«Watson, venga aquí, le necesito»








A través del teléfono, sin duda,
se intenta negar la separación.
—Roland Barthes—


La palabra teléfono significa “sonido lejano”.
Una voz distante, mecánica, distorsionada,
de robot en clausura,
de mierda en lata.
La primera frase que se pronunció
—el farsante de Bell
llamando a su ayudante—
fue paradigmática:


«Watson, venga aquí, le necesito»


Instrumento de la distancia,
artefacto de la separación,
su paradoja afluye perfecta:
acercar —¡ja!— a quien se encuentra lejos,
alejar a quien se halla tan cerca.
¡Todos!, en compartida incomunicación
en concreción mundial de ausencias
wifi wireless 4G online.


«Watson, venga aquí, le necesito»


Y así, a buen resguardo,
desde nuestros promontorios,
entonamos alabanzas digitales:
“¡Salve, Dios de las Telecomunicaciones!”
“¡Oh, tú, el “Nosotros” de Zamiatin!”
Altaneros, seguros y herméticos,
esbozando trasuntos de relación,
sucedáneos afectivos de plástico.


«Watson, venga aquí, le necesito»


Carne cerrada,
nuestra frente nos ha dado la espalda;
la publicidad del desafecto
supo vender su idea de aproximación:
a lo lejos suena un simpático politono,
clic clic, clic, la gente se escribe sandeces.
Mi dentadura sardónica me impide reír.
Bell no deja de repetir:


«Watson, venga aquí, le necesito»

No existe contacto.
Fijaos, es un ruego:


Watson,


venga aquí,


le necesito.










.

Sympathy for Nelson Algren








Año 1981.
Nelson Algren muere en Sag Harbour, NY.
Su soledad, reclusión y abandono es tal
que nadie repara en su muerte por días.
Posteriormente, tampoco nadie reclama su cuerpo.

«Algren´s body unclaimed!»
titula un periódico.

Así de solo murió.



Sin embargo, sorprendentemente
—Simone de Beauvoir la primera sorprendida—
tras su defunción, en su madriguera oscura,
encuentran 304 cartas manuscritas.
304 cartas, ¡trescientas cuatro!,
que guardar, que conservar,
que trasladar en cada mudanza.

Es necesario un interés.
Demuestra una férrea intención.
Han de tratarse de algo muy preciado.



Lo son.

Me gusta la calidez adolescente
de las primeras cartas de la Beauvoir.
Su disposición a mostrarse frágil, expuesta,
esa impericia perfecta,
esos cariños infantiles,
su corazón en una mano:

«Hay tanto amor en esta pequeña carta
que el avión podría romperse.»
Año 1947.



Y así durante decenas de cartas,
¡centenares!, su amor transatlántico
alzándose por encima del océano.
Wabansia en el horizonte.
Wabansia como supremo acto de fe
de dos insumisos en el infierno.



Un apunte:
Simone de Beauvoir
no creía en la igualdad.
Lo confiesa desde la cercanía:
«Reconozco con todas las de la ley
que la igualdad entre los sexos
no deja de ser un mito.»

Pero lo hace de una forma hermosa, femenina:
sabe reconocerse igual en la debilidad,
en la simétrica incertidumbre.



«Puedo ser feliz,
puedo sufrir por ti como si tuviese tan sólo 15 años:
eso es la juventud, el poder de sufrir y ser feliz

Algren no opinaba igual
Algren no pensaba que el sufrimiento
pudiera tornar en algo  hermoso.

Algren no veía grandeza en la frustración.

Algren, asqueado de su dimensión feérica.



Y quizá,
tal vez,
a lo mejor,
304 cartas
escuchando :
«te echo de menos»,
«te siento a mi lado»,
«ojalá estuvieras aquí»,
sean definitivamente demasiadas.

¿En qué carta se produjo el punto de inflexión?
¿Cuándo se rebeló Algren ante su irrealidad epistolar?
¿En qué preciso momento comenzó a sentirse como un espectro?

Sí, seguramente 304 cartas sean demasiadas.
Probablemente hasta la tercera parte
suponga un número insoportable.



Palmario:

Da igual la latitud.
No importan los kilómetros.
La lejanía es irrelevante.

No mata la distancia.
Mata la añoranza.



Y volver a preguntar:

¿Qué hizo crac?
¿Cuándo se rompió esta hermosa sombra de historia?
¿En qué momento Algren se negó a «llorar por conferencia»?

(aplausos)



¡Uf!
La carta 229.
La carta sobre la mesa.
El Ragnarok.

Algren no aguanta más.
Beauvoir se siente culpable:
«Acepté tu amor y lo convertí
en un amor lejano.»

Es una carta de miedo, de terror.
Él está agotado.
Ella suplica:
«Por favor, no me quites tu amor,
no me lo quites ahora.»

Año 1951.
«No soy más que un montón de añicos.
Me da miedo la noche.»
               
               

Año 1960: muerte de Camus,
victoria de J. F. Kennedy.
El FBI levanta el sambenito
de rojo-comunista de Algren.
Le conceden —por fin— el pasaporte,
¡última bala!

Él viaja a París,
ella no está,
se encuentra en Cuba,
con Sarte.
Se aloja en su piso,
pasan un tiempo juntos,
pero ella se va a Brasil,
con Sartre.

En su ausencia,
él se emborracha
hasta perder el sentido,
vomita, se pelea.
¡Nelson Algren contra el mundo!

Algren regresa a Chicago.
No se volverán a ver.



¿Qué sucede cuando la fuerza imparable
se encuentra con el objeto inamovible?

Superman afirma que se rinden.



 “La fuerza de las cosas”,
fue el detonante último,
la novela que les separó para siempre.
Año 1964, en EEUU se publicaría al año siguiente.
«Hacer pública una relación
existente entre dos personas
es destruirla», declara Algren.

La fuerza de las cosas, ¡ja!
¿Soy el único en advertir
la cruel paradoja?



8 de Mayo de 1981,
Algren es nominado a la American Academy.
Le entrevista el Times.
No habla de literatura:

«Creo que lo que hizo fue atroz,
las cartas de amor deben permanecer privadas.
He frecuentado burdeles en el mundo entero,
y allí las mujeres cierran siempre la puerta.»

Fallecerá al día siguiente.



Algren murió solo y desvalido,
en compañía de 304 cartas.
Beauvoir se hizo enterrar con Sartre
llevando el anillo de su hombre de Chicago.

Se añoraron hasta el final de sus días,
de una forma intrínseca y silenciosa.
Su amor de antaño un eco quejumbroso.

«Una vida desprovista de magia»,
en sus propias y desesperanzadas palabras.



Como todas, esta es la historia de un fracaso.
Nadie se alza, nunca.

¿Beauvoir? ¿Algren?
El océano gana.