Maelstrom negro





De los horrores que esconde la mar
dicen que el peor es el maelstrom:
un remolino monstruoso,
un vacío rugiente
—“mala”: ruidoso
               “strom”: corriente—,
un vórtice en el océano
devora hombres.

Tiene costumbre,
también, el maelstrom
de no retener mucho rato
nada de lo que posee.
No hay piedad en su feroz ataque.
Su metodología es simple:
Te absorbo,
         te destrozo,
                   te escupo.

¿Por qué te cuento todo esto?
Porque Pessoa escribió:
«mi alma es un maelstrom negro»,
y ahora siento su angustia como la mía;
su abismo,
un abismo compartido.

Aviso para navegantes:
estamos entre vosotros.
Nuestra profundidad es insondable.






Tríptico de guerra





I. Sobre los que pierden:

Dentro de un instante va a disparar. Dentro de un instante voy a morir.

Dicen que el peor enemigo de un soldado es la incertidumbre; incertidumbre de no saber si vivirás otro día, otra hora, otro segundo; de no saber si al instante siguiente una bala te elegirá y tus sesos se desparramarán por la acera y tu sangre por una alcantarilla. Ahora mismo, está a punto de acabar esa incertidumbre para mí. Con sinceridad, la prefería a este momento.

Porque va a disparar. Porque voy a morir.

Los pensamientos de los últimos minutos asaetan mi cabeza. Todo ha sucedido a velocidad de vértigo. Habíamos tomado una zona privilegiada de la ciudad, alcanzando –creo- por lo menos a dos enemigos, cuando he sido cogido prisionero y me han llevado hasta su zona de control. Entonces, ahora mismo, un soldado del otro bando, apenas un niño, ¿un enemigo?, me ha apuntado con su rifle de asalto, señalándome con unos ojos desprovistos de toda inocencia. La tensión en su rostro es de acero, su mirada de cemento. No es un niño, es la misma esencia del odio, de la violencia. Es un ejecutor. Es la Muerte.

Y va a disparar. Y voy a morir.

Cierro los ojos con fuerza y pienso en mi familia, en mi vida que va a terminar. Pienso en las cosas que dejaré de hacer y en la gente que me va a llorar. Pienso que me enrolé en esta guerra para que en mi entorno no me llamaran cobarde y pienso también que ojalá pudiera vivir, no morir aquí y ahora, sólo vivir, y restallan en mi cabeza unas palabras alguna vez leídas: «La guerra es dulce para aquellos que nunca la han experimentado». Qué verdad primera, pondero.

Sin embargo, va a disparar. Sin embargo, voy a morir.

Y ahora, tarde ya para arrepentimientos, tarde para esa mejor elección de ser cobarde, comprendo al fin de la dimensión del drama. Porque que siempre hayan existido gilipollas dispuestos a morir en nombre de otros no es el drama. En un último y quijotesco momento de lucidez, comprendo que el único drama ha sido que siempre hayamos existido gilipollas dispuestos a matar en nombre de otros.

Va a disparar. Voy a morir.

Ni siquiera me he presentado…



II. Sobre los que miran:

La foto es explícita, habla por sí sola. En ella, un joven soldado, apenas un niño, dispara a bocajarro sobre la cabeza de un enemigo. La instantánea capta el mismo momento de la detonación, no habiendo salido la bala aún del rifle, el rostro de su víctima todo terror y angustia, densas lágrimas como calamocos colgándole por la cara como drupa. El rictus del verdugo es firme y determinado, coriáceo, en contrapunto con el del hombre que dentro de un segundo va a morir que es todo miedo y dolor, incluso pudiéndose leer en su gesto la súplica por no poder vivir más.

Es una buena foto, impactante, sincera, captada en el momento preciso. La expresión de la víctima me hace recordar una cita de Cèline: «Rechazo la guerra por entero y todo lo que entraña... yo no la deploro... ni me resigno... ni lloriqueo por ella. La rechazo de plano, con todos los hombres que encierra, no quiero tener nada que ver con ellos, con ella. Aunque sean noventa y cinco millones y yo sólo uno, ellos son los que se equivocan y yo quien tiene razón, porque yo soy el único que sabe lo que quiere: yo no quiero morir nunca.» Eso, y ninguna otra cosa, reza la cara de ese hombre. En el preciso segundo antes de morir, desear no morir nunca. El axioma de la guerra. Cèline lo tenía bien claro.

