Malos vecinos






I

La mañana de ese miércoles había empezado con normalidad. Nunca pasa nada los miércoles. Los fines de semana equidistan de los miércoles y eso se nota en los estados de ánimo de la gente. Yo, por ejemplo, aquella mañana de miércoles la había emprendido con la última novela ganadora de ese prestigioso premio literario, ya sabéis, el mejor pagado. Una porquería de novela, para variar. Enfrente mío, mis dos ayudantes hacían lo propio para pasar la mañana. Se notaba a la legua que uno era de Letras y el otro de Ciencias. Uno la emprendía con el crucigrama del periódico mientras el otro hacía lo pertinente con el sudoku.
Una mañana de miércoles normal en Ciudad Gris, vaya. Entonces el teléfono sonó.
- ¿Sí? –dije.
- ¿Inspector Jefe Velarde?
- El mismo.
- Soy el agente Urruti –se presentó la voz al otro lado.
Su voz sonaba a marrón. Tengo un don para detectar este tipo de cosas.
- ¿Sí?
- Le llamo porque esta mañana hemos recibido por parte de los bomberos un aviso de incendio. Ha habido un muerto.
- Qué interesante –contesté-. Un incendio y un muerto. A veces pasa. Generalmente asfixiados o calcinados los muertos, además.
No pareció darse cuenta del deje de desidia de mi voz. El agente Urruti contraatacó.
 Hay elementos extraños en esa muerte, inspector.
- ¿Elementos extraños?
- Sí –respondió-. Al muerto le pegaron un navajazo antes de que todo su piso ardiera.
- Un elemento extraño, sin duda.
- Además –volvió a la carga el agente Urruti-, está el agravante de dónde se ha producido la muerte. Ha sido en Los Pitufos.
La mención de Los Pitufos espoleó algo en mi interior.
- ¿En Los Pitufos? Ahora vamos.
Hice una señal a uno de mis ayudantes. Elegí al de Ciencias.
- Tú, deja el sudoku y acompáñame. Ha habido una muerte en Los Pitufos.
- ¿En Los Pitufos? Mierda.
- Sí, mierda.
No debí haber cogido el teléfono esa mañana, me lamentaba mientras salíamos de comisaría. Esa voz me había sonado a marrón desde la primera sílaba.
Una muerte en Los Pitufos. La mañana de miércoles se había jodido. Del todo.



II
Los Pitufos. En un principio conocido como «Viviendas Protegidas para la Reagrupación Sociológica de Sujetos con Problemas de Convivencia». En la forma, un innovador experimento de algún psicólogo iluminado donde agrupar a toda esa gente que no conocía los conceptos básicos de la convivencia. En el fondo, una congregación de indeseables hijosdeputa.
Allí estábamos ahora. Entre docenas de construcciones de un piso de altura, elevación máxima para intentar minimizar el número de vecinos damnificados por bloque. Unas construcciones, además, de techos inusualmente abombados Por eso se les había empezado a llamar Los Pitufos. Por eso o porque todos sus inquilinos eran más raros que el copón, una de dos. A saber.
- ¿Agente Urruti? –pregunté-. Soy el inspector Velarde.
- Buenos días, inspector.
El agente Urruti tenía el típico aspecto estúpido de quien se muere de ganas de hablar, como una cotorra. Le calé desde el principio. No le daría la ocasión.
- Al grano. Póngame al día de la situación. ¿Nombre del muerto?
- Bernardo R.G. Sesenta y ocho años. Vivía en el primer piso, mano derecha, de este bloque. A primeras horas de esta mañana se ha declarado un incendio en su piso. Los bomberos han tardado en sofocarlo porque su puerta estaba herméticamente cerrada por dentro con cinco candados. Vivía el tío en un bunker…
- No se enrolle –le espeté.
- Bueno. Lo que le decía. Que a los bomberos les costó un huevo entrar en su piso. Cuando entraron ya estaba casi todo calcinado, suelos, paredes, muebles. Y el cuerpo del difunto, claro. Pero no murió calcinado, no. El forense ha decretado que la causa de la muerte ha sido incisión por arma blanca en el abdomen.
- ¿Incisión por arma blanca? Habla usted como en «CSI», agente Urruti. Sin chorradas, por favor.
El agente Urruti arrugó su labio belfo en una mueca de fastidio. Seguro que el mongolo se creía la reencarnación de Grishom y yo le había cortado el rollo.
- Tenía una navaja incrustada entre el estómago y el hígado. Un navajazo de los que duelen, de los que tardas en morir. La hora estimada de la muerte son las cuatro de la mañana. Obviamente, la empuñadura de plástico de la navaja está semi-calcinada. Imposible encontrar huellas dactilares.
- ¿Y se ha descartado ya el suicidio? No sería descabellado. Me pego un navajazo, incendio mi piso y adiós mundo cruel.
