Epitafio preventivo










Por si acaso
este bulto palpable y sólido
justo encima de mi corazón
es alguna clase de heraldo
de desdicha.
Si ocurriera
que las tinieblas triunfaran,
que la mala suerte me hallara,
quede dicho…
           «MERECIÓ LA PENA».
Viví una vida,
ni más ni menos,
una, la mía,
y supe llenar este tiempo
concedido, este simulacro
de grandeza, de las tres cosas
que opino justifican
esta búsqueda indescifrable.

 

1.- Conocí el Amor,
todo amor,
y desde el primer aliento
me sentí amado
por mis padres.
Tanto amor recibí
que me regalaron dos hermanas
y pude devolverlo multiplicado,
y recibir a cambio más amor,
tan intenso como el amor
hacia un hijo, esa indefensión
de querer con tanta intensidad
que hace temer,
experimentar un nuevo miedo
perfecto e irreal.
O el Amor luminoso, cómo no, 

hacia una desconocida,
ese sentimiento íntimo,
esa vulnerabilidad misteriosa
no siempre recompensada,
pero recíproca en un par de ocasiones
—¡muchas!—, confundiéndose
conmutativamente el ser amante
y el ser amado.
¡Cuánto amor he recibido!
En serio, ¡qué desmesura!


2.- También llené de Risa
mis días, espantando
la muerte a golpe
de carcajadas.
Sin escatimar entusiasmo
ni una broma entre amigos
y la complicidad de sus voces.
Rehuyendo la crueldad
de los estoicos, driblando
la apatía de los solemnes,
exhibiendo el hecho de sonreír
como una suprema
demostración de inteligencia.
Y no fue fácil, en los días de angustia,
en los núcleos de hielo,
mantener esta máscara
autoimpuesta de alegría;
pero siempre, incluso en
esos momentos, supe perfilar
un chiste, una chanza,
subrayar un doble sentido
que se alzara sobre el fracaso.
Libre y universalmente,
sonriendo gratis.
Contento para el mundo…
y para mí.


3.- Y cómo olvidarse de
todos esos estímulos
sensoriales, elevadores,
que permiten entrever
cierta majestad en el hombre.
Varios centenares de libros,
comics, poemas: Dostoievski,
Scott Fitzgerald, Pessoa,
Benedetti, Alan Moore…
y muchos más, tan grandes
que a nadie empequeñecen,
y que hablaron a tu cerebro
más certeramente que tú mismo.
O la música, el cine,
el teatro, una obra de arte
especialmente inspirada,
la comida casera,
subir a una montaña
en los Pirineos
o sumergirte en el mar
en cualquier playa griega
tutelada por Helios.
Atolones para navegantes
atentos, asideros mentales
en un mundo que sin ellos
sería un lugar terrible.


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Así, quede escrito
este epitafio preventivo.
Si lo improbable ocurre,
si me licúo en ceniza y hueso,
que alguien enseñe
estas palabras en verso
a mis seres queridos.
Para que no sientan pena,
para que sepan tan solo esto:
que ni putas ganas de repetir…
pero que mereció la pena,
que viví una vida,
una, la mía,
treinta y seis años,
y la colmé de cosas valiosas.


¿Puede haber algo más?
¿Resucitan las supernovas?





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