Vuelvo a mirar la foto. Parece dotada de movimiento, una película contándonos una historia. Posee esa pátina indeleble de ser intemporal, eterna, ajena a todo tiempo y lugar. Es una foto de guerra que nos enseña cualquier guerra: su crueldad, su sangre fría, el terror, la muerte.

Es una gran foto, cacarea mi ego para sí mismo. Una gran foto aquilatada por  mi habilidad –venga, tan sólo fue suerte, reconócelo- de haber sabido apretar el botón en el momento preciso. Una foto que revive en el iris del espectador cada vez que se mira. Una foto tan agresiva e hiriente como un escupitajo en el ojo. La mejor que he disparado nunca.

Cuando se la envié ayer al editor de mi agencia se corrió de gusto, figurada e incluso literalmente. Las ejecuciones en directo no son fáciles de conseguir y menos aún en el hermetismo de las guerras africanas, guerras que parecen no discurrir jamás o acaso discurrir en algún mundo paralelo, nunca en el nuestro. «Será portada, te lo prometo», auguró por teletipo. «Doble precio», prometió.

En un primer momento, lo reconozco, sopesé la posibilidad de no mandársela. Por respeto a la memoria del muerto, por dignidad profesional, para no sentirme como un carroñero ladrón de muerte, como castigo a la desidia e indolencia de nuestro Primer Mundo que no se la merece, etecé, etecé. Bobadas y pamplinas. Qué caray, recapacité, ¿qué soy yo sino fotógrafo? ¿Por qué motivo me estoy arrogando la categoría de juez? Despojado de mi propia soberbia, rehuyendo de mis demiúrgicas pretensiones de salvar el mundo, apenas eso soy, tan sólo eso, un espectador de lujo, el ojo al otro lado de la cámara. Un fotógrafo.

Repaso la foto por enésima vez. Es buena, muy buena. Lo suficientemente buena para dejar huella indeleble sobre esta guerra olvidada en la conciencia colectiva de nuestro Primer Mundo. Y justo el instante después desaparecerá el hambre de La Tierra y la ignorancia no resultará tan buen colchón y todos los niños serán únicamente niños y de las piedras manarán manantiales de azúcar y oro.

Gran foto, sí. Mañana será portada en todos los periódicos. Pasado mañana ya la habréis olvidado…



III. Sobre los que ganan:

Decía Paul Valèry, un poeta francés, que «la guerra es una masacre entre gente que no se conoce para provecho de gente que sí se conoce pero que no se masacra». Joder, como hay Dios que no conozco mejor definición para la guerra. Amén, Paul.

Y  ahora escucha:

En el mundo hay más de seiscientos millones de armas, una por cada diez habitantes. El número de balas necesario para cargar esos seiscientos millones de armas, simple y llanamente, se me antoja incontable. El negocio de renovar ese arsenal de seiscientos millones de armas, de abastecerles regularmente de munición, inabarcable. Y si a eso le añades el transporte y logística militar, los misiles, morteros, lanzaproyectiles y granadas –y toma unos cuantos miles de minas antipersona de propina-, comprenderás que nos movemos en unas cifras macroeconómicas, en unos guarismos, de marear.

Estamos hablando de dinero, por tanto. Dinero, dinero y dinero. Tal vez tú pienses en muerte y sangre, en pobreza e inocentes mutilados, cuando piensas en armas, pero te equivocas, en absoluto se trata de eso. Sólo es dinero. Dinero espurio, pero dinero. Mucho dinero.

