobresalté asustado y enfoqué la linterna hacia el lugar de donde había salido el ruido. Tuve el tiempo justo de ver cómo la silueta de una criatura se escabullía bajo un agujero en el parqué. Era una rata, ni más ni menos. ¡Una de las míticas, legendarias y añejas ratas gigantes del Cine Amézaga!

En su momento no habitó en el pueblo quien no hubiera oído hablar de las ratas gigantes del Cine Amézaga. Era tal su fama que la gente aprensiva del pueblo dejó de ir al cine por miedo a que les mordieran los tobillos. Y sí, es cierto que en el cine había ratas —bastante gordas además, para qué negarlo—, pero es de ley reconocer que nosotros también aportamos nuestro granito de arena a la hora de engordar el mito. Me explico. 

De vez en cuando sucedía que estabas tan tranquilo viendo una película y uno de esos roedores se te cruzaba entre las piernas con el susto consiguiente. No era normal que ocurriera, pero tampoco era nada insólito. Lo aceptabas tal cual, y punto. Pero esa indiferencia no estaba predestinada a durar. Duró justo hasta el día que a una mente privilegiada se le ocurrió escurrirse entre las butacas y agarrarle la pierna a una mujer. Qué grito, amigos. Tarzán una nenaza ante esa mujer. Y claro, sucedió lo que sucedió. Hicimos dogma de tan insigne ocurrencia y ya entrábamos al cine escogiendo las butacas de detrás de las chicas de nuestra edad con la malsana intención de pegarles unos sustitos durante la película. Y vaya si lo conseguíamos. Una vez lo hicimos en medio de la proyección de una de las partes de Pesadilla en Elm Street y os juro que hubo chicas que saltaron a los asientos de enfrente. Que conste que no lo hacíamos tanto por maldad como para hacernos notar. Además, en nuestra defensa quiero decir que cuando las chicas se enteraron de que éramos nosotros recibimos más guantazos que los malos de todas las películas de Bud Spencer juntos. 

Ay, cuántas películas en ese cine al margen de las que proyectaban en pantalla. Y a partir de mañana todos esos recuerdos únicamente existirían en mi memoria sin un lugar físico que los cobijase. El cine de mi niñez, uno de mis patios de recreo favoritos, desaparecería mañana. En esas cábalas me encontraba, con algún embrión de lagrimilla aflorándome ya en los ojos, cuando decidí salir del cine. Era tarde y me empezaba a parecer peligroso permanecer más tiempo dentro de ese edificio. Ya estaba bien de melancolía por aquella noche. 

Salí presuroso por la puerta, en la calle seguía lloviendo y haciendo frío, y me dispuse a regresar a mi casa. Fue entonces me percaté de que todavía no había hecho lo que vine a hacer, todavía no me había del cine de mi vida, todavía no le había dicho mi último adiós. Tenía que hacerlo, no en vano sentía que iba a ser yo el único idiota del pueblo que lo echaría de menos.

      ¡ Hasta siempre, mi cine ! —exclamé desde la marquesina en la oscuridad de la noche a modo de expurgo. 

 Silencio por respuesta. Un silencio quedo, categórico, que acrecentaba la majadería que acababa de gritar. Menudo gilipollas. 

Abochornado de vergüenza me di media vuelta y regresé raudo a mi casa sin volver la vista atrás.


(...) 






Aquella noche dormí plácida y profundamente, como pocas, arropado por un sueño extraño. Soñé que el edificio que para la gente sólo era una ruina abandonada, sólo un cine vacío, me susurraba al oído que en realidad contenía tantas historias que ya no necesitaba proyectar películas para transportarnos a otros mundos. Yo, entonces, le agradecía que compartiera conmigo su secreto y él a cambio me regalaba con una última película en la que yo era el protagonista y mi vida el argumento. Y cuando parecía que la película iba a acabar bien, justo antes de terminar, el escenario de mi sueño cambió y aparecieron en él unos hombres que colocaban cargas de dinamita en los cimientos del cine, cargas que provocaban una fuerte explosión y dejaban tras de sí una gran nube de humo denso y polvo espeso. Y por soñar soñé que al reposar ese humo denso, al quedar inerte ese polvo, los cascotes de lo que otrora fuera un cine formaban perfectamente alineadas dos palabras para sorpresa de sus demoledores: THE END

Y a pesar de sentirme en ese momento triste y huérfano de hogar como una rata más del Cine Amézaga, en mi sueño reí a carcajadas esa despedida romántica e imposible de mi cine y me pareció tan buen final que a partir de ahí no soñé nada más, negrura...