- La opción del suicidio resulta improbable. Ningún suicida suele pegarse un navajazo en la tripa e incendia después su piso. Las pastillas y los viaductos ofrecen garantías menos dolorosas e igual de infalibles.
Mírale, pensé. Si al final resulta que el agente Urruti iba a ser un cachondo mental. Sólo necesitaba que le espolearan un poco.
- Para más inri –continuó-, el fiambre visitó ayer…
- ¿Fiambre? ¿Abandonamos «CSI» para empezar a hablar como en «Brigada Central», agente Urruti? Pues estamos apañados…
Ahora sí, el agente Urruti torció la cara del todo. Le estaba tocando los cojones a base de bien. Me lo estaba pasando teta.
- Perdón. Como iba diciendo el Sr. Bernardo R.G. visitó ayer nuestra comisaría. Estaba aterrado. Insistía en que sus vecinos le querían matar. Quería que le protegiéramos.
- ¿Y qué hicisteis vosotros? –pregunté.
- Le tranquilizamos y le dijimos que no se preocupara, que probablemente no le pasaría nada.
- Pues acertasteis de pleno –sonreí-. Sois unos futurólogos cojonudos, vosotros.
- Escuche –el agente Urruti se puso a la defensiva, por fin-, en nuestra comisaría recibimos a diario quejas y amenazas provenientes de Los Pitufos. No es culpa nuestra que alguien decidiera arrejuntar aquí a lo más ruin de Ciudad Gris, a las personas más infames. Si hiciéramos caso a cada amenaza que sale de aquí acabaríamos esquizofrénicos.
Volví a sonreír.
- No se sulfure, agente Urruti. Sólo estaba bromeando. Ha hecho usted una composición de la escena del crimen excelente. Le felicito.
El agente Urruti se tranquilizó.
- Muchas gracias, inspector –dijo.
- ¿Algo más que crea interesante que sepamos? –pregunté.
- Sí, hay una cosa más. El vecino del bajo derecha colocó hace meses una cámara de seguridad en la puerta. Tampoco se fiaba de sus vecinos, por lo visto. Hemos llamado a la empresa de seguridad y tenemos la grabación. La cámara de seguridad abarca en su ángulo de grabación el portal y hemos constatado que todos los vecinos durmieron anoche en sus casas y que ninguno entró o abandonó el piso entre las once de la noche y las siete de la mañana. El número de sospechosos, por tanto, es reducido. Sólo tres.
- Buen trabajo, agente Urruti. Es usted un auténtico profesional.
- Gracias, inspector –dijo, y se marchó.
Resulta curioso lo fácil de contentar que son los tontos. Por mucho que les vaciles con una palmadita en la espalda final les tienes comiendo de tu mano. En fin.
Así que eso es lo que había. Recapitulando. Un muerto en Los Pitufos. Con un navajazo en la tripa. Su piso, herméticamente cerrado, arde inmediatamente después. Asustado porque sus vecinos le maten. Nadie salió o entró en su bloque varias horas antes de su muerte. Bonito misterio.
- Llama a la oficina y pídeles que averigüen todo lo que sepan del muerto –le ordené a mi ayudante, el de Ciencias-.
- ¿Sí?
- Y encuentra dónde está el bar más cercano y mándame al vecino que instaló la cámara de seguridad. Quiero hablar con todos los sospechosos y empezaré por él.
- De acuerdo, jefe.
Mi ayudante se marchó, probablemente impresionado por mi cuidadosa metodología criminal. En realidad no tenía ni puta idea por dónde empezar. Sin pruebas ni más datos un interrogatorio era una opción tan buena como otra cualquiera. O tan mala.




III
Media hora más tarde, en el bar. Mostraré generosidad con el sitio en cuestión no especificando ninguna de sus virtudes. Para qué. Una tasca de prejubilados leyendo el periódico y taxistas aguardando a que suene el teléfono a base de pelotazos. Un antro.
Para ese entonces yo ya había despachado el carajillo de whisky que había pedido y aguardaba a mi primer invitado, el vecino del bajo derecha. Hugo M.R., alias Odín. Algo de información ya tenía de él. No había sido difícil. Casi todos los inquilinos de Los Pitufos acostumbraban a tener antecedentes. En este caso, Odín tenía una carpeta entera de antecedentes. Un racista irredento varias veces detenido por episodios violentos. Me había tocado la lotería.
Supe al instante que se trataba de él cuando entró por la puerta escoltado por un policía. No me levanté cuando se acercó a mi mesa.
- Siéntese –ordené.
Obedeció. De cerca le observé con mayor detenimiento. Se trataba un joven realmente horroroso, con su cabeza completamente rapada y un cutis irregular de cuarto de libra con queso. El hombre capicúa, la cara igual que el culo. Madre mía, si yo tuviera esa cara no me raparía el pelo, pensé; me lo dejaría largo a ver si me tapaba algo de monstruosidad.
