Consuetudinarios del fin del orbe





Hay que volver a hacer el mundo 
—Paul Morand—


La puerta del monasterio abierta como las piernas de una parturienta. Fuera huele a mierda. Dentro, niñas-tortuga desgastan sus rodillas en oraciones sin culpa. «La tierra es un enorme osario, caminamos sobre muertos», recuerdan las mitras. Psicopompos ciegos —¿hacia dónde se dirigen?— visten de un rosa afilado como la flor del tamarisco. Allí todos los bautismos son de sangre, todas las comuniones de hambre, todos los dogmas de fe. La ciencia quedó abolida, ¡celebremos la existencia demostrada de Dios! ¡Demostrada y ponderada! Saturno devorado por su hijo, el deporte como herejía, la religión como religión. ¿Por qué el mundo sólo calla por las noches?, se lamentan los grillos. Pero la letanía de dolientes no se detiene:

Hay que volver a hacer el mundo. 
Hay que volver a hacer el mundo.
Hay que deshacerlo para volverlo a hacer.




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