Perdona si no me presento pero tampoco creo que haga falta. Además, al fin y a la postre, sabes quién soy en el fondo. Tu país, tu Gobierno, tu Comunidad Europea, tu Organización de las Naciones Unidas; esa Comunidad Internacional que mencionan los medios fácticos, en definitiva. Comunidad Internacional, bonito eufemismo para camuflarnos a nosotros mismos, los países más ricos y poderosos del mundo. Nosotros, ya sabes, las “gentes de bien” nótese el oxímoron entrecomillado. 

Y sí, es cierto, vendo armas. Las vendo personalmente, de tú a tú. Y créeme, si legal o ilegalmente lo mismo da. ¿Acaso no tienen que ver las armas con la seguridad nacional y la inherente confidencialidad que conlleva? Cualquier información es clasificada, secreta hasta el paroxismo. Las transacciones comerciales son todas encubiertas en mayor o menor medida, llevadas a cabo en los más recoletos lugares del planeta.

Como por ejemplo, ahora, yo, en el África invisible de quien nadie habla. Desde este hangar, en mi quehacer pancista, acabo de vender un buen lote de rifles de asalto, unos buenos ingresos para nuestro país, y observo cómo un mando coloca los 4 kilogramos de un AK-47 Kalashnikov en las manos de un soldado, un chaval. No tendrá más de doce años, estimo, pero sopesa el rifle con el pulso de un adulto, dura y reciamente, consciente de la responsabilidad de que le han hecho depositario, sabedor de la muerte que puede provocar con el mismo. La solemnidad en sus ojos no esconde vacilación ni duda. La viril firmeza con que atenaza su rifle daría miedo al miedo.

Está bien, creo yo. Hemos aprendido a alejar la guerra de nuestras vidas al mismo tiempo que hemos sabido lucramos con las mismas. Crematística pura: ellos se matan y nosotros nos enriquecemos, tan sencillo como eso. Economía de guerra, la más pingüe de las economías, en beneficio nuestro y del statu quo nuestros países per saecula saeculorum.

¿Y yo? Yo en apenas unas horas tomaré un avión y regresaré a mi tranquilidad. No son mis guerras ni mis muertes. Tan sólo soy un comerciante.

No, no me siento culpable. ¿Acaso debería? ¿Acaso te lo sientes tú?



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Este relato obtuvo el 1º premio en el III Certamen de Relatos Solidarios "Osmundo Bilbao Garamendi" convocado por la Asociación Alez Ale de Muskiz en el año 2009.


Epitafio preventivo










Por si acaso
este bulto palpable y sólido
justo encima de mi corazón
es alguna clase de heraldo
de desdicha.
Si ocurriera
que las tinieblas triunfaran,
que la mala suerte me hallara,
quede dicho…
           «MERECIÓ LA PENA».
Viví una vida,
ni más ni menos,
una, la mía,
y supe llenar este tiempo
concedido, este simulacro
de grandeza, de las tres cosas
que opino justifican
esta búsqueda indescifrable.

 

1.- Conocí el Amor,
todo amor,
y desde el primer aliento
me sentí amado
por mis padres.
Tanto amor recibí
que me regalaron dos hermanas
y pude devolverlo multiplicado,
y recibir a cambio más amor,
tan intenso como el amor
hacia un hijo, esa indefensión
de querer con tanta intensidad
que hace temer,
experimentar un nuevo miedo
perfecto e irreal.
O el Amor luminoso, cómo no, 

hacia una desconocida,
ese sentimiento íntimo,
esa vulnerabilidad misteriosa
no siempre recompensada,
pero recíproca en un par de ocasiones
—¡muchas!—, confundiéndose
conmutativamente el ser amante
y el ser amado.
¡Cuánto amor he recibido!
En serio, ¡qué desmesura!


2.- También llené de Risa
mis días, espantando
la muerte a golpe
de carcajadas.
Sin escatimar entusiasmo
ni una broma entre amigos
y la complicidad de sus voces.
Rehuyendo la crueldad
de los estoicos, driblando
la apatía de los solemnes,
exhibiendo el hecho de sonreír
como una suprema
demostración de inteligencia.
Y no fue fácil, en los días de angustia,
en los núcleos de hielo,
mantener esta máscara
autoimpuesta de alegría;
pero siempre, incluso en
esos momentos, supe perfilar
un chiste, una chanza,
subrayar un doble sentido
que se alzara sobre el fracaso.
Libre y universalmente,
sonriendo gratis.
Contento para el mundo…
y para mí.


