Expurgo rabioso homicida contra mis desemejantes








"El único error de Dios fue no haber dotado al hombre de dos vidas:
una para ensayar y otra para actuar".
Vittorio Gassman





Aquí, a todos vosotros,
icebergs anfibológicos
nebulosos y perfectos,
que engañáis a vuestro espejo.
mientras os alimentáis de imposturas.
Deciros que esta idea de vida
solo la vivimos una vez
y no hay repetición.
Breve, tensa, torpe o imprecisa
pero solo una.
Procrastinarse es un asesinato
bajo el cual el conformismo
encuentra justificación
para su intolerable despilfarro de aliento.


Únicamente es vuestro, os pertenece,
el mundo tras los ojos con que miráis,
más arriba del zuño cóncavo.  
¿Quién podría negaros, oh, pusilánimes,
vuestras posesiones?
Sois señores de vuestro acontecer medroso,
emperadores de vuestras evasivas,
soberanos de sueños incoloros,
dictadores sin recompensa
de una republiqueta de mentiras.
Y la soledad cuando la noche duele,
esa íntima y oscura oquedad del verbo ser,
Ella, también os pertenece.


Asco de mundo de auto-castrados,
tibiezas intelectuales,
consortes de lo intangible,
señuelos, ¡salid!,
no os quiero en mi vida
(del mismo modo conmutativo
que vosotros me censuráis) .
Tampoco contáis con mi preeminente piedad,
os indago y no veo a mis semejantes.
¿Dónde están mis semejantes?
Solo veo prisioneros en un limbo etéreo
—del que no recordáis haber extraviado la llave—;
almas postradas entre titubeos
fabricando cadenas con arterias de serrín,
como suicidas en potencia,
desangrándoos a cada segundo.
Piso alguna cáscara
y es el crujido de vuestros pasos.
Por favor, ¡que alguien acabe con vosotros!
¡Que ejecute a la humanidad!
¡Que se descerrajen las paredes!
¡Que los ciegos destejan los abrazos virtuales!


Aquí, a todos vosotros,
icebergs anfibológicos,
falsos satisfechos,
que tal vez, a lo mejor, 
desde el hielo
le veis a todo algún sentido.
Repetiros, con rabia:
os equivocáis.
Os equivocáis de pleno.
Es preferible morir a estar muerto.
A ese estar vivo
vuestro
de los abnegados,
los inertes
y los errantes…

cobardes.





Ensayo sobre los coleccionistas







Tipifiquemos. Aviso para navegantes: no leas más si no eres coleccionista, detente aquí, ya, en esta línea. Es necesario ser coleccionista para entender este relato o para siquiera imaginar el ardor con que el inmarcesible lector, otrora conocido como Ahasverus, otrora Cartaphilus, devoraba un Octubre de 1886 las páginas de un incunable segoviano del siglo XVI que en su diáspora a través de las bibliotecas de media Europa había buscado durante décadas y que supuestamente contenía nuevas y desconocidas oraciones de perdón de Santa Teresa de Jesús que atesorar. 


Pues bien, exactamente ese mismo gozo del alcance, ese mismo ardor, Cipriano Huidero lo sintió al ver en una subasta por Internet el número 16 de la colección del superhéroe Miracleman, el último guionizado por Alan Moore, aquel que contenía como ninguna otra lectura la imperfección de la utopía y a la vez el único que le faltaba para tener debidamente ordenados en su estantería todos los comics imaginados por el autor inglés. Al instante, Cipriano Huidero pujó con una cantidad desorbitadamente ridícula, del todo inapropiada para un comic de apenas treinta y seis páginas que en su tiempo valiera 140 pesetas y, a la postre, imposible de superar. Pero no hay cantidad que mida la satisfacción de un coleccionista que ve al fin saciado su deseo adquisitivo. Un coleccionista mide sus posesiones cualitativamente, no cuantitativamente, y a sus ojos, el tiempo y el dinero pierden su valor ante el más insignificante de los objetos. 


Extraña forma de locura, por tanto, la del coleccionista. Sólo de locura se puede tachar su excentricidad ya que sólo un loco dedicaría tantos denuedos en pos de alguna ínfima rareza. Nadie más que un loco removería cielo y tierra para satisfacer la indefinible molicie que conlleva el alcance y posesión de su capricho, para experimentar el orgásmico placer de su acopio y pertenencia. Pero no esconde gula ese acopio, no es egoísmo esa pertenencia. No busquéis en un coleccionista pecado o mal mayor que su propia e implícita locura.

Desconfía de quien no colecciona nada —le aconsejó en su día su padre a Cipriano Huidero—, porque su avaricia sólo es material.
 
Y el niño que fuera Cipriano Huidero entendió. Entendió que es privilegio único del coleccionista el disfrute de su particularidad. Un disfrute inmaterial, abstracto e inexplicable, sí, pero no por ello menos espontáneo. Hasta qué punto escoge uno su afición o su afición estaba intrínseca en su ser antes de nacer no se puede saber. ¿Acaso recuerda el entomólogo en qué momento de su niñez vio por primera vez arrastrarse a una cucaracha? ¿Acaso sabe por qué en vez de huir o pisarla, como hacían el resto sus coetáneos, se detuvo a mirar más de cerca esas filamentosas patitas negras, ese fuliginoso caparazón, esas simpáticas antenas? ¿Acaso pudo hacer otra cosa sino sonreír?