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Si la memoria no me falla este fue el segundo relato que escribí en mi vida (el primero fue "Altos Hornos, Agur"), allá por el año 2003.

Regalos envenenados







La inteligencia es un regalo envenenado,
improbable su redunda en una mayor felicidad,
dicha felicidad también un regalo envenenado,
un anuncio grotesco de lotería de navidad
para esos pensamientos hostiles en primera persona
sin cabida dentro del regalo envenenado de la sociedad.


La belleza es otro regalo envenenado,
condenada a una caducidad lenta y dolorosa,
a un marchitarse empavesado de peces de colores
mientras el regalo envenenado de la longevidad
hojaldra nuestra piel, enjalbega nuestra cresta
y narcotiza de mansedumbre nuestra alma.


¿Y la vida? Qué si no también un regalo envenenado,
un juguete grosero que nadie solicitó a los Reyes
—que luego sabremos, ¡ay!, son los padres—,
junto al mismo zapato, la muerte como regalo envenenado,
un remate que nos aboca al olvido y al terror profundo
de conjeturar que se pueda perder nuestro punto de vista.


Confort,  regalo envenenado en forma de rutina.
Sexo, regalo envenenado de marroquinería.
Amor: el mayor de los regalos envenenados,
una vela tintineante bajo un celemín pesado,
un extinguirse desdibujado, inane y aburrido,
quizá una neurosis, en el mejor de los casos.


¿Seguimos?
El dinero, regalo envenenado,
entelequia hostil condena-civilizaciones.
La empatía, regalo envenenado,
agonía del sufrimiento ajeno.
La lectura, regalo envenenado,
fábrica inextinguible de preguntas.
La escritura, regalo envenenado,
trinchera de gasa bajo el fuego.


Y estos expurgos, ¿la poesía?:
todos ellos regalos envenenados,
gritos insolentes,
recursos del pataleo,
denuncias vencidas y traspapeladas.


Un papel pintado que no deja ver la pared.







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Frases de película











Últimamente pienso mucho
en el final de esa película:
Juegos de Guerra, ya sabéis,
esa en la que Matthew Broderick,
a punto está de desencadenar
la tercera guerra mundial
con un teléfono de plástico
y una mierda de Spectrum


En ella, en la sala central del NORAD,
en el cénit del holocausto nuclear,
un ordenador más inteligente que la hostia,
el WOPR, simula contra sí mismo
miles de partidas de 3 en raya
para al final concluir:


«Extraño juego.
El único movimiento para ganar
es no jugar.»


Da que pensar.




No jugar.
No jugar.
No jugar.
Zugzwang.
«Cuando la única jugada posible
es no mover»


Nemo Nobody refrendó esto.




No jugar, pero:
«¿Cómo se hace para vivir
una vida llena de nada?»


El secreto de sus ojos
nos lanza esta pregunta
tan y tan hijadeputa .




Y ahora, ¡miradle!,
también Jesús Raza,
desde el desfiladero,
bebiendo de su botella,
escupiéndonos:


«Sin un amor, sin una causa,
no somos nada.»


Valiente cabrón.




Pero que no nos deslumbre el destello:
la meritocracia es un invento capitalista
sin posibilidad alguna de victoria.
No es cierto que quien persevera
se lleva el premio;
o quizá tan solo sea incierto
que valga la pena participar.


¡No renunciar a ganar!
¡No aprender a perder!
No, simplemente
no formar parte del concurso,
de su trampa, de su engaño.


«Jerome había sido diseñado
con todo lo necesario
para entrar en Gattaca,
excepto el deseo de hacerlo.»


¡Eso es!




Y mantenernos firmes,
imperturbables,
indomables.
Incluso cuando te golpeen,
te pateen, te sacudan,
te arrastren por el suelo
y tengan los cojones
de reprocharte:
«Lo que tenemos aquí
es un fallo de comunicación.»


No ceder.
No jugar.
No ceder.
Nuestra única respuesta
la sonrisa eterna
de Cool Hand Luke
(en la mejor película
de todos los tiempos).




Regresar al futuro,
abandonar este bucle
atrapado en el tiempo.
Tornar en robots perfectos,
en replicantes sin empatía,
en ordenadores más listos que la hostia.


«Bebed a mi salud
y contadme lo bueno que está el vino.»,
hago mío el brindis
de Rémy Girard.




Extraño juego.


THE END




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