- Hugo M.R., alias Odín. Ese es usted, ¿no? –pregunté.
- Así es –engoló la voz.
Una respuesta del sujeto y ya sabía de qué pie cojeaba. Había respondido con esa arrogancia que confiere ser del todo imbécil. Estaba bien. Sabía cómo tratar a gente como él. Mucho músculo y poco cerebro. Van de gallitos pero se acucharan los primeros. Me encanta hacerles llorar. Voy a por ti, Odín. Te voy a poner el culo como un fosterito.
Empecé a enumerar.
- Asalto a inmigantes. Envuelto en varias palizas callejeras. Conducción temeraria. Pendiente de juicio por tentativa de homicidio…
- Hasta que no se demuestre lo contrario soy inocente –me interrumpió….
- Yo me cago en la presunción de inocencia -dije-. Continúo. Destrozos de la propiedad pública. Apología de la xenofobia. Episodios violentos contra una comunidad de vecinos. Por eso te trasladaron a Los Pitufos, ¿no? Denuncia por malos tratos de una ex-novia. De dos ex–novias, perdón. ¿Te gusta pegar a las chicas, eh valiente?
A esto no respondió, pero una vena en su cabeza empezó a hincharse característicamente. Enfadado era aún más feo. Joder, Odín. Cómo voy a disfrutar contigo.
- Por último –terminé-, amenazas a Bernardo R.G., vecino del primero derecha, difunto desde esta madrugada. Asesinado. ¿Tienes algo que decir?
Odín hizo una leve pausa, meditando la respuesta. Al fin, dijo.
- Dos cosas. Una, que yo no lo maté. Dos, que sin embargo me alegro. Bien muerto está el muy cabrón.
Touché. Ya le tenía donde quería.
- No te voy a engañar, Odín –mentí-, pero con tus antecedentes y las amenazas hacia su persona eres el número uno de nuestra lista de sospechosos.
- Ya he dicho que yo no lo hice…
- Es más –insistí-, tal y como yo veo la cosa no creo ni que hagan falta pruebas para meterte en el truño. Tenemos indicios suficientes como para saltarnos un par de protocolos y enchironarte directamente.
- He dicho que yo no lo hice –levantó un poco la voz.
Necesitaba subir un par de grados más su temperatura.
- Joder, Odín, si es que nos lo has puesto flete. Meterte en la cárcel, digo. Ya te estoy viendo, en una celda con tu novio moro de nombre Mohammed. Y ya sabes lo que dicen de los moros, ¿no? Lo mucho que le gustan los culos…
- ¡¡¡He dicho que yo no lo hice!!! –bramó.
Por fin. Dos minutos había tardado en sacarle de quicio. Había perdido facultades. En los buenos tiempos me hubiera costado sólo uno.
- ¿No lo hiciste? ¿Y cómo vas a conseguir que me lo crea? A ver, para empezar. ¿Por qué amenazaste en su día a Bernardo R.G.?
En sus ojos inyectados en sangre pude ver cómo dudaba Odín entre contestarme o seguir con su pose arrogante. En su interior seguro que sopesaba las posibilidades. Seguro que por su esfínter comenzaba a sentir ya los veinticinco centímetros de amor de Mohammed. Habló.
- Escuche, tiene que creerme –como por ensalmo su tono de voz se había suavizado del todo-. Yo no lo hice, se lo prometo.
- Ah, si me lo prometes ya cambia la cosa. Es más, le diré lo que haremos. Si me lo juras por Dios, por Snoopy y por todos tus muertos yo te creo y se acaba el interrogatorio. Sin más.
Odín se revolvió incómodo en su silla. Probablemente su imaginación ya le estaba poniendo rostro a Mohammed.
- Está bien, está bien. Le diré lo que quiere saber, pero me tiene que prometer que no recibiré represalias.
- Te lo prometo –respondí-. Por Snoopy.
- Escúcheme, por favor. Por muchos prejuicios que pudiera tener hacia Bernardo le aseguro que no le maté. ¿Le amenacé en su día? Sí, es cierto. Pero cualquiera hubiera hecho lo mismo.
- Explíquese…
- El hijodeputa era el peor vecino del mundo. Yo reconozco que no soy la persona más sociable que te puedas encontrar, no, pero ese cabronazo del segundo derecha era como tener de vecino a Satán. Como sabrá yo vivo en el bajo y… el muy… el difunto… acostumbraba a tirar su basura por la ventana. Desde que vivo aquí tengo mi terraza llena de basura por culpa de ese mamonazo. Le aseguro que no le echaré de menos.
La pregunta era evidente.
- ¿Por eso le amenazó? ¿Por eso le mató? ¿Porque le llenaba la terraza de basura?
- Por eso le hubiera dado gustosamente una paliza, ya lo creo. Pero no le maté. Y no le hubiera amenazado si no hubiera pasado lo de Bizkor.
- ¿Bizkor?
