Mis juguetes








Yo, de niño, tenía un cerdito de Lego, Manolo,
al que conferí todos los poderes de Superman.


De forma necesaria, Manolo luchaba día tras día
contra un malvado indio crestado, Ochovidas,
¡inteligente, ágil y escurridizo piel roja!,
que a lomos de su caballo negro, Relámpago,
¡indestructible y arcana fuerza de la naturaleza!,
trataba siempre y sin ningún motivo
de acabar con la vida del pobre Manolo.


La lucha era desigual y pronto Manolo
obtuvo también su caballo compañero
(tanto creía yo en el equilibrio):
un ejemplar dorado, su nombre Lucero,
de enjaezadas crines rubias.


Manolo contra Ochovidas, Lucero vs. Relámpago,
la sempiterna lucha del bien contra el mal,
el viejo conflicto de gorrinos contra iroqueses,
se escenificaba programáticamente
—¡pim, fum, pam, pumba, zasca!—
en el coliseo verde y áspero de mi alfombra.


A veces Ochovidas tornaba invisible
a veces Relámpago echaba fuego por la boca,
a veces ambos aprendían cómo ser intangibles…
¡era la hostia!, pero claro, al final
siempre ganaban los “buenos”
(el maldentado salvaje de Comansi
nunca tuvo la menor opción).


Los buenos, aquellos que determinaba yo.
¡Qué simpleza! ¡Qué satisfacción!
Caprichoso y vanidoso con mi poder,
feliz como no se vuelve a ser feliz.



Como un Dios.




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