3.- Y cómo olvidarse de
todos esos estímulos
sensoriales, elevadores,
que permiten entrever
cierta majestad en el hombre.
Varios centenares de libros,
comics, poemas: Dostoievski,
Scott Fitzgerald, Pessoa,
Benedetti, Alan Moore…
y muchos más, tan grandes
que a nadie empequeñecen,
y que hablaron a tu cerebro
más certeramente que tú mismo.
O la música, el cine,
el teatro, una obra de arte
especialmente inspirada,
la comida casera,
subir a una montaña
en los Pirineos
o sumergirte en el mar
en cualquier playa griega
tutelada por Helios.
Atolones para navegantes
atentos, asideros mentales
en un mundo que sin ellos
sería un lugar terrible.


- - -


Así, quede escrito
este epitafio preventivo.
Si lo improbable ocurre,
si me licúo en ceniza y hueso,
que alguien enseñe
estas palabras en verso
a mis seres queridos.
Para que no sientan pena,
para que sepan tan solo esto:
que ni putas ganas de repetir…
pero que mereció la pena,
que viví una vida,
una, la mía,
treinta y seis años,
y la colmé de cosas valiosas.


¿Puede haber algo más?
¿Resucitan las supernovas?





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El Grito Wilhelm


Fogonazo de luz en lo más hermético del desierto de Sonora. Mirada de serpiente que se esconde, polvo que se asienta, luz que se apaga, oscuridad que se cierra como cemento, botella de Jim Bean que fluye como un manantial.
Su Chevrolet Nova ronronea como un gato asmático a la espera del gran momento, de ese último salto. Hasta lo más recoleto del desierto le ha llevado, hasta el final de la noche que dijera Cèline. En su mano sopesa las dos estatuillas doradas. «Mejor Edición de Sonido», señalan en su absurdo existir. ¿Mejor edición de sonido? ¿Acaso pueden sonar unas palabras más vacías? Mejor edición de sonido, trasunto de la nada más absoluta, dos estatuillas que pudieran ser como ninguna. No valen ni lo que pesan.
Ojalá, se lamenta, tuviera una de esas que rezan «Mejor Director», una de esas sí que le hubiera gustado conseguir. O la de «Mejor Actor» también hubiera estado bien; al menos le habrían dado dinero y mujeres a espuertas, o aunque sólo hubieran sido mujeres. También hubiera cambiado gustoso las dos por una de esas estatuillas casi invisibles al «Mejor Guión»; su fama hubiera seguido siendo nula pero se sabría hacedor de una historia. Ojalá hubiera sabido algo de cine o tuviera algún talento, suspira en definitiva.
Pero no, no era su destino ese éxito de productores, directores o actores. Ni siquiera para la excelencia de guionista, montador o director de fotografía había recibido cartas. Lo suyo eran los efectos de sonido, los estúpidos, imperceptibles y etéreos efectos de sonido. Que los disparos y tormentas de siempre siguieran sonando como los disparos y tormentas de siempre. Que el machacón trotar de los caballos se acompasara con el trotar de los caballos en pantalla. Que en el aterrador grito del último estertor sonara por siempre el Grito Wilhelm. Todo un gran absurdo, como su vida.
El motor gasolina del Chevrolet Nova parece ulular en duelo cuando acaricia un poco el acelerador. La botella de Jim Bean, ya vacía, se le aparece como la representación misma del cenotafio de su alma. Su coche ya no es un coche, es un féretro. Enciende la radio con la cinta preparada para el momento y entonces acelera a tope.
Cortando la inmarcesible calígine, un coche se precipita al vacío en el más profundo cañón del desierto de Sonora. Los chacales, los únicos en escuchar la caída, hubieran podido advertir durante la misma el desgarrador Grito Wilhelm.
Si hubieran sabido de cine o tuvieran algún talento, claro está...