- Bizkor era mi perro. Un rottweiller pura raza. Un gran perro, perfectamente educado. Del todo inofensivo.
Inofensivo. Inofensivo los pequineses y los yorkshire, que son como ratas grandes, ponderé. Un skin con un rottweiller no se asemejaba al concepto que yo tenía por inofensivo en absoluto.
- A mi vecino, a Bernardo, nunca le gustó Bizkor. Cada vez que le veía me decía que ese era un perro asesino y que cualquier día se iba a comer a un niño y que yo le quería para peleas ilegales. Todo eso no eran más que mentiras. Bizkor era mi perro y punto. Nada más. Sin embargo, día tras día, mi odiado vecino me venía con la misma cantinela.
- ¿Y qué ocurrió?
- Que una mañana Bizkor apareció muerto. Envenenado. Me lo encontré en la terraza, completamente rígido. Le llevé al veterinario quien confirmó en la autopsia que había comido carne envenenada.
- ¿Bernardo?
- Claro que Bernarndo. Por supuesto que fue él. Odiaba a mi perro y seguro que aprovechó un momento mío de descuido para envenenar a mi perro desde su ventana. Estoy seguro. Era un hijodeputa.
Los ojos del tío duro se empezaban a arrasar recordando a su perro. Ya estaba llorando. Como una nena. Prueba conseguida.
- Y por eso le amenazó.
- Por eso le amenacé y por eso le hubiera dado una paliza que le hubiera enviado al hospital. Pero no lo hice.
- ¿Y por qué no lo hizo? Él mató a su perro.
- Porque amenazó con demandarme a la policía a la menor ocasión que le diera. Y con mis antecedentes…
El tío duro se desmoronó del todo. Vaya llorera, la fontana di Trevi. Ya no se hacían skins como los de antes. Qué bisoñez la de la nueva raza aria.
- Por eso puse una cámara en mi puerta –lacrimaba como una plañidera-. Porque ese viejo estaba loco y era capaz de cualquier cosa. Si lo intentaba yo le grabaría y le tendría en mi mano. Esa es toda la verdad…
Pensé en ponerle una mano en el hombro y susurrarle «tranquilo, hijo, tranquilo» pero luego pensé: «es un gilipollas, que se joda».
- Está bien –respondí-. Si le necesito le volveré a llamar. Algo más. ¿Sabe usted quién más de sus vecinos podía querer ver muerto a Bernardo?
Odín hizo un amago de sonrisa.
- ¿Verle muerto? Todos, se lo digo yo. Todos odiábamos al muy cabrón. Pero pruebe con el del bajo izquierda. Es un gitano que hace años le intentó robar y tuvieron varios problemas. Problemas serios, creo. Tal vez él sepa algo más.
- De acuerdo. Llamaré al vecino del bajo izquierda. Puede marcharse. De momento.
Y Odín se marchó por donde había venido, hipando como un niño. Pocos huevos le había echado al asunto. Por un momento casi añoré aquellos tiempos cuando los sospechosos tenían más coraje. Casi…




IV
- Mire, zeñó inzpectó, que como hay Dió que yo no sé ná de incendios ni de muertos ni de ná. Que yo hago mi vía por mi cuenta y tengo mi negosio propio y tó, pero claro, como soy gitano pues a interrogarme. Por gitano. Pues zepa uzté que como que hay sielo que yo no hi hecho ná, que yo soy un tipo honrao y voy de legal…
La retahíla continuaba, pero decidí desconectar. A éste no había tenido que preguntarle nada para que empezara a hablar. Rafael J.M., bajo izquierda. Segundo sospechoso. Raza gitana. Cincuenta años. Un gitano que había vivido la dictadura. Ésos que habían conocido a los grises y a la antigua Guardia Civil, a la rancia. Ésos que ya sabían que lo mejor era colaborar. Daba gusto con ellos. No había ni que preguntar.
- …ponque sí, ponque es verdá que algún problemilla que otro, ya sabe uzté, pué también hemo tenío el vesino Bernardo y yo, pero que mi muera aquí mihmo si yo le puse alguna vez la mano encima a eze zeñó, que Dio tenga en la gloria a pezá de que no fuéramo precisamente amigos, zeñó inzpectó, ponque cuando ocurrió aquello del robo pué se mi echaron toas las culpas a mí, por gitano, pero ya le digo yo ende ahora que yo no li robé ná a eze zeñó y azí se demostró en el juicio, digo, que para algo tienen estudios los juece y me dijeron que era inosente…
- A ver, a ver –decidí cortar la chaparrada de palabras-. Por partes. Dice usted algo de un robo.
