Cada 40 segundos







I.

Lo advierte la OMS: «Cada 40 segundos
se suicida una persona en el mundo».

Aparecía hoy la noticia en el periódico,
extemporánea y arrogante,
macabramente ubicada
en la sección de “Vida”.

Un titular de relleno,
hijo de la estadística.

Un guarismo frío y estéril
que leer poco antes del crucigrama.



II.

«Cada 40 segundos…»


No hablaba el dato («Cada 40 segundos…»)
sobre los métodos elegidos por los derrotados:
cuántos se decantaban por convertirse
en péndulos inertes bajo una viga,
cuántos preferían la velocidad del gatillo
o cuántos se deshilaban en estuarios de sangre
sobre la barca de Caronte de su bañera.

No mencionaba el dato («Cada 40 segundos…»)
cuán a menudo buscaban un lugar elevado
desde el que desafiar al abismo afín,
con qué frecuencia anteponían
la duermevela amniótica de las pastillas,
o si en un arrebato al volante optaban,
quizá, por el cálido anonimato vehicular.

Mucho menos se hacía eco el dato («Cada 40 segundos…»)
de las irregulares palabras de despedida,
si existían nerviosas notas explicativas
que se acostumbra a dejar como legado;
en ocasiones una obra vital si eres poeta,
dotado con la desgracia de la escritura  
y tu apellido empieza por P: Pizarnik, Plath,Pavese….

No se hablaba de esto, no…
Nadie los piensa uno a uno,
de manera indivisa y particular.
Los cálculos nunca reparan en los individuos.




III.

«Cada 40 segundos…»


Pero en fin, esta es,
la cara oculta de La Tierra,
el rostro amargo de la lucidez,
el cedazo de la infelicidad.
¡Cómo no sentir un escalofrío!
El corifeo de viejas asustadas,
plañideras temerosas del efecto Werther,
increpándote a no hablar de ello,
a ningunear la cifra,
a olvidar su crudeza.

A ignorar que no hay mayor deicidio
que acabar con uno mismo.


           
IV.

«Cada 40 segundos…»

Cronometrado:

El mismo lapso dedicado a leer este expurgo
—lo he medido, puedes jurarlo—,

el mismo tiempo que empleas en defecar
—tal vez un minuto, incluso—,

es el intervalo análogo que emplea el mundo moderno
—su goteo es incesante, plop plop—

en deshacerse asépticamente de un desesperado
—y medio—.



V:

«Cada 40 segundos…»

Un destello,
fosfenos
y fin.








 



.

Orreicne





De los corrales salieron los toros, mansamente, y luego los cabestros. Los astados caminaron hacia el callejón, momento en el cual la multitud fue cerrándose en abanico tras ellos. Abandonando los márgenes de la Plaza, la turba blanquirroja de personas procedía a la persecución de los animales. La carrera había comenzado.

Marcha atrás, cogiendo velocidad, descendieron rápidamente Telefónica y se adentraron en Estafeta. Algunos corredores esperaban agazapados en el suelo, en posición fetal, con gesto asustado, pero se sumaban de un salto al paso de la carrera. Pintoresco fue el momento en que un individuo que sangraba profusamente incrustó violentamente su costado en el asta de un toro, cerrando así su herida. Sin más problemas llegaron a Mercaderes, alcanzaron el Ayuntamiento y ahí los toros parecieron recuperar cierto resuello, mostrándose más frescos.

Por fin, llegaron a Santo Domingo. Con la marea humana pisándoles los talones, la puerta del corral se cerró. En el cielo implosionó un cohete que prontamente regresó a su lanzadera. Los toros sonrieron satisfechos, lo habían vuelto a hacer: sin más incidentes, habían conducido a todas aquellas personas desde la Plaza hasta Santo Domingo.

Descansados y orgullosos, sus orejas negrestinas atentas, desde el otro lado del corral les escuchaban cantar.





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Este microrrelato quedó en 7ª posición y fue publicado dentro del VI Certamen Internacional de Microrrelatos de San Fermín, año 2014

Mi corazón lisboeta








Mi corazón lisboeta
desciende soturno
desde el Barrio Alto hasta Chiado,
por calles malheridas
de azulejos añiles,
dolorosos y desvencijados;
luego, cansado
—al igual que el tranvía 28,
su latir es lento,
esforzado y amarillo—
asciende hacia la Alfama,
donde coteja su mutua pobreza,
análoga en marginalidad,
esquinas de basura
y cicatrices urbanas:
«ninguem pode sonhar por ti».


(hace siglos alguien ordenó:
—¡Construyamos algo hermoso
y olvidemos el mantenimiento!
¡A ver el resultado!)


Mi corazón lisboeta
de pavimento irregular,
bacheado, lleno de altibajos
—cuida, no pierdas el equilibrio—,
esconde una humedad
más caudalosa que el Tajo
y el doble de profunda;
después, rompiendo la ceniza,
las paredes invisibles de polución,
producto de tabaquería,
pide un café en A Brasileira,
y como aquel saramagiano doctor
se permite compartir un cigarro
con el fantasma de Pessoa.
«¡Qué frío de pensiones!», conversan.
«¡!Qué pensión de oscuridad!»


(helo aquí, garrapateado
en spray, el resultado de todo
abandono, ciudad o persona:
un paisaje de desolación)


Mi corazón lisboeta
no lo es, lisboeta;
pero a estas alturas, al igual
que la capital portuguesa,
ostenta un deterioro interior,
una hondura finisecular, no sé,
un haber leído demasiado
—un no haber entendido nada—,
que me temo solo sea capaz
ya de atraer a dipsómanos
errantes, lectoras présbitas,
poetas heroinómanos,
apóstoles del patetismo,
diletantes de manicomio
y a algún que otro esteta
de la belleza decadente.


                (bienvenido a Lisboa)