El nombre tras el número







De lejos, vienen;
ojos furtivos mirando a un cielo gris,
cinéreo, marengo, de hormigón,
la noche desangrándose en jirones.
Sus colores son muchos,
pero su gesto siempre el mismo:
la esperanza es un postulado.
Su frío se quedó atrás, con su miedo,
huérfanos del hambre,
embriones de la guerra,
sombras soturnas.


«Más de 20.000 inmigrantes muertos en dos décadas
intentando alcanzar España», informa ACNUR.

Nos quedamos con el número
—cien, mil, veinte mil—
para evitar recabar en las personas,
en sus ropas con tacto de mortaja.


«Más de 400.000 refugiados y migrantes
han llegado a Grecia este año 2015», leemos también.

Su única dimensión es aritmética,
—¡cuatrocientos mil!—,
transmutando a las víctimas en guarismos estériles,
deshumanizándolas con insoportable asepsia.



¿Más de 20.000? ¿Más de 400.000?
La redondez de esas cifras es cruel.
¿Cuántos más?  Ese “más” nos señala,
todos nos parecen iguales,
máscaras clónicas, estadísticas,
nada importa la tragedia real, la carne.
¡Refugiados! ¡Inmigrantes! ¡Ilegales!,
se les denomina homogéneamente,
como si hubiera opción a la miseria y al terror,
como si arrojarse al abismo no fuese un albur.


Duele, sin embargo, imaginárselos uno a uno:
uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis,…
sabiendo que cada pausa supone una vida.
Duele proyectar sus verdaderos nombres
para rescatarles de ese acerbo anonimato.


El mar es su naufragio y su salida,
su puente y su necrópolis.
Ellos lo son, a fecha de hoy:
uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis,…
¡Ellos son!, preguntaos su nombre
tras el número:


el mar y sus gentes.












Desertor del yo








«La esperanza es una virtud
de esclavos», dejó escrito Ciorán.
La esperanza como un ancla,
toda expectativa de felicidad
una rémora en el alma.


Por tanto, es inherente a la libertad
demandar una absoluta desesperanza:
un desprenderse de uno mismo,
de tu conciencia social,
de tu normalización,
de tus afecciones,
de tu homogeneización
absorbido por la grey;
abjurar de esa ilusión emocional,
—qué  mal anuncio de Coca-Cola—
que suponen perspectivas mejores.


«Los que aquí entran,
abandonen toda esperanza»,
frase mal atribuida al Infierno.
¡Se trata de la frase de la vida!
Y aprender, crecer, dar el salto,
apostatar de tu pasado,
auto-expurgarse,
para asumir una existencia digna
como heroinómano en Bolivia,
hosco ermitaño en Finlandia,
o el más tirado de los vagabundos
—orgulloso, solo y rendido,
fardo inane e inerme—
en algún vertedero de Detroit.


Un hombre sin esperanza
es un hombre sin futuro,
un asustado hombre sin miedo.
Un desertor del yo,
esto es:

un hombre libre.






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