- Sí, zeñó inzpectó, un robo que le pazó a mi vesino Bernardo hará un par de años, no más, y le desaparesieron el televisó y unos billetes que guardaba en algún sitio, vaya uzté a saber dónde, y me cayeron a mí toas las culpas sin tenerlas, pero claro, como zoy gitano…
Las palabras salían de su boca como una metralleta. Jodido Rafael, qué verborrea. Repasé de nuevo sus antecedentes, que los tenía. Todos por robo en casas. Un chorizo. Por eso había acabado en Los Pitufos. Ahora había montado un negocio propio como cerrajero. Mientras, él seguía lo suyo, a su tema.
- …y es que la zociedá es asín de injusta y nos tiene catalogaos a tós los gitanos como ladrones o vendedores de mercadillo, a elegí, pero ya le digo yo que yo nunca hi robao ni volvería a haserlo…
- Cállese ya –ordené-. Tengo aquí todos sus antecedentes así que no me venga con esas. Además, me suda bastante la polla lo que decidiera un juez en su día. Quiero la verdad o tendrá problemas. ¿Me ha entendido, Rafael?
- Sí, zeñó inzpectó.
- Pues ale.
Rafael miró a los lados, vigilando que no hubiera nadie demasiado cerca de nosotros, y acercó hacia mí su cabeza, sigiloso como una serpiente. Su pelo enmarañado, huérfano de agua, despedía un olor penetrante y dulzón.
- Es verdá que al vesino Bernardo le robé yo su casa una vez, zeñó inzpectó –dijo en un susurro.
- Como si no lo supiera. ¿Qué más?
- Nada más, zeñó inzpectó. Le robé en su casa y ya está. Lo que no sabía entonses es que me vió haserlo. No dijo nada y me denunsió a la policía, el muy malaje. Qué mala sangre. Luego la policía vino a mi casa y encontraron un televisor nuevesito y me detuvieron y tó, ya zabe uzté, pero luego en el juicio no se pudo demostrá que ese televisó no lo hubiera ganao yo con mi esfuerso y me dejaron libre. Pero robarle le robé, esa es la verdad, zeñó inzpectó…
Estaba cantando demasiado rápido, ponderé. Una cosa es un interrogatorio sencillo y otra la facilidad con la que le estaba soltando todo. Algo ocultaba.
- ¿Y qué más? –dije con tono impaciente-. Venga Rafael, no me vengas jodiendo que tengo el culo trillado de tratar con gente como tú. No me gustan las pijadas y tú me las estás contando todas. Algo más ocurrió entre tu vecino Bernardo y tú. Algo que no quieres que sepa.
Rafael agachó la mirada.
- No puedo contárzelo, zeñó inzpectó…
- Vale, entonces. Tomaré tu confesión de robo de hoy como prueba de que sabías cómo entrar en su casa y te acusaré formalmente del cargo de asesinato. No pasa nada.
- No lo entiende, zeñó inzpectó –la cólera se dibujaba en su rostro estrecho-, es que no puéo…
Me levanté como dando por zanjado el tema. Si sabía algo más me lo diría entonces. Diana. No dejó que me marchara. Me sujetó de la mano.
- Escuche, zeñó inzpectó. Le voy a contá lo que pasó pero le ruego por Dió que lo que voy a desir ahora quede para siempre entre uzté y yo. Se lo pido por el amó de Dió...
- Ya veremos, Rafael. Ya veremos
Rafael cerró los ojos con fuerza. Daba la impresión de que se estuviera tragando algo amargo o un dolor le cruzara la espalda. Entonces apretó los dientes y dijo:
- Se cagó en mis muertos…
No sabía lo que esperaba pero desde luego no era eso.
- ¿Cómo? –pregunté.
- Se cagó en mis muertos, zeñó inzpectó. Después de perder el juicio contra mí, el vesino Bernardo averiguó donde están enterrados mis familiares y cagó sobre ellos. Literalmente. Cagarse de cagarse con mierda. Sobre mis muertos. Dejó una foto en mi buzón en el que se le ve hasiéndolo…
La madre que me parió, pensé para mis adentros. Qué cabronazo el difunto Bernardo.
- ¿Y usted qué hizo cuando vio esa foto? –pregunté.
- A gusto le hubiera matao en ese mismo instante, zeñó inzpectó. Se lo juro. Si en ese momento le engancho le aseguro que le estrangulo con mis propias manos.
- ¿Y qué le impidió hacerlo?
- Que el muy sarnoso se compró una puerta de las buenas e instaló cinco cerraduras. Unas cerraduras mú buenas, ni yo pude abrirlas todas. Y soy un cerrajero de cojone, ze lo digo yo. Eso le salvó, su nueva puerta.
- Pero algún día tuvisteis que coincidir en la escalera.
- Sí, pero el día en que coinsidimos me vino con que había dejado escrita una carta de que si le pasaba algo el culpable sería yo y que resara porque jamá le pasara nada que el día en que él muriera yo iba derechito a la trena. Eso me dijo y justo ha muerto el baranda esta mañana y uzté me viene interrogando y ya le digo yo que yo ni hi hecho ná, que como hay Dio y sielo que yo no sé ná de incendios ni de muertos ni de ná…
Ahora sí le creía. Reconocer que alguien se había cagado en sus muertos, literalmente además, debía de haber sido algo muy duro para un gitano.
