Voy
a hablar de ti, Big Teddy. En ningún momento ofreceré datos personales ni
coordenadas geográficas que ayuden a ubicarte, pero has de saber que eres
tú. Que se trata de ti y solo de ti, oh,
burgomaestre del tedio.
Hoy
mi memoria regresa a tu clase para escuchar tu voz lenta y monocorde, engolada
de importancia. ¿Qué palabras salían de tu boca? ¿Qué lecciones intentabas
transmitir con tus letanías interminables? En verdad resultaba imposible
aferrarse a tu diálogo. Como si de un soliloquio se tratase, ni te dignabas a
mirarnos a los ojos. Tampoco aceptabas preguntas, la clase reconvertida en
claustro cisterciense para mayor gloria del eco de fondo de tu voz. ¡Yo he
visto moscas morir de aburrimiento durante tus alocuciones, Big Teddy! Las he
perseguido con la vista hasta desvanecerse y caer bajo las reverberaciones de
tu garganta. Tus enseñanzas doblegaban las conjeturas pseudoeuclídeas, tu
silabeo curvaba el espacio-tiempo de Minkowski: los segundos tenían envergadura
de minutos, los minutos se alzaban como horas, las horas como eternidades
salidas de algún pozo del infierno. Muchas veces pensé que no conseguiría
escapar del bucle intemporal de tu aula, el pupitre mi condena a galeras.
Sentía la pizarra venírseme encima, la tarima una frontera ineludible, mis
compañeros estatuas de cera. Bajo tus chapas tornábamos alumnos de Schrödinger,
vivos y muertos a la vez. Habitábamos una pesadilla lovecraftiana de aire
disecado, nuestros ojos adolescentes contemplando un reloj con agujas de plomo.
Tic (….) (.…) (….) Tac. Como un diapasón
cruel.
Tic (.…) (.…) (.…) Tac. Eras geológicas a
cada latido.
Tic (.…) (.…) (….) Tac. Se reordenaban los
continentes, se extinguían algunas especies, se apagaba el sol.
Eras
grande, Big Teddy, y lo eras en muchos sentidos. Un pantagruel del hastío, el
paladín de la narcolepsia, pero también un gigantón de hermosa papada. De ahí
nació tu mote de osito de peluche, Big Teddy, ¿lo pillas? El Gran Tedio, así te
llamábamos. Nadie prestaba atención a la radio mal sintonizada que acontecías,
pero ¡ah, cuánto te debemos! Quien más quien menos se las ingeniaba para hacer
llevadera tu hora. Eras la eucaristía de un tartamudo, un concierto de música
sacra, cine iraní. Una tarde de infancia en casa de una tía abuela, eso eras.
Se imponía utilizar el ingenio para escapar de la realidad lechosa e
irrespirable que levantabas, para huir de ti y la fuerza gravitatoria de tu
pesada voz.
Gracias,
querido maestro, por aquellos momentos de aburrimiento perfecto. ¡A ti te debo
la imaginación, Big Teddy! ¡Contigo empecé a crear mundos, a volar con la
mente, a edificar historias que se alzaran sobre la inacabable vulgaridad del
mundo!
Mírame,
escribo.
.
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