De tal forma entendido, el coleccionismo es como un germen infantil, inherente a cada ser, tal vez impreso ya en nuestro carácter nonato. Se desdice de esta manera a aquellos que, maliciosamente, pretenden entrever en los coleccionismos supuestas carencias impúberes. Que no digo yo que para un neófito en el tema no sea tentador burlarse, por poner un ejemplo, de Demetrio Mazarrón, quien a sus 58 años y para desespero de su mujer, le roba de rodillas sobre la alfombra todas las noches varias horas al sueño, puliendo y poniendo a prueba sus coches de Scalextric, trazando juguetonamente cada curva con milimétrica perfección para besar al terminar cada pequeño automóvil antes de regresarlo a su expositor ad hoc. ¿Lo ves, lector? Incluso tú sonríes condescendiente ante su imagen, sin poderlo evitar. Está muy arraigado en nuestro ser el burlarse de lo que no podemos entender, si no ya el destruirlo.

—Todos los comics a la basura te voy a tirar —que amenazaba su madre a un Cipriano Huidero adolescente—. El día que me dé por ahí vas a ver cómo los tiro todos, toditos, todos...
 
Nunca llego ese día y nunca los tiró, pero Cipriano Huidero siempre sintió ese miedo a perder de un plumazo toda su colección por culpa de esa incomprensión materna hacia el coleccionismo de su elección. Para su madre, de carácter práctico y ajena a los coleccionismos como sólo puede estarlo una madre, esos comics sólo representaban estanterías combadas y criaderos de polvo y ácaros. Gran enemigo de un coleccionista el pragmatismo de una madre.

Pero no quiere este cuentista pecar de partidario y para ser justos con todos es de ley reconocer que no sólo las madres se muestran poco comprensivas hacia las colecciones. A pesar de las muchas características comunes, un coleccionista tampoco comprende, ni apenas respeta, otro tipo de coleccionismo diferente al suyo. 

Así, para Cipriano Huidero la colección de sellos de trenes de su padre le era tan ajena e incomprensible como sólo podía serlo su colección de comics para el contrario. El uno no sabía ver sino pequeñas y aburridas estampitas de ferrocarriles que no contaban ninguna historia en la colección de su progenitor mientras que el otro no sabía ver en los tebeos -prefería este término al anglicismo- de su hijo más allá de un entretenimiento de chiquillos, ciertamente impropio para un adulto. Padre e hijo no se lo decían, por supuesto, no obstante ambos sabían en sus adentros que la colección del otro era una completa mamarrachada.

Hasta cierto punto, esta mutua incomprensión, este cada loco con su tema debe de ser así. Tal cual. Lo que confiere el valor de unicidad a cada coleccionista no es más que la percepción de la belleza para cada uno. Que no lo sé, incluso tal vez haya detrás algún motivo físico, tal vez todos nazcamos con cierta sensibilidad ocular. Quizás los ojos présbitas de un anticuario no saben filtrar y concretar la belleza de una adamita cristalizada con la que topa y a la que despide de un puntapié lo mismo que los ojos de un geólogo no están preparados para intuir la finisecular perfección modernista del aparador que lleva años alimentando carcoma en su trastero. Quizá se puedan explicar nuestra personalidad y comportamiento social del mismo modo que se explica el sentir coleccionista. Quizá lo único que nos separa a unos y a otros sea simplemente eso, una manera de ver las cosas. 

Pero te digo una cosa, es esa visión personal y caprichosa lo que de verdad vale la pena, lo auténtico. Todos somos la suma de nuestras excentricidades, por definición. Ser coleccionista, simplemente, confiere la suficiente sinceridad como para sacar dichas excentricidades a relucir. Meritoriamente, añadiría, en este mundo de hipocresía y guardemos las apariencias. 

Los máximos exponentes de un coleccionista son la pluralidad, la libertad de elección —le apuntaba su padre a Cipriano Huidero al mismo tiempo que con unas pequeñas pinzas disponía un sello con el dibujo de un ferrocarril indochino en un álbum—, y, a la vez, el orden.

Aprendió bien la lección del orden Cipriano Huidero. Volvamos a él ahora que le ha llegado ya su comic por correo postal, nada más y nada menos que el deseado número 16 de Miracleman. Mirad cómo lo desembala cuidadosamente, cómo revisa cada página en busca de una mácula, decidme si no pone el mismo mimo y atención que una madre que cuenta los dedos a su bebé recién nacido. Miradle ahora también, colocándolo debidamente ordenado en el preciso lugar del estante que ha elegido. Eso es el orden.