- Vale, vale, vale. No empieces de nuevo. Márchate y ya te llamaré si te necesito.
Rafael se marchó. Yo me quedé en mi silla, sopesando lo que ya sabía del muerto. Que mataba perros y se cagaba en muertos ajenos. Valiente bastardo. Me fui a la barra y pedí un crianza.
- Si los hijosdeputa volaran no veríamos el Sol –levanté la copa en un amago de brindis.
Un prejubilado a mi derecha también levantó su vino.
- Hay hijosdeputa hasta en los espejos –proclamó.
Cómplices de no sé muy bien qué el prejubilado y yo nos miramos fijamente. Luego, dije lo único que me pareció razonable decir.
- Amén.



V
En un alarde de optimismo me había comido uno de esos sándwiches de palitos de cangrejo con doble de salmonela que enmohecían en la barra del bar y lo estaba pagando. Mis intestinos estaban pugnando en dura lid contra mi culo cuando en esas llegó mi ayudante. El de Ciencias.
- Inspector jefe Velarde.
- ¿Sí?
- Le traigo las últimas novedades del caso. Para empezar, la policía científica no ha encontrado nada utilizable. Todo estaba calcinado. Han analizado la sustancia para que todo ardiera tan rápido. Keroseno. Aparte de cenizas no han podido hallar nada más.
- Era algo que esperaba. ¿Qué más?
- Además, he hecho lo que me pidió y he averiguado todo lo que he podido de la víctima, Bernardo R.G.
Nueva información sobre la víctima. Eso estaba bien. Quizás aportara algo.
- Cuénteme.
- Le cuento. Primero le contaré por qué acabó Bernardo R.G. en Los Pitufos. Por antisociable, simple y llanamente. Tuvo que cambiar de residencia varias veces los últimos años por su mal carácter. He conseguido hablar con antiguos vecinos suyos. Aún le recuerdan. La opinión unánime es que convivir con él era un infierno.
De momento, nada nuevo. Confirmar lo confirmado. Mi ayudante proseguía.
- Las quejas y denuncias que recibió durante una época se cuentan por decenas. Por eso le enviaron a Los Pitufos. Tenemos también un informe psicológico emitido por el Ayuntamiento de Ciudad Gris en el que se recomienda su reclusión en este sitio. Eso sí, dicho informe deja muy claro que Bernardo R.G. no estaba loco ni tenía ningún desarreglo de la personalidad.
- Así que hacía lo que hacía, putear al prójimo, por placer –dije-.
- Efectivamente. Además, hay otra cosa. Pudiera ser interesante.
- Me tienes en ascuas –ironicé-. A ver.
- He llamado a la Seguridad Social y he conseguido un informe médico de Bernardo R.G Tenía cáncer de pulmón en estado avanzado. Incurable. Le habían dado una esperanza de vida máxima de seis meses.
- Así que el asesino podría haberse ahorrado el trabajo porque la víctima era carne de cementerio de todas maneras. Interesante. ¿Y en cuánto a sus posesiones, a la herencia?
- Respecto a su herencia se lo deja todo a la beneficencia. Tampoco crea que es mucho. Unos quince mil euros, ya que el piso es del Ayuntamiento. No tenía familiares cercanos y por lo visto tampoco tenía amigos. Era un tipo solitario este Bernardo R.G.
De vez en cuando la vida te deparaba sorpresas. En este caso mi ayudante, al que tenía por un completo inepto, había hecho un trabajo excelente.
- Enhorabuena, chico. Veo que sabes hacer más que sudokus.
- Gracias, jefe.
- Puedes marcharte. Y diles que me traigan al tercer y último sospechoso.
La información que me había dado aún no significaba nada pero en cuanto la hubiera ordenado en mi cabeza tal vez conseguiría hacerla encajar. O igual no. Pero bueno, siempre está bien saber más. Aunque sólo sea por tener algo en que pensar mientras jiñas…




VI
Tercer y último sospechoso, primero izquierda. Había llegado hace un minuto y le tenía enfrente. Desde el primer vistazo supe que de haber un asesino suelto ese no era él. Rufino H.S. Cuarenta y tres años. Metro y medio de altura. Bigotín. Traje de raya con zapato acharolado sobre calcetín blanco de tenis. Sin antecedentes. Un híbrido entre un testigo de Jehová y Rompetechos con la expresividad facial de un ficus. Un gafoso pusilánime. Un cuitadín frágil.
No lograba entender cómo un tipo así había acabado en Los Pitufos. Se lo pregunté.
- Es por el violonchelo –contestó.
- ¿El violonchelo?
- Sí, el violonchelo. Es un instrumento musical, como un violín grande.
