Tarajal — Sicilia









I.
—Mi hijo era un inmigrante, sí. Pero también era mi hijo. Eso parece que se les olvida.
Esto declara el padre de Bikai, uno de los cameruneses fallecidos en la tragedia del Tarajal, el 6 de febrero de 2014. Junto al de Bikai se encontraron otros 14 cuerpos, se desconoce si hubo más que se tragó el mar: la cifra oficial cerró en 15 el número de fallecidos aquel día. Como siempre, no vale quedarse con la cifra; hay que hacer el  esfuerzo de imaginarlos uno a uno: uno, dos, tres, cuatro…
(a cada pausa, una vida)
—He visto imágenes de zoos europeos en los que tratan muy bien a los leones, a los pájaros... ¿por qué a mi hijo lo tratan así? —se pregunta ese padre.
A disparos trataron a su hijo. A disparos le recibieron. Con pelotas de goma directamente apuntando al mar. Pelotas de goma arrojadas a personas que visiblemente tenían dificultades para flotar. Pelotas de goma y gases lacrimógenos para quien ruega auxilio.
—Oiga, oiga, ¡que se están ahogando! —se escucha en el vídeo.
Pero no por ello deja de disparar nuestra honorable Guardia Civil, ¡pam, pam!, como si al otro lado no hubiera personas, como si las sombras negras que boquean entre las olas estuvieran ahí para sus prácticas de tiro, ¡pam, pam!, con la indolencia de los asesinos, ¡pam, pam!
(imagina a cada disparo, una vida)
Quince muertos, quizá más, dichos disparos. Dicha falta de auxilio. Se juzgará por ello a 16 guardiaciviles, pero, ¡oh, sorpresa!, amparándose en la escasa calidad de las imágenes y los ángulos de visión, la jueza María del Carmen Serván cerrará el caso:
—Los inmigrantes asumieron el riesgo de entrar ilegalmente en territorio español por el mar a nado, en avalancha y haciendo caso omiso a las actuaciones disuasorias tanto de las fuerzas marroquíes como de la Guardia Civil.
«Quizá si hubieran sido pájaros, o leones», le faltó añadir.
(a cada vergüenza, una vida)

II.
La impunidad.
La impunidad es hermana del odio, hijos ambos de la ignorancia: odio e impunidad. Pero es necesaria esa impunidad para que nuestros futuros actos de odio puedan desarrollarse sin límites morales. El odio no debe ser cuestionado. Nunca.
«Si algún español se ahoga y pide socorro, contéstale: ''Niz eztakit erderaz'' (no sé castellano)»
Traigo a colación la frase de un tipo que en Bilbao da su nombre a una calle, a una estatua e incluso a una casa. Encaja, observad: la misma ignorancia, el mismo odio, finalmente la misma impunidad.
No es ya que no se critique la cobardía de quien no salta a auxiliar a quien se ahoga, no, ahora además se jalea a quien de forma más o menos directa promueve dicho acto miserable y cruel (adjetivos apelativos). Porque al igual que Sabino Arana y su bilis finisecular, también mucha gente defendió a la Guardia Civil tras lo del Tarajal: la Seguridad, el discurso compartido.
¡Protegían nuestras fronteras! ¡Protegían a la Patria! ¡Nos protegían! ¿De qué y de quién? De nuestros propios miedos.
Mixofobia: miedo a mezclarse con alguien diferente. Mixofobia que torna en xenofobia, miedo que torna en odio, utilización y extensión de ese miedo por parte de los poderosos para conservar su poder. Miedo y odio que repercuten en violencia, en muerte, y finalmente en impunidad por parte de los poderosos —¡esos mismos que te inculcaron el miedo, que te animaron a odiar!— para atar el nudo gordiano de esta gran mierda.
El lazo se cierra, el mundo gira. Acertó quien dijo que la pobreza es una bomba de relojería.

III.
Mi hermana pequeña, María, es enfermera en Cruces (Barakaldo). Cuando escribo esto se encuentra en el Golfo Azzurro, embarcación de Proactiva Open Arms. Es la tercera vez que embarca en una misión en el Mediterráneo.
Ayer me escribí con ella: me cuenta que ha conocido a Gervasio Sánchez, que está a bordo escribiendo crónicas para La Ser; me dice que me lo presentará. También me comenta que anteayer, domingo 4 de Junio de 2017, dejaron en las costas de Sicilia a 389 refugiados que rescataron del mar. El número me abruma.
—Ni tan mal —comenta ella, risueña—, conseguimos salvarlos a todos.
Mi hermana María es muy valiente, sin embargo discutimos a menudo. Yo opino que su cometido debería ser cosa de los Estados, que con su labor humanitaria están tapando un agujero que la Unión Europea no está queriendo tapar.
—¿Por qué deberían existir ONGs en una sociedad justa donde los Estados actuarían allí donde se debe actuar? —me enfado—. A nuestros gobiernos les interesa la desigualdad, dejar parcelas sociales huérfanas, y es ahí donde entran labores como la tuya para minimizar el impacto de su desidia. Que además luego les dejáis en Sicilia, a su suerte, donde los más afortunados vivirán en campos de refugiados infrahumanos y los menos serán repatriados de vuelta a sus países de origen. ¿De qué sirve todo esto? ¿De qué?
—Bueno —acostumbra a responder ella sin dejar de sonreír—, yo sólo quiero que no se ahoguen en el mar…
Y entonces recuerdo a los muertos del Tarajal, recibidos con pelotas de goma. Y regresa la vergüenza, el asco, la impotencia ante el crimen, la náusea ante la impunidad. Y esa frase se me aparece completa, llena de significado, casi perfecta:
«Yo sólo quiero… que no se ahoguen en el mar».
En verdad no es poca cosa.



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Este relato obtuvo el 1ª Premio en el XI Certamen de Relatos Osmundo Bilbao Garamendi (2017) convocado por Alez Ale

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