¿O qué decir de Ramón Guardo, septuagenario, quien todas las noches encuentra un momento para sacar el estuche aterciopelado que esconde a su mujer y pasa revista a los veintitrés pelos púbicos correspondientes a cada una de sus conquistas, debidamente dispuestos cronológicamente por encuentro sexual? Más allá del viejo verde, ved su armonía, ved su orden. Tened por seguro que no cambiaría esos veintitrés pelos rizados por la más alta colección numismática. Cada noche, Ramón Guardo nimba de gracia y misterio veintitrés pelos y eso es lo que vale.


Porque en el mundo, todos los días, seres similares actúan similarmente absurdos. Si hay locura, si hay magia, si hay amor, hay un coleccionista. Demasiados y demasiado diferentes para poder explicarlos todos, con el único denominador común del deleite personal, ajeno a cualquier razón. Dueños de anécdotas tan dispares como la que aparece hoy en el periódico y ha inspirado este relato, la de un profesor de Arte que renunció a su cátedra para poder trabajar de conserje en el Museo del Prado, trabajo que le permitía todas las noches pasear surto entre la infinidad de obras de arte. Cuenta el periódico que tanto llegó a abrigar ese conserje la idea de que todo el museo era su colección que, a su muerte, había dejado escrito en su testamento que legaba íntegra toda su colección al mismo Museo del Prado, para que su colección no fuera dividida ni desplazada. Locura, magia, amor, el Museo del Prado en herencia: un coleccionista.


He ahí los coleccionistas auténticos, con su punto de delirio, no confundir con acomodaticios consumistas que inician y terminan sus colecciones en un kiosco por fascículos semanales, religiosamente adocenados. Un coleccionista apenas recuerda cuándo empezó su colección y sabe a ciencia cierta que nunca la ha de terminar, que su obsesión se la ha de llevar consigo a la tumba. Cipriano Huidero es consciente de que se seguirán publicando comics cuando él no esté, o su padre sellos de trenes, o el literato libros de genios por nacer, pero no por ello en vida dejarán de engordar sus librerías, sus bibliotecas particulares. Todos ellos seguirán el resto de sus días afanándose en ampliar sus colecciones sin un sentido más concreto que el porque sí, afianzando sus rarezas, elevando al infinito sus singularidades. Todos ellos desconocedores de que un ser superior, un ser tan hastiado de la omnipotencia que decidiera en su día iniciar la primera de las colecciones, a diario les observa, les cataloga, les contabiliza y, desde su posición predominante, se congratula de la variedad y número creciente de su colección de coleccionistas...



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Este relato consiguió el Primer Premio del II Certamen de Relatos "La Cerilla Mágica" convocado por publicatuslibros.com y la Consejería de Cultura de la Junta de Andalucía en el año 2007.


 

Deseo el amor de los feos








I.

Deseo el amor de los feos
besándose bajo una farola.
Con sus narices imposibles,
sus gafas y sus granos,
sus mandíbulas descomunales
y ese color de piel
más allá de lo humano.
Feos en el más feo sentido
de la palabra feo,
pantagruélicamente grotescos,
mitos lovecraftianos
con dentaduras de H.R.Giger;
y, sin embargo, dichosos
por el tímido milagro
de haber hallado
en ese momento
un semejante que les ame,
les bese, les siga y les haga
sentir un destino que los dioses
les había negado.


II.

Deseo el amor de los feos
palpándose bajo una farola.
Abrazándose como pulpos
que se cierran sobre
un pequeño crustáceo,
todos sus dedos de tentáculo,
torpes y deformes, acariciando
—a la sazón, dejándose acariciar—
imperfecciones ajenas.
Libres ¡al fin! de complejos,
libres ¡al fin! de no encontrar,
libres ¡al fin! de la esclavitud
de la dictadura de los guapos;
libres, en definitiva,
para inhalarse y ser inhalados
por sus bocas de cnidarios,
conmutativamente anhelantes
del placer de dar aliento
a otra oquedad inexplorada,
prognática y húmeda.


III.

Deseo el amor de los feos
amándose bajo una farola.
Devorándose con ojos imperfectos,
estrábicos y présbitas,
más allá de sus cristales
de culo de vaso: espejos bifocales
donde reconocer, al otro lado,
un gesto amable, por una vez
un reflejo de esmeril, un fulgor
que trascienda las inanes apariencias
y la crueldad de su embuste.
Repitiéndose frases leídas
en canciones de Silvio Rodríguez
o los Smiths, jugando a seducir
lo mismo que todos hemos aprendido,
inofensivos e imprecisos,
quasi modo géniti infantes,
ofreciendo un hombro giboso
sobre el que amargamente reír
manantiales de rabia acumulada.


IV.

Deseo el amor de los feos
brillando bajo una farola.
Antropófagos de risa cascabeleante
saltando por la ventana
del #2 del Hotel Chelsea:
«we are ugly
but we have the music»,
centelleantes en la plenitud
de su amor sin oropeles.
Nimbados de claridad,
ajenos a los focos
—siempre focos,
¿por qué focos?—,
que les señalan acusatorios.
Arrogantes y orgullosos
bajo esa rielante luz de vela
que intenta arrojar
algo de verdad
sobre una realidad
que no les importa.



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