- Sé qué es un violonchelo, pero sigo sin entender qué tiene que ver para que un tipo como usted haya acabado en Los Pitufos. Usted parece un tipo tranquilo y formal, en absoluto un alborotador.
Detrás de sus gafas, los ojos présbitas de Rufino parecían los de un niño. Un niño grande.
- Si le digo la verdad yo tampoco lo entiendo aún. Sólo sé que el violonchelo es mi pasión y en cuanto tengo ocasión suelo tocarlo. Ese es mi delito, tocar el violonchelo. Por eso he acabado aquí.
- ¿Por tocar el violonchelo le enviaron a Los Pitufos?
- Ya ve usted. Un vecino de mi antigua comunidad al que el bello sonido de mi violonchelo le molestaba sobremanera era cuñado de algún concejal y el resto es historia. Aquí terminé.
- Qué injusto –dije con sinceridad.
- Sí.
Pobre hombre. Bueno, de injusticias estaba el mundo lleno. Me centré.
- ¿Conocía usted a su vecino, Bernardo R.G? –volví al caso.
- Sí, claro. Vivíamos puerta con puerta.
- ¿Y cómo era su relación?
Silencio por respuesta. Un silencio espeso.
- ¿Se llevaban usted y su vecino mal? –volví a preguntar-. No tenga miedo, Sr. Rufino. Puede usted contármelo.
Rufino aguantaba la respiración. En su monótona cara de timorato se dibujaban unos pucheros nerviosos. Todo el odio pequeño que un hombre tan pequeño pudiera experimentar se estaba escenificando en su rostro.
- Bernardo era… era… -balbució-… odioso…
- ¿Qué problema tenían ustedes?
Las pequeñas manos de violonchelista de Rufino se apretaron en un puño. Ahora tartamudeaba.
- Me… me impedía… tocar el violonchelo.
- ¿De qué manera se lo impedía? –inquirí.
- Poniendo música a todo volumen cada vez que yo decidía ensayar para que no pudiera concentrarme. Música ensordecedora, retumbando por las paredes. Música odiosa, un castigo para los oídos. Una tortura.
- ¿Qué tipo de música?
- Los Amaya. Sobre todo Los Amaya. Y a veces Las Grecas también.
Bueno, esto comenzaba a rozar el esperpento. Los Amaya. Flipa.
- ¿Los Amaya dice usted, Sr. Rufino? ¿Los de «me has hecho daño, vete»?
- No cante esa canción, se lo pido por favor. Se lo suplico.
Su consternación era franca. Estaba realmente afectado por esa estrofa rumbera. Al borde del colapso.
- No la cantaré, tranquilo –le prometí.
- Se lo agradezco, no sabe cuánto se lo agradezco. Mil gracias…
Me cago en la puta, Bernardo, ¿cuántas veces le hiciste escuchar esa canción a este buen hombre?
- Una cosa más, Sr. Rufino. Si tanto le molestaba que su vecino Bernardo pusiera la música a tanto volumen, ¿por qué no se lo hizo saber?
- Claro que se lo hice saber, inspector Velarde. Subí a su puerta y le supliqué que no pusiera esa música o que la pusiera a menos volumen. Se lo imploré. El violonchelo es mi única pasión y ese hombre me la estaba arrebatando.
- ¿Y qué le contestó?
- Nada. No me contestó nada. Simplemente se quedó plantado en la puerta y sonrió como si mi súplica le estuviera haciendo el hombre más feliz del mundo. Sonrió como si en ese momento se estuviera corriendo, inspector.
- Me hago cargo.
- Ese hombre… ese hombre… disfrutaba con el mal ajeno, inspector Velarde. Se lo aseguro. Era malo, inspector. En el mal sentido de la palabra malo.
Me pareció reconocer la cita. Machado. Malo en el mal sentido de la palabra malo. Qué bien te había sabido retratar, Bernardo.
- Le entiendo, Rufino. Le aseguro que le entiendo y le agradezco su colaboración. No le molestaré más.
Acompañé a Rufino a la salida. Me había caído bien, a pesar de ser un tipo apocado. Sin embargo había sido mi tercer y último sospechoso y respecto a la muerte de Bernardo estaba como al principio.
Me tapé los ojos con las manos. Necesitaba meditar.




VII
Maldito barrio. Malditos pitufos. Sin la pobreza económica de un barrio marginal pero con más miseria. Miseria humana. Pobres de espíritu como los hombres que había interrogado. Pobres de espíritu como el hombre cuya muerte estaba investigando. Bernardo. El vecino cabrón por antonomasia. El típico tocapelotas que todos tenemos en nuestro portal elevado a la enésima potencia. Mataperros, defecamuertos y fan de Los Amaya. ¿Quién no querría matarlo?
Sospechosos. Tres, a saber: el joven violento, el gitano chorizo y el violonchelista enano. Tres productos de Los Pitufos. Tres clichés. Cada cual con motivos distintos para odiar a muerte al muerto. Un muerto que de todas formas estaba muerto porque tenía un cáncer galopante.
¿Por qué? ¿Por qué matarle ahora y no antes? ¿Por qué esperar hasta anoche? ¿Y cómo abrir esa puerta de máxima seguridad con cinco candados que ni Rafael sabía abrir? ¿O le había mentido Rafael y sí que sabía? ¿Y el navajazo? ¿Tal vez asestado por Odín? ¿Estaríamos ante un fuenteovejuna, todos a una en matar al vecino cabrón? ¿Y Rufino qué parte puso, la banda sonora con su violonchelo?
No tenía sentido. Nada tenía sentido. Todo era demasiado raro.
Y entonces una verdad vino a mi cabeza, como una luz. Una verdad, he dicho. Mi verdad…





VIII
- ¿Sabéis qué dicen de Los Pitufos? –el agente Urruti estaba contando un chiste ante sus compañeros-. Que los buitres lo sobrevuelan panza arriba para no ver la miseria.
Sus compis sonrieron. Festival del humor. Me acerqué por la espalda.
- Me marcho, agente Urruti. Vuelvo a mi comisaría.
El agente Urruti se sobresaltó.
- Ah… ehm… bueno, inspector jefe Velarde. Ya nos tendrá informados sobre los avances en el caso.
- Se equivoca, agente Urruti –sonreí-. No hay caso. Vuelvo a comisaría para escribir el informe de suicidio de Bernardo R.G. Sanseacabó.
- ¿Suicidio? ¿Pero cómo…?
- Me parece la única posibilidad plausible. Bernardo R.G. hizo cantidad de enemigos en su vida. Enemigos muy cercanos, además. Sus propios vecinos.
- ¿Y?
- El sentido de la vida de Bernardo R.G. era putear a sus vecinos. Sin familiares ni amigos, era lo que le daba sentido a su vida. Tampoco es tan raro. Seguro que a menor escala también tiene a alguno así en su comunidad.
El agente Urruti hizo intención de pensar. Estaba presenciando un milagro.
- Así, durante todos y cada uno de los años de su vida Bernardo R.G. anduvo jodiendo a quien tenía la desgracia de convivir con él –continué mi explicación-. Uno tras otro, hasta acabar en Los Pitufos donde siguió haciendo lo único que sabía hacer, lo que más le gustaba hacer. Putear al prójimo hasta la extenuación. Y entonces un día van y le dicen que tiene cáncer de pulmón. Imagínese, agente Urruti. Le quedaban menos de seis meses de vida. Creo que fue a raíz de eso donde se le ocurrió su plan. Acudir a la policía y fingir miedo porque sus vecinos le querían matar para al día siguiente aparecer muerto en sospechosas circunstancias.
- Creo que no entiendo.
- ¿No lo entiende? Pues he ahí la última canallada de Bernardo R.G., la putada definitiva hacia sus vecinos. Hacer de su propio suicidio una pantomima de asesinato en extrañas circunstancias para ver si tras su muerte les incriminábamos. Con los antecedentes y rarezas de los mismos tampoco hubiera sido extraño. ¿Lo entiende ahora?
El hocico leporino del agente Urruti se arrugó.
- Lo entiendo pero no lo comparto. Me parece demasiado extraño, demasiado rebuscado.
- Pues consúltelo con la almohada, agente Urruti, pero sin prueba alguna ni más indicios así voy a escribir yo su informe. Como un epitafio: Bernardo R.G. Murió como vivió, haciendo el hijoputa. Hasta el final.
Tampoco estaba hecho el cerebro del agente Urruti para poesías. Aún así, decidí darle la puntilla final.
- Y es que como dijo algún sabio –concluí-: «¿Qué es la muerte sino una vida vivida y la vida sino una muerte que viene?» Es de Borges, por si tiene curiosidad.
- Joder con el de las nueces.
Joder contigo, agente Urruti. Con un par. Bendita sea tu mente preclara.
- Hasta otra, agente Urruti. Ha sido un placer conocerle –me despedí.
- Adiós, inspector jefe Velarde.
Me monté en el coche patrulla. Satisfecho por dentro a pesar de no haberle dicho toda la verdad al agente Urruti. La explicación que iba adoptar como oficial era plausible pero no tenía por qué ser necesariamente la verdad. ¿Pero qué es la verdad? ¿Y a quién le importa? En el mundo había un hijodeputa menos y a mí me quedaba un día menos para jubilarme. Esa era mi verdad. No había estado del todo mal tratándose de un miércoles.
La tarde había empezado a caer sobre la Ciudad Gris, barnizando de tonos rojos sus edificios. Detrás de mí, Los Pitufos fueron alejándose, haciéndose más y más pequeños, desapareciendo…



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Este relato obtuvo el 1º Premio en el Concurso de Relato de Novela Negra convocado por el Ayutntamiento de Barakaldo en el año 2007.


 

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